Capítulo X
A toda prisa
marcharon de vuelta a la casa de McIntire, no querían arriesgarse a acabar
nuevamente en una celda. No con el peligro que se cernía sobre la ciudad y con
tantas cosas por hacer. Ya habría tiempo de arreglar los asuntos con la ley, si
conseguían salir vivos.
—Hay algo de
kármico en que los hombres que mataste anoche hayan vuelto de la tumba para
acabar contigo —le dijo Shi Kwei a Amos por el camino.
Ya habían
reducido el paso porque se encontraban a cierta distancia de la oficina del
sheriff y no querían levantar demasiadas sospechas.
—Vale, está bien.
He aprendido la lección.
Tras el
reconocimiento a regañadientes Amos se dirigió a Jonathan, fingiendo que Shi
Kwei no estaba allí.
—¿Es siempre así
de odiosa?
—Sí. Sobre todo
cuando tiene razón —apostilló McIntire.
Ya no se dijo
nada más hasta que llegaron a la casa. Una vez en ella, lo primero de lo que se
ocuparon fue de curar a Shi. La herida no era muy profunda pero iba a necesitar
de sutura. Fue la misma Shi la que se cosió, demostrando una fuerza de voluntad
que rozaba los límites de lo humanamente posible. Una vez terminó el doloroso
proceso, mezcló con agua algo que sacó de una pequeña bolsa, hasta formar una
espesa pasta que extendió sobre la zona afectada.
—¿Qué es eso?
—preguntó curioso Jonathan.
—Evita que se
formen cicatrices.
—Así que ese es
tu secreto. Siempre me había preguntado cómo tenías una piel tan fina y
perfecta con todas las heridas que recibes.
Fotograma de Kung-fu y los 7 Vampiros de Oro |
El comentario sin
mala intención consiguió sonrojar a la muchacha. En cuanto se dio cuenta de lo
incómodo del momento, Jonathan cambió de tercio la conversación.
—Tenemos que ir a
por esos monstruos ya mismo. A cada minuto que pasa les damos la posibilidad de
que sigan creando nuevas monstruosidades como a las que nos acabamos de enfrentar.
—Para el carro un
momento. Se supone que soy yo el de las ideas suicidas. Vale que debemos
apresurarnos, en eso estoy contigo. Pero necesitamos prepararnos bien y a Shi
no le vendría nada mal un pequeño descanso. Además, tengo una idea que quiero
probar —dijo Amos sin querer dar más explicaciones.
—Bien, tienes una
hora —concedió McIntire.
—Pues entonces
acompáñame al establo, voy a necesitar ayuda. ¿Qué tal se te da tallar madera?
—preguntó Amos.
Antes de que se
marcharan Shi Kwei les advirtió.
—Hay alguien que
nos está vigilando. Cuando os llevaron a los calabozos, me aposté en un tejado
de la acera de enfrente y pude ver a varios hombres de raza negra que no
quitaban ojo del lugar.
La cara de
Jonathan se iluminó con una sonrisa.
—Eso nos podría
venir muy bien y ahorrarnos mucho tiempo para localizar la guarida de los
monstruos.
Al ver las muecas
de incomprensión de sus dos compañeros, McIntire se extendió en su explicación.
—Si nos siguen es
porque han de informar al Barón Samedí. Cuando nos vean salir en dirección a
Villa Carnicero con todo el equipo, no tardarán en irle con el cuento a su
siniestro señor. Shi Kwei podría seguir a los que nos siguen y averiguar dónde
se esconden esas aberraciones. ¿Podrías hacerlo sin ser vista? —le preguntó a
la muchacha.
—La duda ofende
—dijo algo molesta Shi.
—Entonces, manos
a la obra. El tiempo es oro —dijo Amos.
El sheriff
Daniels miraba entre el asco y el horror los restos del infierno que se había
desatado en su oficina. Cuatro alguaciles y el jefe O´Brian yacían tendidos en
el suelo entre enorme charcos de sangre. Tenía a dos cuerpos descabezados en la
zona de los calabozos y, para añadir más misterio, los prisioneros habían
desaparecido.
—Esto es un puto
desastre —repetía sin cesar a los dos agentes que le acompañaban.
