martes, 17 de marzo de 2015

Weird West: Esclavos de la Oscuridad Cap. 4






Capítulo IV

 

 

Shi Kwei contemplaba plácidamente el bello jardín. Aquel lugar siempre conseguía transmitirle paz, por eso gustaba de pasar tiempo allí cuando disponía de él. Le traía gratos recuerdos de su niñez en la ahora lejana China. Era una hermosa isla secreta en un océano gris; solo posible gracias a la fortuna de Mr. Wong, que lo usaba como un símbolo de poder, para intimidar a rivales o impresionar a los clientes. Hoy no estaba allí por placer, había sido llamada.

De un destartalado edificio de madera situado en el límite oeste de la propiedad salió un hombre. Metidos dentro de la faja, que mostraba su pertenencia a una de las triadas tong, podían verse un cuchillo largo y un revólver. No había razón para ser discreto, estaban en el corazón del barrio chino. Era el territorio de Mr. Wong, su fortaleza. Ni siquiera los agentes de la ley osaban poner un pie en aquel lugar si no habían sido invitados previamente. Chinatown era una ciudad dentro de la ciudad, con normas y culturas diferentes.

—Mr. Wong quiere verte —se limitó a decir el sicario.

Asintió y dejó que el hombre la guiara, aunque conocía de sobras el camino. Casi había dejado su vida en el sitio.

Llegaron hasta el pequeño despacho en el que Mr. Wong trataba sus asuntos. Era un hombre de contrastes; su lugar de trabajo no podía parecer más viejo y destartalado, pero sus vestimentas gritaban que era un hombre muy rico. Siempre de la seda más cara, plagada de lujosos bordados y eternamente verde, el color de su sociedad secreta.

—Déjanos solos —ordenó a su subalterno.

Mr. Wong no era un hombre muy alto, ni especialmente fornido. Pero tenía un aire de autoridad indudable. Su palabra era ley en Chinatown. No siempre era un hombre justo, pero era la única justicia que los chinos podían esperar en estas tierras, siendo ciudadanos de segunda clase como eran. Por eso todos respetaban a Mr. Wong, incluso Shi Kwei, que hizo una reverencia al entrar en su despacho.

—Bienvenida a mi casa, Shi Kwei. Es siempre un honor recibir tal insignes visitas.

El jefe de los tong no solía ser tan amable, pero la deuda de gratitud que tenía con la joven muchacha era grande. De no haber sido por ella, lo más probable era que a estas alturas deambulara por el mundo como un muerto viviente.

Shi Kwei hizo caso omiso a los halagos, permaneciendo en respetuoso silencio. Hacía lo que hacía porque era su obligación, porque era para lo que había sido entrenada desde que tenía uso de razón.

—Te he pedido que vinieras por dos motivos. El primero de ellos es notificarte que los restos de Shaitan han sido repartidos entre las sociedades tong de los cuatro confines del país, tal y como nos pediste que hiciéramos.

—¿Todos los mensajeros han confirmado la entrega? —preguntó inquieta Shi Kwei.



—Todos ellos. No ha habido el más mínimo problema —la tranquilizó.

—¿Y cuál es el segundo motivo? —volvió a preguntar la joven.

—También tiene que ver con algo que nos pediste. Llegó hasta nuestros oídos que buscabas información sobre sucesos extraños. Hice correr la noticia entre nuestra gente y hay algo que quizás podría interesarte. Un lavandero contó a uno de mis hombres que, hace poco menos de una hora, un hombre incendió un local en el centro, dejando atrapadas a varias personas en el interior.
 

—Es una noticia terrible, pero no sé si es exactamente lo que estaba buscando —dijo Shi Kwei.

—Lo realmente extraño vino después —aclaró Mr. Wong—. Cuatro policías encontraron al hombre que lo hizo, que ni siquiera se molestó en huir. Al parecer opuso resistencia. El lavandero jura y perjura que los policías tuvieron que usar diez balas para acabar con él. Puede que el número exacto de balas sea algo exagerado; pero tal y como me lo contó, estoy seguro que no miente.

