Capítulo IV
Shi Kwei contemplaba plácidamente el
bello jardín. Aquel lugar siempre conseguía transmitirle paz, por eso gustaba
de pasar tiempo allí cuando disponía de él. Le traía gratos recuerdos de su
niñez en la ahora lejana China. Era una hermosa isla secreta en un océano gris;
solo posible gracias a la fortuna de Mr. Wong, que lo usaba como un símbolo de
poder, para intimidar a rivales o impresionar a los clientes. Hoy no estaba
allí por placer, había sido llamada.
De un
destartalado edificio de madera situado en el límite oeste de la propiedad
salió un hombre. Metidos dentro de la faja, que mostraba su pertenencia a una
de las triadas tong, podían verse un cuchillo largo y un revólver. No había
razón para ser discreto, estaban en el corazón del barrio chino. Era el territorio
de Mr. Wong, su fortaleza. Ni siquiera los agentes de la ley osaban poner un
pie en aquel lugar si no habían sido invitados previamente. Chinatown era una
ciudad dentro de la ciudad, con normas y culturas diferentes.
—Mr. Wong quiere
verte —se limitó a decir el sicario.
Asintió y dejó
que el hombre la guiara, aunque conocía de sobras el camino. Casi había dejado
su vida en el sitio.
Llegaron hasta el
pequeño despacho en el que Mr. Wong trataba sus asuntos. Era un hombre de
contrastes; su lugar de trabajo no podía parecer más viejo y destartalado, pero
sus vestimentas gritaban que era un hombre muy rico. Siempre de la seda más
cara, plagada de lujosos bordados y eternamente verde, el color de su sociedad
secreta.
—Déjanos solos
—ordenó a su subalterno.
Mr. Wong no era
un hombre muy alto, ni especialmente fornido. Pero tenía un aire de autoridad
indudable. Su palabra era ley en Chinatown. No siempre era un hombre justo,
pero era la única justicia que los chinos podían esperar en estas tierras,
siendo ciudadanos de segunda clase como eran. Por eso todos respetaban a Mr.
Wong, incluso Shi Kwei, que hizo una reverencia al entrar en su despacho.
—Bienvenida a mi
casa, Shi Kwei. Es siempre un honor recibir tal insignes visitas.
El jefe de los
tong no solía ser tan amable, pero la deuda de gratitud que tenía con la joven
muchacha era grande. De no haber sido por ella, lo más probable era que a estas
alturas deambulara por el mundo como un muerto viviente.
Shi Kwei hizo
caso omiso a los halagos, permaneciendo en respetuoso silencio. Hacía lo que
hacía porque era su obligación, porque era para lo que había sido entrenada
desde que tenía uso de razón.
—Te he pedido que
vinieras por dos motivos. El primero de ellos es notificarte que los restos de
Shaitan han sido repartidos entre las sociedades tong de los cuatro confines
del país, tal y como nos pediste que hiciéramos.
—¿Todos los
mensajeros han confirmado la entrega? —preguntó inquieta Shi Kwei.
—Todos ellos. No
ha habido el más mínimo problema —la tranquilizó.
—¿Y cuál es el
segundo motivo? —volvió a preguntar la joven.
—También tiene
que ver con algo que nos pediste. Llegó hasta nuestros oídos que buscabas
información sobre sucesos extraños. Hice correr la noticia entre nuestra gente
y hay algo que quizás podría interesarte. Un lavandero contó a uno de mis
hombres que, hace poco menos de una hora, un hombre incendió un local en el
centro, dejando atrapadas a varias personas en el interior.
—Es una noticia
terrible, pero no sé si es exactamente lo que estaba buscando —dijo Shi Kwei.
—Lo realmente
extraño vino después —aclaró Mr. Wong—. Cuatro policías encontraron al hombre
que lo hizo, que ni siquiera se molestó en huir. Al parecer opuso resistencia.
El lavandero jura y perjura que los policías tuvieron que usar diez balas para
acabar con él. Puede que el número exacto de balas sea algo exagerado; pero tal
y como me lo contó, estoy seguro que no miente.
