Weird West: Caminante de la piel Cap. 1
Escrito por J.r. Del Río
Prólogo
A la muerte del jefe
Tuekaka de los Nez Percé, le sucedió su hijo Hinmatóowyalahtq̓it (Trueno que baja rodando por la
montaña), más conocido como Jefe Joseph. Hombre de paz, imploró al entonces
presidente Ulysses S. Grant que no les
arrebataran el valle de Wallowa. Éste accedió, y prohibió el establecimiento de
los blancos. Era junio de 1873.
En
1875 se abrió el territorio de Wallowa a la colonización blanca, y en mayo de
1877 fueron enviadas tropas para trasladar a los Nez Percé, a la fuerza, a la
reserva Lapwai. Fue detenido el chamán de la tribu, y les robaron su ganado. En
represalia mataron a once colonos. Con 250 guerreros, 450 no combatientes
(principalmente mujeres y niños) y unos dos mil caballos, decidieron unirse a la
tribu del jefe Looking Glass en Clearwater y desde allí huir a Canadá, buscando
la alianza y protección de Sitting Bull y sus Lakotas.
En
Octubre de ese mismo año, tras cinco meses de guerra, su tribu casi
exterminada, el jefe Joseph se rindió. Sin embargo, otro grupo liderado por
White Bird consiguió llegar hasta Canadá.
Y
otros grupos más pequeños permanecieron en territorio norteamericano, decididos
a lavar con sangre su derrota…
I
Mayo de 1878, en algún lugar al sur de
Montana y al este de las Rocosas…
La
niebla cayó sobre ellos cuando se encontraban en mitad del vado, con el agua
helada hasta medio muslo y los caballos agitándose inquietos bajo las monturas.
Lo cubrió todo en cuestión de segundos, espesando el aire y reduciendo la
visión a unos pocos palmos de distancia. Y junto con la niebla, llegó algo más.
Fueron
los caballos, más sensibles al peligro, a la presencia del depredador, los
primeros en advertir su aparición; corcoveando, negándose a seguir avanzando,
intentando incluso volver grupas.
—Pero,
¿qué infiernos…? —protestó el sargento McCullins, líder de esa pequeña
expedición de seis hombres, enfrascado en una lucha con las riendas de su
aterrada montura.
—
¡He visto algo! —le llegó la voz, un par de yardas por detrás, del cabo Dobson—.
Hay algo en el río…
La
voz del cabo se rompió en un alarido espantoso, al que se sumó el relincho
aterrorizado de su caballo y, también, el ronco gruñido de una bestia. El vado
se llenó de gritos, al principio de espanto, después de agonía. McCullins desenfundó
el Colt y miró por encima del hombro, sin ver nada. Su caballo se encabritó al
fin y el sargento cayó al agua, que ya empezaba a teñirse del color de la
sangre. Sonaron dos disparos, seguidos del alarido de otro de sus hombres
(¿Nolan, Harris, o ese chico pecoso de Kentucky? ¿Cómo saberlo?), y el aullido
triunfal de la bestia invisible. Desesperado, se puso a nadar, a bracear como
un poseso para llegar hasta la orilla opuesta.
Lo
consiguió. Primero sus pies dieron con las piedras del fondo, después tropezó,
gateó y se arrastró sobre el fango. La niebla era menos densa fuera del agua,
permitiéndole ver el entorno que le rodeaba: las amplias extensiones de pradera
salpicadas de bosque, bajo un cielo crepuscular pintado de profético rojo.
Jadeó,
sin resuello. Tras él, los gritos habían cesado y también los relinchos. Algo
agitó las aguas; algo grande que avanzaba por ellas. El sargento buscó su Colt
y descubrió que lo había perdido en el río. Logró incorporarse y echar a
correr. A sus espaldas, algo dejó las aguas y empezó a perseguirlo, a cuatro
patas.
«El
Señor es mi pastor» se encomendó mentalmente a su Dios, sintiendo los pasos de
la bestia cada vez más próximos «…nada me faltará.»
Ahora
podía sentir su resoplar sobre la nuca, caliente y fétido, hediondo de sangre y
carne humana.
