Capítulo VII
Entraron en la
muy humilde vivienda de los Dupont, que estaba compuesta por un pequeño salón
comedor y una única habitación.. De inmediato Jonathan y Amos se apostaron tras
las pequeños ventanucos que flanqueaban la puerta de entrada, con sus armas
prestas para la acción y vigilando la calle como halcones. Shi Kwei llegó hasta
la habitación, siguiendo al joven Pete. Desde el hueco sin puerta, corrió la
cortina que servía de separación. Allí pudo ver a una bella mulata de grandes
ojos negros. Se acurrucaba en una esquina de su camastro, cubierta por una
manta de parches en la semioscuridad del lugar. Era joven, poco mayor que ella
probablemente. Estaba muy asustada, se veía el miedo en sus ojos. Shi trató de
transmitirle algo de calma, asegurándole que estaba a salvo con ellos.
—Mi hermano
Germaine está ahí fuera con Rosalie. Fue a llevarla al doctor —dijo Marguerite
evitando hablar de lo que les podría haber pasado.
—Tranquila, lo
más seguro es que se encuentren bien. Habrán buscado refugio al oír los disparos
y pronto estarán aquí.
Shi Kwei sabía
que sus palabras eran más por dar consuelo que porque tuviera la certeza. Pero
era lo que la muchacha de piel canela necesitaba en aquel momento.
—Deberías curarte
esa herida —le aconsejó Jonathan a Shi, sin dejar de echar vistazos a la calle.
—Lo había
olvidado por completo —dijo la muchacha mirándose el brazo.
Marguerite le
indicó que podía encontrar vendas limpias en el cajón de una cómoda que había
pasado tiempos mejores. Shi limpió el rasguño de su carne con agua medianamente
limpia de una palangana. Dejó el ensangrentado paño en el agua, que se tornó
rojiza, y comenzó a envolver la herida con las tiras de gasa. No era tan
profunda como para necesitar costura.
—¡Atentos! ¡Ahí
vuelven esos bastardos! —advirtió Amos.
Tanto él como
Jonathan, abrieron fuego de inmediato. Los Jinetes Nocturnos volvían a por un
segundo asalto, intentando aplastar la inesperada resistencia. A estas alturas,
y con el atronador escándalo de las numerosas detonaciones, ya deberían haber
llegado las fuerzas de la ley. Pero Jonathan temía que ni estaban ni se les
esperaba; Amos en cambio, lo sabía a ciencia cierta. Nadie iba a venir a
ayudarles, y eso inflamaba aún más la rabia que bullía en su interior.
La batalla era
intensa, los Jinetes Nocturnos disparaban con todo lo que tenían. Por fortuna
el frontis de la casa era más recio de lo que aparentaba y aguantaron sin
problema la granizada de plomo. Estaban en un empate a la mexicana. Los jinetes
eran más, pero la posición defensiva les brindaba una excelente protección. La
acción se estancó, ya que ninguno de los bandos estaba en condición de avanzar.
Aún en esas condiciones, los Jinetes Nocturnos se negaban a retirarse.
Continuaron disparando unos minutos más.
De pronto,
Jonathan pudo ver un fogonazo desde una ventana al otro lado de la calle. Uno
de los Jinetes Nocturnos resultó herido. Unos segundos más tarde, un nuevo
disparo brotó de otra de las cabañas, y poco después se fueron sumando varios
más. Al poco comenzaron a llover proyectiles sobre los asaltantes enmascarados
desde todas las direcciones. No tuvieron más opción que retirarse
definitivamente.
Todos suspiraron
de alivio al ver las siluetas de los jinetes alejándose con el rabo entre las
piernas. No hubo grito de victoria ni celebración, había demasiados cadáveres
por las calles para celebrar nada. Lentamente comenzaron a salir los primeros
vecinos. Lo primero era dar un descanso digno a sus fallecidos, así que de
inmediato empezaron a recuperar los cuerpos sin vida de sus seres queridos.
—Dios santo, es
un auténtico infierno —comentó Jonathan mirando la horrenda escena.
Nadie pudo
rebatirle su aseveración.
—Se está
desatando el caos en la ciudad y nosotros seguimos igual de perdidos que al
principio —volvió a decir Jonathan.
—Sabemos que hay
alguna fuerza oscura detrás de todo esto —le recordó Shi Kwei.
