Capítulo VIII
A pesar de los intensos pinchazos de
dolor en su espalda, William Helems se obligó a cabalgar los últimos metros que
quedaban hasta llegar al establo de Buchting. Debía llevar unas cuantas postas
incrustadas en su cuerpo. Aquel maldito negro había estado a punto de enviarlo
a criar malvas. Cuando finalmente atravesó el gran portón, que permanecía
abierto, prácticamente se dejó caer de su montura. Tras él llegaron varios
Jinetes Nocturnos más, todos heridos o magullados. El Reverendo Gloom se acercó
hasta donde se encontraba William.
— ¿Qué es lo que
ha sucedido, hermano? —preguntó con el semblante imperturbable.
—Encontramos más
resistencia de la esperada. Hay varias bajas y numerosos heridos entre nuestras
filas —respondió William dolorido.
— ¿Quiénes
fueron? ¿Quién se atreve a oponerse a la todopoderosa voluntad de Dios? —su
tono era seco y cortante incluso para lo que solía ser el reverendo.
—Eran un negro y
una china a los que no conozco. Pero había un pistolero al que sí reconocí. Se
llama Jonathan McIntire, trabajaba para el Primer Banco de San Francisco. Se
encargaba de escoltar los coches blindados. Es un tipo duro.
—Agentes de
Satanás sin duda. Hemos menospreciado el poder del maligno. Puede que por el
momento no dispongamos de guerreros para acabar con todos los enemigos de
nuestra sagrada misión, pero los caminos del Señor son inescrutables. Aún
tenemos algún as en la manga para neutralizar a los peones del diablo —dijo el
Reverendo Gloom.
— ¿Cuáles son
ahora las órdenes para los jinetes, reverendo?
—La organización
ha quedado muy tocada tras el incendio y este fiasco. Toca lamernos las heridas
y recuperarnos. Yo he de dejar San Francisco, porque el trabajo de propagar la
Sagrada Palabra de Dios no tiene descanso. Pero tranquilo, volveréis a ser llamados
para luchar muy pronto. La guerra contra el mal nunca descansa —dijo misterioso
el Reverendo Gloom.
William Helems
asintió, mirando casi embobado al hombre que consideraba un profeta.
El Barón Samedí
estaba de un humor de perros. Había sentido la muerte de la joven Rosalie, la
más reciente de sus elegidas. La chiquilla prometía mucho, su carita angelical
habría atraído a muchos seguidores para su causa.
Imagen obra de Matt Barnes |
Ya le había sido
de suma utilidad cuando Germaine Dupont se presentó cargándola en sus brazos,
convertida en poco menos que un despojo humano. Enseguida supo ver la
oportunidad que se le presentaba. Usando su “magia” consiguió devolverle el uso
de sus piernas y “sanarla”. Muchos habían visto el alcance de su poder, y otros
muchos más lo sabrían. Su leyenda comenzaba a extenderse y muy pronto sería
imparable.
Pero la muerte de
Rosalie era un contratiempo preocupante. Las implicaciones que ese hecho podía
tener le creaban demasiados interrogantes. Necesitaba conocer las respuestas.
Continuamente miraba a la puerta de sus aposentos, a la espera de que Marcus
llegara con alguna noticia. Había pedido que le dejaran solo, no quería tener
compañía en aquellos momentos. Miles de pensamientos bullían en su mente. No
podía permitirse ningún cabo suelto, ninguna incertidumbre. No cuando estaba
tan cerca de su triunfo. El fracaso no era una opción. Estaba seguro de que el
favor de Marie Laveau desaparecería si no conseguía el objetivo que le había
impuesto. Otra de las cosas de las que estaba seguro era que nadie en su
posición sobrevivía mucho tiempo si no tenía el apoyo de la Reina del Vudú.
Motivo más que suficiente para justificar su siniestro humor.
De un tirón
arrancó una de las pequeñas bolsas de piel que colgaban de su collar de huesos
y la arrojó lejos de sí, con rabia y frustración. Ya no tenía utilidad alguna
más que recordarle la desaparición de su más joven iniciada.
Marcus apareció
al fin. Entró en la cámara a toda prisa.
—Han sido los
cazadores. McIntire y sus socios —dijo nada más entrar.
El Barón Samedí
golpeó furioso la gruesa mesa de madera que tenía a su lado. Una lluvia de
pequeñas astillas surgió del mueble cuando fue partido en dos. Su mayor
preocupación se hacía realidad. Debía ser muy precavido si no quería acabar
como los Drácula, y no menospreciar a McIntire y sus socios.
