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Así comienza una aventura que no os dejará indiferentes...
Año
977 de la Era de
los Mortales.
Con el rostro perlado de sudor, Tach´or
se adentró en la Estancia
de las Sombras. Sabía que era absurdo a ojos ajenos, pero no podía evitar sentirse
nervioso e intranquilo entre las tinieblas que daban nombre a la sala. Un
éldayar, un elfo de las sombras como les llamaban los humanos, asustado por la
oscuridad. Los esclavos se reirían de él si lo supieran. No obstante, sabía que
era una experiencia terrorífica para la mayoría de sus hermanos aunque no
hablasen de ello. Su pueblo conocía bien la Oscuridad y lo que se
ocultaba tras ella.
Ese era el único lugar que enlazaba el
mundo de los mortales con el Inframundo, el único lugar en el que ambos estaban
tan cerca el uno del otro que bastaba muy poco para rasgar el débil Velo que
los separaba. Una legión incontable de seres demoníacos nacidos de la propia
Oscuridad arañaban con sus espectrales garras los debilitados muros de la
realidad, anhelando encontrar una abertura que les permitiese alimentarse de
las almas y la sangre de los mortales. Tach´or sabía que la misma magia oscura
que les permitía mantener abierto tan terrible portal era la que contenía a las
criaturas de las sombras y les impedía traspasar el umbral a su mundo. Las
sacerdotisas de los éldayar, fieles devotas del Oscuro, utilizaban los favores
que les otorgaba su dios con ese fin, consiguiendo así acceso a los terribles
poderes del Inframundo. Mientras más próxima se encontraba una de estas devotas
a la Estancia
de las Sombras, mayor era su poder. En su interior nada de este mundo podía
enfrentarse a ellas. «Nada de este mundo», reflexionó Tach’or con un escalofrío
mientras sentía las invisibles garras de los seres de las sombras arañando la
realidad a su alrededor. Nada de este mundo, pero ¿quién sino el Oscuro sabe
qué poderes se ocultan más allá del Velo?
Tach´or tomó
aliento y se sobrepuso a su nerviosismo. Si alguna de ellas lo percibía... No
quiso ni pensarlo. Se limpió el sudor de la frente y continuó adentrándose en
las sombras de la estancia. Mientras caminaba, observó fascinado el espectáculo
que se desplegaba ante él. En la enorme sala podía verse media docena de
hermosas sacerdotisas elfas semicubiertas por vaporosos vestidos de seda que
dejaban entrever sin dificultad aquello que supuestamente ocultaban. Las
sacerdotisas llevaban a cabo distintos rituales para ganar los favores de su siniestro
dios: algunas realizaban sacrificios de víctimas gimoteantes, otras se postraban
en rezos con los que se les permitía realizar poderosos conjuros... Resultaba
fascinante la dedicación de esas devotas del Oscuro que, a diferencia de los
hechiceros, necesitaban contar con los favores de su señor para poder utilizar
su magia.
El elfo buscó con
la mirada entre ellas mientras admiraba los distintos rituales que llevaban a
cabo. En una lucha por dominar el terror que le producía estar allí, encontró
finalmente a quien buscaba.
−Lamshala
–susurró arrodillándose. Al escuchar el respetuoso saludo éldayar la esbelta
figura se volvió hacia él.
−Qué apropiado
que estés aquí, Tach’or. Empezaba a tener hambre –sus labios dibujaron una
seductora sonrisa. El aludido trató por todos los medios de evitar mirarla a
los ojos, pero no fue capaz. Unos insondables pozos oscuros le atraparon y lo
arrastraron hacia un estado semi–hipnótico mientras la elfa se arrodillaba a su
lado mordisqueándose los rojos labios.
–Ya eres mío
–susurró. Sus uñas se clavaron en el indefenso éldayar haciendo brotar la
sangre mientras le besaba con lasciva pasión. La mujer interrumpió el beso tan
bruscamente como lo había comenzado y se puso de nuevo en pie mientras se
relamía.