Shi Kwei quedó pensativa por unos instantes.

—¿A dónde han llevado el cadáver?

—Supongo que a la morgue. Si quieres ir a echar un vistazo, uno de mis hombres puede llevarte hasta allí o indicarte cómo llegar.

—Será suficiente con lo segundo. Muchas gracias, Mr. Wong —dijo la muchacha, levantándose ya para irse.

—Como verás, me gusta hacerte favores. Quizás algún día debas devolverlos.

La joven se giró antes de marcharse.

—Si esos favores tienen que ver con mi misión, estaré más que encantada de ayudarle. Si no es así, la mía es una tarea sagrada. No hago favores —explicó.

Mr. Wong observó como la muchacha se iba. No había soberbia en sus palabras, simplemente se había limitado a exponer un hecho. El jefe tong no estaba acostumbrado a que la gente no se plegara a sus deseos. Le molestaba particularmente el caso de Shi Kwei, por ser mujer y por ser tan joven. Pero también sabía que era un recurso demasiado valioso como para desperdiciarla por una pataleta de ego.

 

 

 

Shi Kwei entró sigilosamente en la cámara de conservación. No le quedaba otra opción. Seguía siendo una inmigrante ilegal, ya había tenido sus más y sus menos con la policía a su llegada al país. No podía simplemente presentarse allí y pedir que le dejaran ver el cadáver. Pero eso no supuso ningún problema. La vigilancia era cuanto menos deficiente. En el fondo, quién iba a querer robar un cadáver, debieron de haber pensado. No es que se quejara, eso le había facilitado mucho las cosas.

En la estancia había tres cuerpos, cubiertos por sábanas blancas y tumbados sobre camillas metálicas. No era extraño para una ciudad como San Francisco tal número en una noche. Por lo que había oído a los guardias durante su incursión, llegarían muchos más en cuanto se consiguiera apagar el incendio. Tuvo suerte y, al primer intento de levantar el sudario que cubría los cuerpos, halló al que buscaba. Tenía que ser aquel a la fuerza: presentaba innumerables agujeros de bala por toda su anatomía. La cabeza era un espectáculo realmente desagradable de contemplar, estaba deformada por la fuerza de los dos proyectiles, que la habían atravesado de parte a parte. Shi Kwei tocó la fría piel. Demasiado frío para llevar muerto solo una hora, fue su primer pensamiento.

De pronto la retiró como si huyera de la mordedura de una serpiente, aunque el cadáver seguía igual de inmóvil.

Aquel cuerpo no tenía alma. Contrariamente a lo que creían los occidentales, el alma no deja el cuerpo de manera inmediata tras la muerte. Se aferra a él y tarda entre dos o tres días, hasta que parte a su nuevo destino. La única explicación posible era que algo o alguien se la había robado a aquel pobre desgraciado. La temida palabra vino sola a su mente: jiangshi. Los muertos vivientes.

La receta no era exactamente la misma que conocía de los cadáveres vueltos a la vida con los que se había encontrado en China, pero el resultado era muy similar. La extrema palidez del cuerpo era también otro signo inequívoco de que, tal y como les había advertido Zardi, un nuevo mal acechaba en la ciudad. Debía volver urgentemente a casa de Jonathan y contarle lo que acababa de averiguar.

 

 

 

William Helems se apresuró; llegaba tarde. Ya estaba en la cama cuando Jimmy le había levantado, aporreando su puerta. A toda prisa le había dicho que esta noche iban a salir y se había marchado como alma que lleva el diablo. Esa era la seña que indicaba que los Jinetes Nocturnos cabalgarían esta noche. Debía de tratarse de algo gordo o no le habrían sacado del catre a estas horas.