Marcus retrocedió
unos pasos, asustado ante la demostración de furia desatada que acababa de ver.
—Aún es demasiado
pronto. Necesito todavía algo más de tiempo. Tenemos que mantenernos ocultos al
menos veinticuatro horas más. En cuanto haya reclutado a mi ejército, no habrá
nadie que se interponga entre esta ciudad y yo. Presiento que la cosecha de
esta noche será excelente —dijo más para convencerse a sí mismo que por
explicarlo a Marcus.
El caso es que su
humor pareció mejorar.
—Asegúrate de que
estén vigilados en todo momento e informarme de cada uno de sus movimientos.
Sed discretos y que no os vean. Pero sobre todo asegúrate de que se mantengan
alejados de nuestra pista —ordenó el Barón a Marcus.
La puerta
principal de la casa de Jonathan McIntire se abrió. El primero en entrar fue
Germaine Dupont, que lo hizo a empujones de Amos. El mismo Jonathan y Shi Kwei
completaban el número de presentes. El anfitrión dio la luz y las lámparas de
gas iluminaron el lugar. Fueron hasta el salón y una vez allí, Amos
prácticamente arrojó a Germaine sobre uno de los mullidos sillones que se
encontraban en la sala.
—Empieza a
contarme todo lo que sepas —dijo Amos con un tono de voz gélido.
Sus palabras iban
dirigidas al involuntario invitado. Germaine parecía ausente, era difícil
asimilar lo que acababa de vivir. Su mente se negaba a digerir todo aquel
horror.
Amos lo abofeteó
con fuerza, usando el dorso de su mano izquierda. En la otra mano seguía su
escopeta Winchester, de la que no se había separado desde los sucesos de Villa
Carnicero. Germaine volvió a la realidad con el golpe, con una nueva emoción
reflejada en su rostro.
— ¿Por qué
debería contarte nada cuando te has vendido a los blancos? —casi escupió con
desprecio las palabras de su boca.
Un culatazo de
escopeta hizo girar violentamente hacia su derecha la cabeza de Germaine.
Comenzó a salir sangre de su boca y al escupir echó dos dientes.
—Por tu culpa ha
muerto Marguerite y has dejado que conviertan a Rosalie en un maldito monstruo.
Te advierto que no estoy de humor para que me provoques —le gritó Amos.
— ¡Que te jodan,
traidor! Ha llegado la hora de que nuestros enemigos paguen por sus crímenes, y
ni tú ni nadie podrá impedirlo.
Los ojos de
Germaine destilaban fanatismo, y lo que decía era pura bilis.
Amos apoyó el
cañón de su escopeta en la rodilla del muchacho.
—La vida de un
negro es muy jodida Imagínate como puede ser la vida de un negro impedido de
una pierna —amenazó.
Un poco más
alejada de la escena, Shi Kwei intentó dar un paso adelante. No pensaba
permitir la tortura bajo ningún concepto, pero Jonathan puso su mano sobre el
hombro de la china.
—Déjale, hay que
darle un voto de confianza —dijo McIntire en voz muy baja.
Shi no estaba muy
convencida de que aquella fuera una buena idea, pero esperó.
Germaine
continuaba negándose a hablar, aunque su determinación empezaba a desfallecer.
—Si sigues vivo
es porque quiero que cada día de tu pobre y miserable vida recuerdes que fue
por tu culpa que tu hermana y tu prima han muerto. Que fuiste tú quién
voluntariamente entregó a su propia hermana en manos de su verdugo. Va a ser
muy duro vivir con eso —le recordó Amos.
Finalmente,
Germaine se rompió. Las duras afirmaciones y el recuerdo de sus familiares
muertos mellaron su coraza de odio. Como un niño pequeño comenzó a llorar
desconsolado.
—Yo… yo... yo
solo quería lo mejor para ella. Me dijeron que él podía curarla —intentó
excusarse.
— ¡¿Quién es él?!
—gritó Amos con poca paciencia.
Todavía intentó
evitar la respuesta una última vez. Las miradas inquisitivas de Amos, Jonathan
y Shi fueron suficientes para hacer que se rindiera de manera definitiva.
—El Barón Samedí
—dijo hundiendo la cabeza entre sus hombros.
