Capítulo VI
Marcus entró a la
carrera en una cabaña desvencijada, que en poco o nada se diferenciaba del
montón de casuchas de mala muerte de Villa Carnicero. Quizás su único signo
distintivo es que no compartía parcela con ninguna otra construcción, algo muy
poco habitual. En el interior cuatro hombres de raza negra muy altos portaban
escopetas recortadas y unos afilados machetes colgaban de sus cintos. Ninguno
de ellos hizo gesto alguno ni reaccionó ante la entrada de Marcus. Los ojos de
aquellos individuos carecían de brillo y parecían ausentes.
El recién llegado
rodó la única mesa del lugar y levantó una raída alfombra. Bajo ella se reveló
una trampilla de piedra. Marcus tiró de la robusta anilla de hierro que la
abría, levantando la pesada losa sin apenas esfuerzo. Con un ágil brinco se
introdujo por el túnel al que daba acceso, y desapareció como si se lo hubiera
tragado la tierra.
Uno de los cuatro
hombres que vigilaban el lugar comenzó a moverse. Sin que nadie se lo indicara
cerró la trampilla, extendió nuevamente la alfombra y colocó la mesa encima,
dejando la escena tal y como estaba minutos antes. Todo el proceso fue
realizado con movimientos mecánicos, como una rutina repetida muchas veces.
A
toda velocidad recorrió el laberinto de pasadizos que conducían a la guarida de
su amo y señor. Marcus era uno de sus sirvientes más antiguos. Él era de los
pocos que sabía su verdadero nombre, pues le había conocido en Nueva Orleans
como Jacques Martel. Ya era un poderoso hechicero vudú antes de que Marie
Laveau se fijara en él. Sus habilidades como bokor y su total carencia de escrúpulos le habían catapultado hacia
arriba en la organización de la Reina del Vudú. Hasta tal punto se había ganado
la confianza de Laveau, que cuando ésta decidió poner San Francisco bajo su influencia,
encargó la empresa a Jacques. Para ello le había otorgado el regalo de la
inmortalidad, haciéndolo renacer como vampiro.
Marcus había
tenido la suerte de ser elegido por Jacques para ser parte de sus hombres de
confianza, y también había recibido de él la vida eterna.
Entró
atropelladamente en la cámara, que estaba barrocamente decorada con telas y
paños de chillones colores por doquier. Su señor se encontraba en una amplia
cama que presidía la estancia. Dos jóvenes negras compartían lecho con él. Una
lamía el cuerpo del hombre con evidente apatía; la segunda tenía la mirada
perdida en algún lugar del techo, drogada o quizás muerta, descendiendo por su
cuello se veían sendos hilillos de sangre a medio coagular.
— ¡Monsieur
Jacques, nos atacan! —advirtió Marcus.
Con gesto de
disgusto le reprochó a su siervo:
— ¡Maldita sea!
¿Cuantas veces voy a tener que decirte que me llames Barón Samedí? No creo que
sea tan difícil de recordar.
—Perdón Barón
Samedí. Son los Jinetes Nocturnos, están atacando nuestro territorio.
Con un gesto
displicente de su mano, el falso Barón Samedí quitó importancia al asunto.
—Lo sé. Fui yo
quien les envió una carta para explicarles que estábamos aquí y que las muertes
del Dixieland habían sido por mi voluntad.
La cara de Marcus
era un poema, saltaba a la legua que no entendía nada. El autoproclamado Barón
Samedí rió burlonamente al ver el estupor de su lacayo.
—No te preocupes,
mi fiel Marcus. Es normal que no lo comprendas. Y eso es así porque yo decido
que lo sea. Tú sólo debes saber lo que yo quiero que sepas. Ni más ni menos.
Eras uno de mis sirvientes más despiertos y por eso te recompensé. Quizás me
equivoqué al elegirte para la eternidad, porque veo que aún sigues anclado en
tu corta visión de humano. No has evolucionado.
Marcus agachó la
cabeza, avergonzado.