«Y
aunque camine por el valle de las sombras, no temeré ningún mal…»
Unas
zarpas lo golpearon por la espalda con una fuerza inconcebible. Antes de que lo
derribasen, unas mandíbulas se cerraron sobre uno de sus hombros como una
trampa para osos, triturando músculo y hueso, alzándolo en vilo como a un
pelele. McCullins se encontró mirando al cielo, luego sacudido de bruces contra
la tierra. Sintió el atroz desgarro de sus tejidos y se revolvió,
ensangrentado, para enfrentarse a la muerte. Vio que ésta tenía ojos amarillos,
fosforescentes, y unas quijadas enormes, pobladas de colmillos, grandes como
puñales…
—Una
jodida masacre.
El
sargento Huxley se apartó del cadáver destrozado. Los pedazos de los cinco
restantes habían sido arrastrados hasta la orilla del río, entre los restos
igualmente mutilados de los caballos. Una orgía dantesca de sangre y entrañas.
—
¿Encontró a McCullins, sargento? —le preguntó el teniente Chance desde su
montura, el único que permanecía impasible frente a la carnicería. Rawlins, el
recluta, ya se había puesto verde y echado hasta la primera papilla. Baker,
Curtis y Colorado, tan veteranos como él, sólo exhibían algo de inquietud.
Estaban acostumbrados a la violencia y a la muerte, pero no a esos niveles de
salvajismo.
—Es
este… creo —Supo que era él por las insignias. Fuera de eso, estaba
irreconocible. Pobre McCullins; qué forma de mierda de dejar el mundo.
—
¿Son todos? ¿Todo el grupo de McCullins? —insistió el teniente, desmontando de
un salto. Era una auténtica montaña de hombre, de más de seis pies de altura y
hombros de leñador, con un rostro que parecía esculpido en un bloque de granito
y mirada gris bajo los pesados párpados, que le daban una apariencia
engañosamente somnolienta. Llevaba un revólver Smith & Wesson «Schofield»
del 45 enfundado sobre la cadera derecha, y el sable de caballería envainado
del otro lado.
—Son
todos, teniente —aseguró el sargento Huxley, que tampoco iba a ponerse a
contarlos trozo por trozo. Algunas aves carroñeras, ahuyentadas por la llegada
de los soldados, ahora reunían coraje para volver a descender sobre el festín.
El sargento las ahuyentó a patadas.
—
¡Largo, largo he dicho! Condenadas alimañas…
—Algo
tienen que comer —gruñó el teniente, volviéndose luego hacia el último miembro
del grupo, que había sido el primero en encontrar la masacre—. ¡Scout!
Doblado
sobre una rodilla, el indio levantó la vista del terreno y las huellas. Era un
joven delgado y vigoroso, de angulosas facciones y larga melena negra, que
llevaba recogida sobre la nuca. Vestía una rara mezcolanza de ropas, con una
ajada casaca del ejército sobre la que colgaba un collar de plumas y amuletos,
pantalones de caza y mocasines. Iba armado con un rifle Winchester y un
cuchillo Bowie, envainado en el cinturón.
—Los
sorprendió en el río —dijo, en un inglés correcto, aunque algo cortado—.
Después persiguió al sargento. Y lo atrapó.
—Eso
se ve. —El teniente Chance paseó sobre el cadáver su mirada perezosa,
deteniéndose en la ristra de intestinos que se secaban al sol—. ¿Quién lo hizo?
—Está
claro que un oso grizzli —dijo Huxley—. ¿O no, Billy?
Billy,
el scout indio, no respondió. Los
dedos de una de sus manos jugueteaban inquietos con los amuletos de su collar,
la otra sujetaba el cañón del rifle.
—Para
mí, esto ha sido cosa de lobos —aventuró Colorado, el trampero de las Rocosas
metido a voluntario del ejército—. Lobos hambrientos.
—No dije que fueran animales.
Y
con esto, Billy se incorporó y alejó unos pasos, dándoles la espalda. Chance
clavó en Huxley una mirada inquisidora.
—
¿Qué le pasa a ese salvaje?
—No
lo sé, lleva actuando raro desde que salimos de Fort Cooke —dijo Huxley, con un
suspiro—. Hablaré con él.
—Hágalo.
Que los hombres sepulten lo que puedan sepultar. Seguiremos viaje cuanto antes.
—
¿Y lo que no se pueda sepultar?
El
teniente Chance miró al cielo, y a las negras aves que en él revoloteaban.
—Algo
tienen que comer, sargento.
Continuará...
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