Los ojos de Amos
se abrieron como platos. La sorpresa dejaba entrever que conocía aquel nombre,
por eso McIntire le preguntó al respecto.
— ¿Le conoces?
—Sí, de las
historias que mi abuela me contaba cuando era un niño. Es uno de los Loas,
poderosos espíritus a los que adoran los seguidores del vudú —explicó.
— ¿Vudú?
—preguntó McIntire reconociendo su ignorancia al respecto.
La pregunta quedó
sin respuesta por el momento. Unos fuertes golpes aporrearon la puerta de la
casa y llamaban a voces desde fuera.
— ¡Abran en
nombre de la ley!
Jonathan se fue
de inmediato a una de las amplias ventanas y descorrió la cortina. Desde su
posición pudo ver a un grupo de seis agentes de la oficina del sheriff. Mirando
a Shi Kwei le advirtió:
—Deberías
marcharte discretamente. Voy a abrir la puerta o acabarán derribándola.
La muchacha hizo
caso a la recomendación de su compañero y subió a la segunda planta de la casa
para intentar escapar por el tejado, cubriéndose con las sombras de la noche.
Dejando un tiempo prudencial para Shi, Jonathan McIntire abrió la puerta
principal.
Allí se encontró
a Butch O´Brian, mano derecha del sheriff de la ciudad, y a cinco de sus
hombres. Butch era el jefe de los alguaciles de la ciudad y todos le llamaban
jefe O´Brian. Era de origen irlandés, como delataban su ensortijado pelo rojo y
las facciones de su cara. Jonathan le conocía de cuando trabajaba para el
banco. Sabía que por lo general O´Brian estaba más preocupado de cobrar los
sobornos de las bandas irlandesas de la ciudad que de hacer cumplir la ley.
— ¿En qué puedo
ayudarles? —preguntó Jonathan con cara de pocos amigos.
—Tiene usted que
acompañarnos a la oficina del sheriff. Y sus amigos también —respondió chulesco
Butch O´Brian.
McIntire miró a
los agentes, como evaluando la situación.
— ¿A cuento de qué?
Los alguaciles
dieron un paso atrás, casi de manera inconsciente. Comenzaban a darse cuenta de
que no era un desgraciado como los que estaban habituados a enfrentarse. Butch
no se amilanó, tenía que dar ejemplo a sus hombres.
—Se le informará
debidamente una vez que lleguemos allí —fue la pobre explicación que dio.
— ¿Y si no quiero
ir?
El tono de reto
en su pregunta era más que evidente.
—Entonces tendré
que llevarles a la fuerza —dijo sin quitar ojo de encima a Jonathan.
— ¿Estás
deteniéndome? —preguntó Jonathan incrédulo.
—Sí, tú y tus
amigos multirraciales sois sospechosos de iniciar los disturbios de Villa
Carnicero.
McIntire bufó,
como hacía siempre que empezaba a perder la paciencia y las buenas formas.
—Tienes muy poca
vergüenza, sobre todo después de que no apareciera ningún policía en el
tiroteo. Pero claro, me imagino que no querías verte obligado a tener que
detener a tus amigos de la Suprema Orden Caucásica.
—No hagas esto
más difícil. Acompañadnos y ya podrás hablar con el sheriff todo lo que se te
apetezca.
Jonathan seguía
dudando del curso de acción que debía tomar. No podía liarse a tiros en medio
de la calle contra los alguaciles. Eso les condenaría a una vida como
forajidos. A él le importaba un bledo, pero no podía tomar la decisión por Amos
y por Shi. Así que optó por la única opción lógica que tenía.
—Está bien, dame
tiempo a que se lo explique a Amos. No será fácil convencerlo después de lo que
ha pasado esta noche. No opondremos resistencia...
Aproximadamente
unos diez minutos más tarde, Shi Kwei veía desde un tejado vecino como los
policías se llevaban escoltados a Jonathan y Amos. De repente se sintió muy
sola, tan sola como no se sentía desde la muerte de sus hermanos en Hong Kong,
antes de iniciar el viaje que la llevaría a aquel extraño país. Si aquella vez
la pena no le impidió continuar con su sagrada misión, esta vez tampoco lo
haría.
Debía encontrar
la manera de ayudar a sus amigos, una tarea nada sencilla. Ella era un extraña
en un mundo extraño, además de ser una inmigrante ilegal en los Estados Unidos.
Escrito por Raúl Montesdeoca
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