—Eso no soluciona
nada. No tenemos ni una pista.
—Quizás
deberíamos volver a hablar con Zardi —recomendó Amos.
Jonathan McIntire
negó con la cabeza.
—¿Para qué? No
tenemos nada concreto que contarle —dijo Jonathan frustrado.
El ruido de unos
golpes en la puerta interrumpió la conversación. Jonathan cogió su revólver y
cubrió a su compañero. Mientras éste se acercaba a la entrada.
—¿Quién es?
—preguntó Amos.
—¡Abre de una
vez! Soy Germaine.
Amos abrió la
puerta y vio al primo de Marguerite, llevaba a Rosalie cogida en sus brazos.
—¿Qué hacen este
blanco y esta china en mi casa? —preguntó Germaine al entrar en la casa.
—Este blanco y
esta china han conseguido echar a los Jinetes Nocturnos de nuestro barrio.
Muestra al menos un poco de respeto —respondió Amos seco y cortante.
—¡Bah! Da igual,
no voy a dejar que nada me amargue la alegría —dijo Germaine mostrando sus
blancos dientes en una amplia sonrisa.
Marguerite, que
había oído la voz de su primo, se levantó y apareció en la pequeña sala con los
ojos llorosos.
—¿Como está
Rosalie? —preguntó la hermosa mulata.
Germaine continuó
unos segundos con su sonrisa bobalicona, luego bajó a Rosalie, que quedó en pie
mirando fijamente a Marguerite, también con una gran sonrisa en su rostro.
—Dios mío.
Dijeron que no volverías a andar —dijo con lágrimas de felicidad que se
desbordaban de sus ojos negros.
—¡Es un milagro!
—dijo Germaine.
Marguerite corrió
a fundirse en un profundo abrazo con su prima.
Shi Kwei salió de
la habitación tras Marguerite y quedó esperando en el hueco del dintel. Cuando
sus ojos se posaron sobre Rosalie, sus manos se fueron de manera automática a
desenfundar las dos espadas de plata que llevaba al cinto, ocultas bajo sus
ropas.
Fotograma de Kung-Fu y los 7 Vampiros de Oro |
Jonathan se fijó
en el movimiento de la china y se puso de inmediato en alerta. Había aprendido
a respetar los instintos de la muchacha. Jamás desenfundaba a menos que hubiese
una amenaza sobrenatural en las cercanías. La joven era una máquina de combate,
pero era también incapaz de causar daño de manera intencionada a otro
semejante, si no era para defenderse. Jonathan miró a Rosalie con nuevos ojos y
comprendió. Su piel tenía un tono ceniciento, el que pudiera volver a andar no
era obra de un milagro, más bien se trataba de lo contrario.
Rosalie era una
vampira.
Jonathan intentó
apuntar hacia ella, pero aún seguía abrazada a su prima Marguerite y no tenía
un tiro claro. Amos se dio cuenta de la extraña actitud de sus dos compañeros.
—¿Qué demonios
estáis haciendo? —preguntó extrañado.
—Si hablas de
demonios deberías preguntarle a Rosalie, ahora es uno de ellos —dijo McIntire
con frialdad.
Amos no tardó
mucho en comprenderlo, y cuando lo hizo, se le formó un enorme nudo en el
estómago. Quedó paralizado sin saber qué hacer.
Marguerite se dio
la vuelta, protegiendo a su prima. Ella no entendía nada, al igual que su primo
Germaine y el pequeño Pete.
—¿De qué habla
ese hombre, Amos? —le preguntó con voz temblorosa.
Amos no supo qué
decir.
Germaine
desenfundó su vieja pistola y apuntó a McIntire.
—No sé qué
cojones está pasando aquí. Pero nadie va a tocar un pelo a mi hermana. Casi la
perdemos y no voy a permitir que nos la arrebaten de nuevo —amenazó Germaine a
los cazadores.
—Ya has perdido a
tu hermana. Eso que ves ahí es solo su cuerpo. Un ser oscuro y malvado la ha
poseído. No queda nada de la persona que conocías —le explicó Shi Kwei.
—Venga Amos, haz
algo para detener esta locura —le exigió Germaine, ignorando a Shi.