Trataba de
ordenar las piezas del puzzle en su cabeza pero nada de aquello parecía tener
sentido.
—¿Qué demonios ha
pasado aquí? Ese McIntire nunca me pareció trigo limpio. Nunca pude
demostrarlo, aunque estoy seguro de que en alguna manera estuvo implicado en
los crímenes del Golden Hotel y su posterior incendio. Probablemente lo quemó
para esconder pruebas y evidencias que le incriminaban. Pero esta vez ha ido
demasiado lejos. Quiero a todos los agentes de la ciudad tras ese hijo de puta
y sus dos socios. Va a pagar por las muertes de estos hombres —ordenó a sus dos
hombres.
—No señor. No
hará usted nada de eso.
La potente voz
llegaba desde su espalda. Daniels se giró para encararse con el que se había
atrevido a hablarle de tal manera. Al ver que se trataba del alcalde Pond se
contuvo de lanzar un exabrupto y quedó desubicado por unos instantes.
—Señor alcalde,
no esperaba verle por aquí —acertó a decir.
—No tengo mucho
tiempo, Daniels. Dejemos los formalismos para mejor ocasión. Debe olvidarse de
McIntire y sus asociados. A partir de ahora haga como que no existen. No vuelva
a molestarlos —dijo rotundo el alcalde.
El sheriff
Daniels indicó a los dos alguaciles que le dejaran solo.
—¿Sabe usted que
esto no es cosa mía? Hay gente muy importante interesada en tenerles fuera de
juego.
—Devuelva el
soborno con el que le hayan huntado los de la Suprema Orden Caucásica. Yo soy
el que decide quién ocupa el puesto de sheriff. Si quiere conservar su trabajo,
haría bien en hacerme caso a lo que le he dicho.
Daniels estaba
sumamente extrañado con aquel ataque de dignidad del alcalde. Lo conocía bien y
sabía que estaba tan corrupto o más que él mismo. Si estaba dispuesto a
enfrentarse a la Orden, tenía que estar muy determinado a hacerlo. Así que
Daniels no argumentó más y optó por agachar la cabeza.
Edward Pond,
alcalde electo de San Francisco, abandonó la oficina del sheriff y se subió a
un coche de caballos cubierto. En el interior esperaba un hombre repeinado con
el pelo cano. La perilla en su barbilla y el monóculo le daban un porte
nobiliario. Acariciaba a un gato marrón al que le faltaba un ojo.
—Espero que sea
suficiente con lo que he hecho —dijo Edward Pond.
—Excelente, señor
alcalde. Su pequeño secreto quedará entre nosotros dos, tal y como le prometí.
No podemos permitir que una cosa así acabe con su prometedora candidatura a
gobernador. No llego a imaginar el disgusto que se llevaría su esposa, si
llegara a enterarse del pisito que comparte usted a veces con esos chicos tan
jóvenes.
La vergüenza que
sentía impidió a Edward Pond articular palabra.
El extraño rascó
al feo gato entre las orejas y el animal ronroneó de placer.
El Barón Samedí
continuaba trabajando en su blasfema tarea. Aún quedaban dos decenas de
cuerpos, que sus sirvientes habían recuperado de la masacre. El ritual de
reanimación llevaba su tiempo y necesitaba aumentar su ejército. Los zonbis que
había enviado a acabar con McIntire y Amos Cesay habían fallado en su objetivo.
Estaba seguro que los cazadores no tardarían en volver a causar problemas, así
que quería tener todas las ventajas en su mano cuando eso ocurriese. Cuando su
fiel sirviente humano apareció nuevamente, presintió que iba a pasar más pronto
de lo que pensaba.
—Monsieur, los
cazadores vienen.
Samedí miró al
humano como un hambriento miraría a un jugoso pollo asado.
—Dime. ¿Cómo
sabes que vienen hacia aquí?
—Se dirigían
hacia Villa Carnicero y van cargados de artillería y estacas de madera.
—¿Quiénes? —le
apremió hoscamente Samedí.
—Amos y McIntire.
—¿No estaba la
china con ellos?
—No, tan solo
estaban los dos.