Tach´or cayó
hacia delante, manteniéndose a gatas a duras penas mientras jadeaba mareado a
consecuencia de la energía vital que le había sido robada en tan aparentemente
inofensivo beso.
–Y ahora,
delicioso Tach’or, dime qué te trae por aquí –ordenó ella acomodándose entre
unos blandos cojines situados a ambos lados de la sala.
–Sí, sacerdotisa
Shylara –dijo el elfo mientras trataba de recuperar el aliento. Nunca sabía si
la especial predilección que la sacerdotisa parecía sentir por él era una
bendición o una maldición–. Traigo noticias sobre su hijo… –Un destello de ira
en los ojos de la elfa le recordó, demasiado tarde, que había cometido un
error.
–¿Mi… hijo?
–Discúlpeme, yo
solo…
–¿¡Mi hijo!?
Tach´or
palideció, temiendo por su vida.
–Es un bastardo.
Tuve la desgracia de quedar manchada por la semilla de uno de mis esclavos,
pero eso no lo convierte en mi hijo. No es más que un mestizo que no merece ni
el aire que respira. Si vuelves a referirte a él como lo has hecho…
La amenaza quedó
incompleta, pero fue más que suficiente. Ambos eran perfectamente conscientes
de lo que ella era capaz.
–No volverá a
repetirse –aseguró Tach´or agachando la cabeza.
–Bien. ¿Qué
sucede con el bastardo? La única razón por la que no lo sacrifiqué al Oscuro en
el mismo momento en el que nació fue que los del gremio de asesinos mostrasteis
cierta curiosidad profesional por él. Si está causándote problemas mátalo, pero
no me molestes.
–En realidad es
casi lo contrario, sus progresos son realmente fascinantes. Gracias a su sangre
humana, con menos de tres décadas de vida es ya un adulto completamente formado
físicamente. Si no fuese porque esa misma impureza racial le hace más torpe y
lento recomendaría criar semielfos como asesinos, apenas un par de décadas
serían suficientes para tener un buen grupo de ellos, una tropa barata y
completamente sacrificable.
–¿Y mancillar
nuestra raza así? –respondió ella con un gesto despectivo.
–En cualquier
caso –prosiguió el elfo–, estoy convencido de que ya está preparado. Ha sido
entrenado durante casi treinta años en las artes del sigilo y el asesinato y he
de decir que estoy realmente satisfecho con el resultado. Compensa las
deficiencias de su lado humano con una disciplina y una dedicación absolutas.
Ha demostrado especial predilección por las dagas, una puntería sorprendente con
arcos y ballestas y, además, me he ocupado personalmente de que uno de nuestros
esclavos (un erudito entre los suyos, al parecer) le enseñase su primitivo
idioma. Le hará falta para infiltrarse entre los humanos.
–Me aburres...
¿Por qué me aburres, Tach’or?
–Porque... –este
se tragó las palabras que bailaban en su mente: «porque es vuestro hijo,
maldita sea, y porque pensaba que a pesar de todo tendríais algo más que hielo
en el corazón»–. Porque creo que ya está preparado para cumplir con el papel
para el que ha sido entrenado todo este tiempo. Había pensado en que el encargo
que habéis hecho al gremio acerca del asesinato de la dama Aressa podría ser un
apropiado bautismo de fuego para él.
–En ese caso
envíalo, pero no quiero errores. Si lo matasen me sentiría muy aliviada de
quitármelo de encima, pero no en esta misión. En este encargo no toleraré
fallos, esa tal Aressa debe morir.
–Y morirá,
sacerdotisa Shylara. Ahora, si me disculpa, debo continuar con mi trabajo
–concluyó el maestro de asesinos, inclinándose ante su señora.
–No. No puedes
marcharte.
Tach´or miró a
la mujer sin comprender. Esta se le acercó con una pícara sonrisa y,
atrayéndolo hacia sí, volvió a besarlo con pasión desenfrenada.
–Aún no he
terminado contigo –le susurró al oído mientras le mordisqueaba la puntiaguda
oreja.
Con una sonrisa
de complacencia el elfo se dejó arrastrar a los almohadones.