—Lo siento,
monsieur. No pretendía contrariarle.
—Y no lo has
hecho. ¿Qué importancia tiene si los Jinetes Nocturnos matan a unas cuantas
decenas de esos pobres miserables que habitan sobre nosotros? Viven hacinados y
con peores condiciones que las ratas. Les hacemos un favor al dejar que esos
predecibles fanáticos acaben con sus trágicas existencias. Nos vendrá de perlas
para los planes de nuestra señora en esta ciudad. ¿Sabes qué es lo malo de
hacer zombies?
Fotograma de American Horror Hystory |
—N...no —fue lo
único que acertó a decir Marcus ante la inesperada pregunta.
—Que necesitas
cadáveres frescos. Así que o te armas de paciencia y esperas a que la dama de
la guadaña haga su trabajo, un proceso largo y tedioso como supondrás, o bien
organizas una buena masacre para ganar tiempo. Esta segunda opción tiene el
inconveniente de que las muertes suelen levantar las sospechas de los humanos.
No quiero cometer los mismos errores que los Drácula y que nos acaben
rastreando esos malditos cazadores. Por eso dejaremos que los iluminados del
Reverendo Gloom nos hagan el trabajo sucio. Cada baja de esta noche formará
mañana parte de nuestro ejército, y lo mejor de todo es que no tenemos que
hacer absolutamente nada.
Marcus asintió,
tragando saliva. Él estaba lejos de ser un santo, pero le costaba asimilar las
malvadas implicaciones del plan. Le asustaba la absoluta despreocupación que su
señor sentía por la vida de otros. No eran más que objetos para usar en su plan
de conquista. Se preguntó si, llegado el momento, él también sería sacrificado.
Pocas dudas le quedaron que así sería, si con ello Jacques Martell obtenía
algún beneficio.
—Además —continuó
explicando el Barón Samedí—, los habitantes de Villa Carnicero se lanzarán a
mis brazos en busca de justicia y venganza. Saben que ya castigué una vez los
crímenes de los racistas de la Orden y que puedo volver a hacerlo. Nuestros
fieles se multiplicarán y no quedará un lugar en esta apestosa ciudad que
escape al control de Madame Laveau. San Francisco caerá en mis manos como fruta
madura. Ahora deja de preocuparte tanto por esos insectos y diviértete.
¿Quieres comer algo? —le preguntó burlón señalando a las dos jóvenes que yacían
junto a él.
Shi Kwei tuvo que
usar el cuerpo del caballo derribado como improvisado parapeto para refugiarse
de la lluvia de balas que le cayó, por ser la más cercana a los enemigos. Los
tiros llegaban de todas partes y le impidieron moverse del sitio. La muchacha
trató de alejarse. Cuando lo intentó, un proyectil le rozó el brazo izquierdo, causándole
una herida superficial que hizo brotar la sangre.
Jonathan McIntire
disparó dos veces en rápida sucesión y derribó a uno de los enmascarados, que
quedó en el suelo retorciéndose de dolor y agarrándose con fuerza el muslo que
le habían agujereado.
Amos tiró de la
palanca de su escopeta de repetición, sin dejar de caminar hacia los Jinetes
Nocturnos por pleno centro de la calle En cuanto el nuevo cartucho estuvo listo
para su uso, lanzó una nueva descarga contra el objetivo con el que había
fallado en la anterior ocasión. Esta vez consiguió alojarle en el pecho la
mayor parte de las postas, con tanta fuerza que lo hizo caer de su caballo.
Estaba muerto antes de tocar tierra.
— ¡No les matéis!
Son solo humanos —imploró Shi Kwei.
Amos no pareció
escucharla, o no le importó mucho el consejo de su compañera, porque volvió a
disparar su arma, aunque no consiguió acertar a ningún enemigo.
— ¿Se lo has
dicho a ellos? Porque no parece que tengan las mismas preocupaciones que tú
—preguntó Jonathan McIntire retóricamente a Shi.