Shi Kwei quedó
pensativa por unos instantes.
—¿A dónde han
llevado el cadáver?
—Supongo que a la
morgue. Si quieres ir a echar un vistazo, uno de mis hombres puede llevarte
hasta allí o indicarte cómo llegar.
—Será suficiente
con lo segundo. Muchas gracias, Mr. Wong —dijo la muchacha, levantándose ya
para irse.
—Como verás, me
gusta hacerte favores. Quizás algún día debas devolverlos.
La joven se giró
antes de marcharse.
—Si esos favores
tienen que ver con mi misión, estaré más que encantada de ayudarle. Si no es
así, la mía es una tarea sagrada. No hago favores —explicó.
Mr. Wong observó
como la muchacha se iba. No había soberbia en sus palabras, simplemente se
había limitado a exponer un hecho. El jefe tong no estaba acostumbrado a que la
gente no se plegara a sus deseos. Le molestaba particularmente el caso de Shi
Kwei, por ser mujer y por ser tan joven. Pero también sabía que era un recurso
demasiado valioso como para desperdiciarla por una pataleta de ego.
Shi Kwei entró sigilosamente en la
cámara de conservación. No le quedaba otra opción. Seguía siendo una inmigrante
ilegal, ya había tenido sus más y sus menos con la policía a su llegada al
país. No podía simplemente presentarse allí y pedir que le dejaran ver el
cadáver. Pero eso no supuso ningún problema. La vigilancia era cuanto menos
deficiente. En el fondo, quién iba a querer robar un cadáver, debieron de haber
pensado. No es que se quejara, eso le había facilitado mucho las cosas.
En la estancia
había tres cuerpos, cubiertos por sábanas blancas y tumbados sobre camillas
metálicas. No era extraño para una ciudad como San Francisco tal número en una
noche. Por lo que había oído a los guardias durante su incursión, llegarían
muchos más en cuanto se consiguiera apagar el incendio. Tuvo suerte y, al
primer intento de levantar el sudario que cubría los cuerpos, halló al que
buscaba. Tenía que ser aquel a la fuerza: presentaba innumerables agujeros de
bala por toda su anatomía. La cabeza era un espectáculo realmente desagradable
de contemplar, estaba deformada por la fuerza de los dos proyectiles, que la
habían atravesado de parte a parte. Shi Kwei tocó la fría piel. Demasiado frío
para llevar muerto solo una hora, fue su primer pensamiento.
De pronto la
retiró como si huyera de la mordedura de una serpiente, aunque el cadáver
seguía igual de inmóvil.
Aquel cuerpo no tenía
alma. Contrariamente a lo que creían los occidentales, el alma no deja el
cuerpo de manera inmediata tras la muerte. Se aferra a él y tarda entre dos o
tres días, hasta que parte a su nuevo destino. La única explicación posible era
que algo o alguien se la había robado a aquel pobre desgraciado. La temida
palabra vino sola a su mente: jiangshi. Los muertos vivientes.
La receta no era
exactamente la misma que conocía de los cadáveres vueltos a la vida con los que
se había encontrado en China, pero el resultado era muy similar. La extrema
palidez del cuerpo era también otro signo inequívoco de que, tal y como les
había advertido Zardi, un nuevo mal acechaba en la ciudad. Debía volver
urgentemente a casa de Jonathan y contarle lo que acababa de averiguar.
William Helems se apresuró; llegaba
tarde. Ya estaba en la cama cuando Jimmy le había levantado, aporreando su
puerta. A toda prisa le había dicho que esta noche iban a salir y se había
marchado como alma que lleva el diablo. Esa era la seña que indicaba que los
Jinetes Nocturnos cabalgarían esta noche. Debía de tratarse de algo gordo o no
le habrían sacado del catre a estas horas.
Cuando llegó al
establo de Buchting, donde siempre se reunían, vio que era de los últimos en
llegar. El lugar era bastante amplio y estaba en un lugar retirado y discreto.