Por primera vez
en la escueta conversación el hechicero no muerto dejó de prestar atención al
cadáver al que pintaba símbolos de magia negra con su propia sangre.
—Estoy rodeado de
estúpidos —dijo con fingida calma—. ¿No te das cuenta de que has sido tú quién
les ha traído hasta mí? —preguntó clavando sus pupilas en el asustado hombre
—Pero monsieur,
eso es imposible —dijo tartamudeando el sirviente—. Me aseguré de que nadie me
siguiera —intentó excusarse.
—¿Cuál es tu
oficio? —preguntó el vampiro.
—Curtidor
—respondió sin comprender el porqué de la pregunta.
—¿Y pretendes
compararte en sigilo e infiltración con una artista marcial que lleva
entrenándose desde su infancia?
El hombre no
respondió. Tragó saliva y el ruido que hizo pudo oírse claramente en el gélido
silencio que se produjo.
En un instante el
vampiro pasó de la tensa calma a una demostración de rabia bestial. Al
desafortunado sirviente no le dio tiempo siquiera a gritar. Apenas llegó a ver
como un demonio, de ojos rojos e inyectados en sangre, se abalanzaba sobre él.
Enseguida el dolor de la carne desgarrada en su cuello lo envió a la
inconsciencia. Por suerte para él.
Con el caliente
líquido escarlata aún desbordándose por la comisura de sus labios, Samedí se
apartó de su víctima tras saciar su sed eterna, dejándola caer como un muñeco
roto.
El destino se
volvía un tanto esquivo con sus planes, pero él era un maestro en sobrevivir
ante las adversidades. Había sabido convertir en una victoria los errores
pasados. De hecho debía su posición en la organización de Marie Laveau a uno de
ellos.
Él era un neonato
a las órdenes de la Reina del Vudú cuando le fue encargado acabar con la
Baronesa Drácula. La perra carpática volvía con el rabo entre las piernas
después de que los cazadores acabaran con toda su familia. Laveau supo de
inmediato que debía detenerla antes de que alcanzara su fortaleza en Europa.
Los Drácula eran un obstáculo para hacerse con el título de Señora de las Casas
Vampíricas. Si uno solo de ellos sobrevivía, los que se le opusieran en sus
planes se orquestarían en torno a ellos.
Con otro grupo de
neonatos intentaron detener el tren que debía llevar a la Baronesa hasta Nueva
York. La Baronesa Drácula demostró ser algo más que el florero que todos creían
que era, y consiguió escapar a la emboscada, no sin perder a muchos agentes y
recursos. Acorralada y sin poder regresar a su hogar ancestral, la última de
los Drácula decidió jugar la única baza que tenía a su favor. Ir a por las
cenizas del Príncipe de la Oscuridad y traerlo de vuelta al mundo de los vivos.
Aquello casi
había mandado al traste las expectativas de Laveau, y el propio Jacques a punto
estuvo de pagar por ello con su no vida; pues Jacques era el nombre que usaba
antes de ser el Barón Samedí. No solo no habían terminado con los Drácula sino
que el propio conde había regresado del infierno, era el peor de los escenarios
posibles. Pero he ahí que el destino puso a los cazadores, y a su némesis Van
Helsing, en el camino del recién resucitado Señor de los Vampiros y su esposa,
con un resultado sumamente beneficioso para los planes de Laveau. El buen humor
de la Reina del Vudú consiguió que Jacques pasara de ser una potencial cabeza
en una pica, a ser el elegido para establecer en el nombre de Laveau una cabeza
de puente en la ciudad de San Francisco. Un regalo envenenado, no le quedaba
duda. Tan seguro como que el odioso sol salía tras cada noche, que su señora no
iba a tolerar un segundo fracaso.
Fotograma de American Horror History |
Que vinieran los
cazadores, estaba preparado. Desde su renacimiento como vampiro la magia se
había hecho fuerte en él. Tenía el poder de los no muertos y a los Loa a su
servicio, contaba con los zonbis que había podido levantar y también estaba su
lacayo vampírico Marcus. Él no le fallaría, no podía hacerlo aunque quisiera.
Ahora su alma pertenecía al Barón Samedí.
Escrito por Raúl Montesdeoca
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