Capítulo III
Ruben Limes vigilaba la calle a través de la única ventana de la que disponía el bar Dixieland. Esa noche debían tener especial cuidado, por eso el local permanecía cerrado y solo se permitía el acceso a gente de confianza. Estaba particularmente atento a los pocos transeúntes que aún se veían en el exterior, por si se formaba algún grupo o tumulto. Hasta el momento todo estaba tranquilo.
—Relájate un
poco, Ruben. No va a haber problemas. Nadie se atreverá a venir, no están tan
locos como para querer ganarse la ira de la Orden.
El que hablaba
era Roscoe Kimbro, un matón que estaba con la Orden por la impunidad que le
brindaba. Estaba muy bien relacionado con los peces gordos de la organización,
precisamente por su falta de escrúpulos y porque siempre estaba disponible para
cualquier asunto, por muy turbio que fuera este.
—No sé, me parece
que no deberíamos habernos reunido hoy.
Marcelus Edwards
se unió a la conversación.
—Precisamente hoy
es cuando más necesario se hace reunirse. Tenemos que ponernos de acuerdo para
que las coartadas sean sólidas.
Marcelus era
abogado. No es que fuera rico, pero empezaba a despuntar entre la flor y nata
de la ciudad. No disimulaba sus ansias de ser congresista y hablaba siempre
como si tuviera la respuesta a todo.
—¿Para qué necesitamos
coartada? ¿Está husmeando la policía? —preguntó Ruben preocupado, sin dejar de
mirar por la ventana.
—Habrá una
investigación, eso es seguro. Los hechos son demasiado notorios como para
pasarlos por alto. De todas maneras, aquí está Stanton, de la oficina del
alcalde. Seguro que nos contará novedades con más detalle, en cuanto empiece la
reunión —explicó Marcelus mirando su caro reloj de bolsillo.
—No se atreverán
a detenernos. ¿Verdad? —insistió Ruben.
—Tenemos maneras
de protegernos, pero eso no quita que estemos preparados para cualquier
eventualidad —le respondió el abogado.
Roscoe le dio la
razón a Marcelus.
—Lo importante es
que nadie se salga del guión y mantener la calma.
—Alguien se
acerca —advirtió un Ruben evidentemente nervioso.
Roscoe y Marcelus
se acercaron al hueco de la ventana.
—Joder Ruben, ya
te dije que te tranquilizaras. Solo es Glover Post. ¿Es que no lo reconoces?
Ruben dio un
suspiro de alivio. Fue hasta la puerta, desatrancó la cerradura y dejó pasar a
Glover.
—Llegas tarde, estamos
a punto de empezar. Tienes suerte de no haberte quedado fuera. Una vez
comencemos, nadie entra ni sale del local. Son las reglas, deberías saberlo.
A Glover Post no
pareció importarle lo más mínimo la reprimenda de su compañero. Sin decir
palabra entró en el bar y se quedó mirando a todos los presentes, una docena en
total. Ruben volvió a cerrar la puerta y dio varias vueltas a la llave. Regresó
junto a Roscoe y Marcelus.
—Pues si crees
que yo estoy nervioso, deberías ver a Glover. Está pálido como el papel —le
dijo Ruben a Roscoe.
—No es nada que
no se le quite con un buen par de vasos de whiskey. Glover es un pie tierno y
estará impresionado por la fiesta de anoche —se burló el matón.
—¿A dónde
demonios va Glover? Si acaba de llegar —preguntó Marcelus extrañado.
Los otros dos
contertulios miraron hacia la puerta. Ruben, que era el encargado de la
vigilancia, se acercó hasta Glover.
—¿Vas a volver a
salir? Te advierto que si no estás aquí en dos minutos, no podrás volver a
entrar. Ya estamos todos y esto empezará de un momento a otro.
—Tengo algo que
hacer —dijo con voz fría y carente de entonación alguna.
Sin más
explicaciones que esa, abrió la puerta. Ruben pudo ver cómo, tras cerrarla, se
dirigió a un carromato que estaba aparcado al otro lado de la calle.
Stanton Retchless
llamó la atención de sus compañeros.
—Caballeros, si
son tan amables... Tenemos mucho trabajo por delante —dijo, invitando al resto
a que se le unieran.
Ruben Limes
volvió a echar un vistazo por la ventana, maldiciendo por lo bajo lo inoportuno
de la salida de Glover. Observó cómo aquel rebuscaba algo bajo la lona que
cubría el carro sin capota. Finalmente se desentendió del asunto y cogió una
silla para ir a sentarse con los demás. No era su problema, ya le echarían a
Glover la bronca cuando regresara.
Si Ruben Limes se
hubiese fijado en aquel momento que la llave que cerraba la puerta del local no
estaba en la cerradura, quizás las cosas hubieran terminado de manera
diferente. Pero no lo hizo.
—Iré directamente
al grano, señores. La situación es complicada, la noticia es portada en todos
los diarios de la ciudad y ha llamado demasiado la atención. Es año de
elecciones y el gobernador tiene miedo a una revuelta de los negros. De cara a
la galería intentará quedar bien, para salir reelegido con sus votos. Por
suerte, contamos con hombres en el gobierno que apoyan nuestra causa y estamos
sobre aviso. Es fundamental que cuando abandonemos el local, cada uno de
nosotros tenga absolutamente claro lo que debe decir, en el caso de que fueran
interrogados —comenzó a explicar Stanton.