Por esa razón había sido elegido como cuartel general de los Jinetes Nocturnos,
la guardia pretoriana de la Suprema Orden Caucásica. Se habían congregado unos
cuantos aquella noche porque apenas había espacio para moverse. Sobre unos
fardos de paja, que servían como improvisado púlpito, pudo ver el reverendo
Gloom. Él era la inspiración de los Jinetes Nocturnos, los elegidos de Dios.
Una leyenda viva entre el movimiento nacionalista blanco por todo el país. Él
era también el pastor que guiaba aquel rebaño de leones. Su mera presencia
allí, indicaba que algo grande iba a suceder. El reverendo no solía acudir a
las salidas de los jinetes, él era un hombre santo y estaba dedicado por entero
a su labor de predicador. Para la lucha ya estaban ellos, los paladines de
Dios.
No era
precisamente un hombre simpático ni lo parecía; era bastante delgado, con un
aspecto casi cadavérico. De rostro alargado y aspecto hosco, mostraba una
amplia calva, de cuya parte trasera nacía un pelo completamente cano, que
llevaba largo hasta el cuello. Los ojos brillaban con el resplandor divino de
aquel que ha visto la Verdad y tiene contacto directo con Dios, nuestro Señor.
Eso es lo que creía William de todo corazón, como todos los que se habían
congregado a la llamada del hombre santo.
—¡El demonio
anida entre nosotros! —gritó el reverendo Gloom, agitando un papel que sujetaba
en la mano.
Las palabras del sacerdote hicieron que los
congregados guardaran un silencio sepulcral. Todos y cada uno de ellos oían
extasiados las palabras de su profeta.
—¡Aquí tengo la
prueba! —Mostró a todos los presentes lo que parecía ser una carta.
Cuando captó la
atención de los presentes por completo, volvió a bramar.
—El incendio en
el que han muerto nuestros camaradas esta noche no ha sido un accidente. No
tenemos pruebas materiales porque es obra del demonio, y Satanás es sutil en
sus actos. Pero uno de sus enviados, que se hace llamar Barón Samedí, ha hecho
que me llegara esta carta. En ella afirma que él es el nuevo dueño de esta
ciudad, y que gente como nosotros sobra. Se ha erigido como caudillo de los
negros y ha osado cuestionar nuestro divino derecho a la supremacía. ¿Vamos a
permitir que un negro blasfeme de esa manera contra la Palabra de Dios? ¿Permanecerán
mis hermanos quietos ante tamaña desobediencia a la ley divina? —preguntaba a
sus feligreses, a puro grito y casi al borde del éxtasis.
La sensación era
casi palpable y la transmitía a su rebaño. Ése era el don que Dios le había
otorgado. El don de la palabra, para mostrar a los hombres el camino verdadero
y recto.
—¡No! —gritaron
como fieras enfurecidas varias decenas de voces—¡No lo permitiremos!
—Pues entonces,
que mis hermanos se cubran con el manto de los justos. Es la hora de cumplir la
voluntad de Dios. ¡Los Jinetes Nocturnos cabalgan de nuevo! —animó el reverendo
a una audiencia embriagada con su voz.
William Helems
imitó a todos sus compañeros. Sacó del chaleco un amplio paño blanco que
llevaba oculto. Se quitó el sombrero y se cubrió la cabeza con el trozo de
tela. Lo ajustó hasta que los dos únicos y pequeños huecos que tenía la pieza
estuvieron justo delante de los ojos. Entonces volvió a calarse bien el
sombrero, para asegurarla. Miró al resto de los jinetes nocturnos y realmente eran
una visión temible. Tenían el aspecto de espíritus vengadores, porque eso es lo
que eran en verdad, se dijo William a sí mismo.
Antes de montar
en su caballo se aseguró de que los dos revólveres y el rifle estuvieran listos
y bien cargados, además de comprobar que llevaba suficiente munición de
repuesto. La noche prometía que iba a ser épica y quería estar preparado.
Luchaban contra un demonio.
Continuará…
Escrito por Raúl Montesdeoca
*La imagen es un Fotograma de Kung-fu y los 7 Vampiros de Oro
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