Cuando llegó al establo de Buchting, donde siempre se reunían, vio que era de los últimos en llegar. El lugar era bastante amplio y estaba en un lugar retirado y discreto. Por esa razón había sido elegido como cuartel general de los Jinetes Nocturnos, la guardia pretoriana de la Suprema Orden Caucásica. Se habían congregado unos cuantos aquella noche porque apenas había espacio para moverse. Sobre unos fardos de paja, que servían como improvisado púlpito, pudo ver el reverendo Gloom. Él era la inspiración de los Jinetes Nocturnos, los elegidos de Dios. Una leyenda viva entre el movimiento nacionalista blanco por todo el país. Él era también el pastor que guiaba aquel rebaño de leones. Su mera presencia allí, indicaba que algo grande iba a suceder. El reverendo no solía acudir a las salidas de los jinetes, él era un hombre santo y estaba dedicado por entero a su labor de predicador. Para la lucha ya estaban ellos, los paladines de Dios.

No era precisamente un hombre simpático ni lo parecía; era bastante delgado, con un aspecto casi cadavérico. De rostro alargado y aspecto hosco, mostraba una amplia calva, de cuya parte trasera nacía un pelo completamente cano, que llevaba largo hasta el cuello. Los ojos brillaban con el resplandor divino de aquel que ha visto la Verdad y tiene contacto directo con Dios, nuestro Señor. Eso es lo que creía William de todo corazón, como todos los que se habían congregado a la llamada del hombre santo.

—¡El demonio anida entre nosotros! —gritó el reverendo Gloom, agitando un papel que sujetaba en la mano.

 Las palabras del sacerdote hicieron que los congregados guardaran un silencio sepulcral. Todos y cada uno de ellos oían extasiados las palabras de su profeta.

—¡Aquí tengo la prueba! —Mostró a todos los presentes lo que parecía ser una carta.

Cuando captó la atención de los presentes por completo, volvió a bramar.

—El incendio en el que han muerto nuestros camaradas esta noche no ha sido un accidente. No tenemos pruebas materiales porque es obra del demonio, y Satanás es sutil en sus actos. Pero uno de sus enviados, que se hace llamar Barón Samedí, ha hecho que me llegara esta carta. En ella afirma que él es el nuevo dueño de esta ciudad, y que gente como nosotros sobra. Se ha erigido como caudillo de los negros y ha osado cuestionar nuestro divino derecho a la supremacía. ¿Vamos a permitir que un negro blasfeme de esa manera contra la Palabra de Dios? ¿Permanecerán mis hermanos quietos ante tamaña desobediencia a la ley divina? —preguntaba a sus feligreses, a puro grito y casi al borde del éxtasis.

La sensación era casi palpable y la transmitía a su rebaño. Ése era el don que Dios le había otorgado. El don de la palabra, para mostrar a los hombres el camino verdadero y recto.

—¡No! —gritaron como fieras enfurecidas varias decenas de voces—¡No lo permitiremos!

—Pues entonces, que mis hermanos se cubran con el manto de los justos. Es la hora de cumplir la voluntad de Dios. ¡Los Jinetes Nocturnos cabalgan de nuevo! —animó el reverendo a una audiencia embriagada con su voz.

William Helems imitó a todos sus compañeros. Sacó del chaleco un amplio paño blanco que llevaba oculto. Se quitó el sombrero y se cubrió la cabeza con el trozo de tela. Lo ajustó hasta que los dos únicos y pequeños huecos que tenía la pieza estuvieron justo delante de los ojos. Entonces volvió a calarse bien el sombrero, para asegurarla. Miró al resto de los jinetes nocturnos y realmente eran una visión temible. Tenían el aspecto de espíritus vengadores, porque eso es lo que eran en verdad, se dijo William a sí mismo.

Antes de montar en su caballo se aseguró de que los dos revólveres y el rifle estuvieran listos y bien cargados, además de comprobar que llevaba suficiente munición de repuesto. La noche prometía que iba a ser épica y quería estar preparado. Luchaban contra un demonio.


Continuará…


 

Escrito por Raúl Montesdeoca 
 
*La imagen es un Fotograma de Kung-fu y los 7 Vampiros de Oro

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