Marguerite
comenzó a retroceder hacia la pared, cubriendo siempre a su prima con su
cuerpo. Rosalie estaba cubierta de un sudor frío. Las emociones hicieron que se
despertara el hambre. Era una agonía insoportable, un frío insondable alojado
en su estómago. Sus ahora desarrollados sentidos llevaron a sus fosas nasales
el delicioso aroma de la sangre, que provenía de la herida del brazo de Shi. Si
quedaba algún resto de humanidad en ella, desapareció por completo cuando una cortina
roja enturbió su vista. La bestia de su interior la impulsaba a alimentarse con
verdadera ansia.
Fotograma de la serie True Blood |
No pudo evitar fijar la vista en el cuello de Marguerite. El
leve olor a sudor, la suave piel y las palpitantes venas y arterias que latían
bajo ella, la atraían sin remedio. Lenta e inconscientemente se fue acercando
al cuello de Marguerite, ajena a todo cuanto sucedía a su alrededor. Podía
distinguir con total claridad los diminutos agujeros de los poros de la piel.
Abrió la boca como en un trance y sus colmillos empezaron a brotar de sus
encías, como si fueran las garras de un felino. Con un rugido animal clavó sus
afilados dientes en la carne, haciendo surgir la sangre.
—¡No! ¡Suéltala,
engendro del infierno! —gritó Amos.
Tanto él como
Jonathan trataban de encañonar a Rosalie, pero el monstruo en el que se había
convertido agitaba el cuerpo de Marguerite, del mismo modo que un mastín
sacudiría a su presa. Germaine estaba fuera de sí, sin saber qué hacer. Shi
Kwei le arrancó el arma de sus manos con una certera patada. En el estado de
pánico en que se hallaba podía acabar hiriendo a alguien, o hiriéndose él
mismo.
La desesperación
se apoderó de Amos, quería salvar a Marguerite pero no podía hacer nada.
Jonathan trataba de buscar un hueco por donde poder colar un disparo. No había
manera humana posible, la criatura se movía demasiado rápido y usaba a
Marguerite como escudo humano. Lo reducido del espacio en el que se movían
favorecía también a la vampira. Shi Kwei tampoco podía maniobrar para
acercarse. Era particularmente repugnante tener que escuchar el ruido que hacía
Rosalie al sorber la sangre, que se escapaba a borbotones del desgarrado cuello
de Marguerite.
Quizás la
ingestión de sangre aplacó la ferocidad de la bestia y Jonathan disparó. El
tiro impactó en la clavícula de Rosalie, astillando el hueso y causando graves
destrozos en su cuerpo. La vampira se deshizo de Marguerite, lanzándola con una
fuerza tan asombrosa que la hizo atravesar el tabique de madera que separaba la
sala de la única habitación. Amos disparó su escopeta a bocajarro, sin pausa
tiró de la palanca de su escopeta Winchester y descerrajó un nuevo tiro.
Jonathan se unió al baño de plomo. Amartillando el revólver con la palma de su
mano y le vació todo el cargador encima.
La vampira
trataba de regenerar sus heridas, pero no tenía tiempo material porque su
cuerpo era atravesado continuamente por balas y postas. Cuando ya no quedaban
proyectiles por disparar, Shi Kwei saltó sobre lo que había sido Rosalie y, sin
darle tiempo a recuperarse, cortó la cabeza del monstruo de un único y poderoso
tajo de sus espadas cortas de plata. La herida de aquellas armas era incurable
para los vampiros.
Amos se apresuró
para llegar hasta donde estaba Marguerite. No había nada que pudiera hacerse
por ella. Si las horrendas heridas de su cuello no habían acabado con su vida,
lo habría hecho el tremendo impacto que le había roto un buen montón de huesos
de su cuerpo. El cazador de piel de ébano se volvió hacia Germaine, se acercó
hasta él y le agarró por el cuello.
—Tú vas a venir
conmigo. Tienes muchas cosas que explicar —dijo con los ojos ardiendo de furia.
Jonathan McIntire
le hizo un amargo recordatorio.
—Espera, hay algo
de lo que tenemos que ocuparnos antes —señaló al cadáver de Marguerite.
—No —dijo
espantado Amos.
—No podemos
arriesgarnos a que regrese como muerto viviente —le recordó Shi Kwei.
Amos agachó la
cabeza y se llevó a rastras a Germaine hasta la salida de la casa. No tenía
fuerza suficiente para ver como Shi Kwei decapitaba a Marguerite.
Escrito por Raúl Montesdeoca
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