—¿Se sabe si
piensan enviar a algún marshall?
—preguntó Marcelus Edwards.
—Algunos
oportunistas así lo han pedido, aunque nuestros contactos han podido impedirlo.
Hasta el momento se han conformado con que la policía de San Francisco
investigue los hechos y se envíe un informe detallado al despacho del
gobernador con las conclusiones. Me imagino que no hace falta deciros que hay que
asegurarse de que ese informe no revele nada incriminatorio.
—Eso puede ser
más difícil de lo que parece. Muchos en la ciudad sospechan que ha sido cosa
nuestra —puntualizó Gray Sandilands, otro de los presentes.
—Yo me encargaré
de que nadie de aquí se vaya de la lengua. El resto solo tienen sospechas que
no pueden probar. Íbamos enmascarados, así que nadie puede habernos reconocido
—dijo Roscoe, mirando su revólver.
—Aun así, Gray
tiene razón en que somos los principales sospechosos. Hay que ser muy cuidadoso
con lo que se dice. Marcelus y yo hemos preparado la coartada. Estad atentos y
abrid bien los oídos, porque la seguridad de la Orden está en juego. Y con
ella, también la nuestra propia —advirtió el teniente de alcalde Stanton.
—¿Qué coño es ese
olor? —interrumpió alguien.
—Huele a quemado
—dijo Marcelus Edwards.
Ruben Limes miró
instintivamente hacia la puerta. Pequeños zarcillos de un humo blanco y espeso
comenzaban a colarse bajo la rendija de la puerta del bar. Como un resorte se
acercó a toda prisa a la ventana y, a través de los bastidores, pudo ver la
anaranjada luminosidad de las llamas, que empezaban a extenderse por el porche
del Dixieland. Se quedó paralizado al encontrar a Glover Post vertiendo el
contenido de un bidón de petróleo para lámparas por todo el frente del local.
El pánico se
apoderó de los hombres y se precipitaron en tromba sobre la puerta. El pánico
se transformó en puro terror cuando encontraron la puerta atrancada y sin llave
alguna.
Roscoe Kimbro
empujó a Ruben de la ventana y trató de abrirla. Desde fuera, Glover se dio
cuenta de sus intenciones. Con una fuerza inusitada lanzó el pesado bidón de
petróleo contra el marco, bañándolo con una cortina de fuego. Roscoe tuvo que
retroceder ante el embate del insoportable calor. Disparó varios tiros contra
el traidor Glover. No estaba dispuesto a dejar con vida al maldito bastardo.
Estaba seguro de que le había dado de lleno con las tres balas, Roscoe nunca
fallaba. Pero el hijo de puta no se inmutó. Simplemente se dio la vuelta y volvió
de nuevo al carromato, para coger un nuevo bidón de petróleo. Roscoe comenzaba
a perder la cordura. Quizás el demonio exigía finalmente que pagara por sus
pecados. Quizás su madre tenía razón cuando hablaba del fuego de la
condenación, después de todo.
—¿Por qué? —aulló
Roscoe.
Glover Post
regresó con más combustible. Se quedó mirando unos instantes a Roscoe, y, a
pesar del ensordecedor crepitar de las llamas, se hizo oír. Con una voz gutural
que no era la suya.
—El barón Samedí
lo ordena.
Continuó con su
siniestra labor, añadiendo más alimento para las feroces llamas.
Los gritos de
horror, dolor y desesperación provenientes del Dixieland desgarraron el
silencio de la noche. El fuego comenzó a extenderse con una voracidad tremenda.
Cuando el incendio llegó a la trastienda, donde se almacenaba todo el alcohol,
una enorme bola de fuego iluminó el cielo nocturno.
Al poco llegaron
cuatro agentes de policía a la dantesca escena. El fuego parecía una criatura
viva, que danzaba al compás que le marcaba el viento, mientras iba reduciendo a
cenizas el bar Dixieland. Los policías no podían dar crédito a que el causante de
aquella locura permaneciera impasible. Seguía en medio de la calle y aún
llevaba en las manos el segundo bidón de petróleo, con el que había empapado
las maderas del viejo local. Uno de ellos le dio el alto y le ordenó que
levantara las manos.
Glover Post tardó
en darse cuenta de la presencia de los hombres de la ley; estaba ensimismado
contemplando las llamas, que devoraban en su interior a sus compañeros de la
Suprema Orden Caucásica. Se giró muy despacio y desenfundó el revólver con
total parsimonia.
No hubo más
oportunidades, dos de los policías abrieron fuego. Glover disparó el arma e
hirió a uno de los policías. Los agentes respondieron con una nueva y rotunda
descarga de balas, que sacudieron a Glover como una piñata, haciéndolo caer. A
pesar de haber recibido un castigo suficiente para tumbar a toda una escuadra,
el muy cabrón volvía a intentar ponerse en pie para apuntar el revólver
nuevamente.
No fue hasta que
le reventaron la cabeza de un balazo que el cuerpo de Glover Post encontró el
descanso final sobre el polvoriento y sucio suelo de las calles de San
Francisco.
Continuará…
Escrito por Raúl Montesdeoca
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