El ímpetu de la
carga de los Jinetes Nocturnos empezaba a perder impulso. Con un compañero
muerto y tres con graves heridas o múltiples contusiones, los asaltantes
decidieron frenar su avance y concentrarse en disparar contra sus enemigos. Una
cosa había que reconocerles, no desfallecían. Cualquier otro se habría batido
ya en retirada, pero ellos decidieron quedarse y luchar, a pesar de lo poco
halagüeña que era su situación.
Jonathan McIntire
sabía que la pequeña victoria podía ser efímera. Sus disparos se habían
camuflado entre los que realizaban las otras partidas de Jinetes Nocturnos que
aterrorizaban el vecindario. Mas el resto no tardarían en darse cuenta de que
sus correligionarios estaban siendo atacados. Y cuando los cogieran entre dos
fuegos, estarían muertos más rápido de lo que tarda un mexicano en beberse un
tequila.
Dos encapuchados,
los que habían encabezado la carga y habían sido derribados del caballo por la
maniobra de Shi Kwei, intentaron volver a ponerse en pie. Aprovechando el
momentáneo respiro que le daban sus atacantes, la joven china dejó su precario
refugio y se echó encima del más cercano antes de que terminara de levantarse.
Descargó un golpe de arriba hacia abajo con su brazo derecho, que acertó con la
base de la palma de su mano en la sien del individuo. Quedó inconsciente y no
volvió a dar ningún problema. El segundo de ellos ya había recuperado la
verticalidad. Shi no se lo pensó un segundo, impulsándose con todas las fuerzas
que pudo sacar de sus atléticas piernas, se fue a por él. El miembro de los
Jinetes Nocturnos apuntó hacia ella. En el momento en que la muchacha oyó el
sonido del percutor del revólver de su adversario, se lanzó hacia delante
realizando un barrido con los pies. Pudo notar como el aire vibraba cuando el
proyectil pasó muy cerca de su cara. El pistolero no podía creer que hubiese
fallado el tiro y trató de disparar una segunda vez, pero antes de poder
hacerlo cayó de bruces. Shi Kwei se puso en pie como un gato y propinó a su
adversario un golpe en la base del cráneo que lo dejó fuera de combate.
McIntire hizo
tronar su revólver dos veces más. Su segundo tiro hizo volar el arma de las
manos de su oponente. Amos no se anduvo con tanto miramiento y, sin ninguna
piedad, prácticamente reventó a uno de los heridos con un tiro a bocajarro.
El castigo era ya
demasiado, incluso para la inquebrantable moral de los fanáticos Jinetes
Nocturnos. Se dieron la vuelta y huyeron por donde habían venido. Amos disparó
su último cartucho, antes de que salieran de su rango, La rociada de plomo
alcanzó en parte a uno de los jinetes que escapaban, hiriéndolo, pero no tanto
como para derribarlo.
Jonathan gritó a
sus compañeros.
—Pongámonos a
cubierto antes de que lleguen los demás. Ya hemos suficiente el loco esta
noche. Tenemos el cupo cubierto por varios meses —dijo mirando a Amos.
Amos no
respondió. Comenzó a recargar su escopeta de repetición y simplemente se
dirigió al interior de la cabaña de los Dupont. Cuando estaba en la puerta
preguntó a sus compañeros:
— ¿Necesitáis una
invitación por escrito para entrar o qué?
—No estaba muy
seguro de que quisieras mi compañía —respondió Jonathan.
—Aquí estaremos a
salvo si llegan más de esos bastardos. En caso de que intenten entrar, se
encontrarán con el infierno esperándolos —dijo mientras accionaba la palanca de
su escopeta.
Shi Kwei se
preguntó si estaban perdiendo a Amos. Aquél no era el hombre que ella conocía.
Tanta rabia y sufrimiento lo estaban cambiando, Y no solo a él, Jonathan
parecía también más huraño y desconfiado que nunca.
Continuará…
Escrito por Raúl Montesdeoca
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