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martes, 27 de octubre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap. 1





 

 


Weird West: Caminante de la piel Cap. 1

Escrito por J.r. Del Río

Prólogo

 

A la muerte del jefe Tuekaka de los Nez Percé, le sucedió su hijo Hinmatóowyalahtq̓it (Trueno que baja rodando por la montaña), más conocido como Jefe Joseph. Hombre de paz, imploró al entonces presidente Ulysses S. Grant  que no les arrebataran el valle de Wallowa. Éste accedió, y prohibió el establecimiento de los blancos. Era junio de 1873.

En 1875 se abrió el territorio de Wallowa a la colonización blanca, y en mayo de 1877 fueron enviadas tropas para trasladar a los Nez Percé, a la fuerza, a la reserva Lapwai. Fue detenido el chamán de la tribu, y les robaron su ganado. En represalia mataron a once colonos. Con 250 guerreros, 450 no combatientes (principalmente mujeres y niños) y unos dos mil caballos, decidieron unirse a la tribu del jefe Looking Glass en Clearwater y desde allí huir a Canadá, buscando la alianza y protección de Sitting Bull y sus Lakotas.

En Octubre de ese mismo año, tras cinco meses de guerra, su tribu casi exterminada, el jefe Joseph se rindió. Sin embargo, otro grupo liderado por White Bird consiguió llegar hasta Canadá.

Y otros grupos más pequeños permanecieron en territorio norteamericano, decididos a lavar con sangre su derrota…

 


 

I

 

Mayo de 1878, en algún lugar al sur de Montana y al este de las Rocosas…

 

La niebla cayó sobre ellos cuando se encontraban en mitad del vado, con el agua helada hasta medio muslo y los caballos agitándose inquietos bajo las monturas. Lo cubrió todo en cuestión de segundos, espesando el aire y reduciendo la visión a unos pocos palmos de distancia. Y junto con la niebla, llegó algo más.

Fueron los caballos, más sensibles al peligro, a la presencia del depredador, los primeros en advertir su aparición; corcoveando, negándose a seguir avanzando, intentando incluso volver grupas.

—Pero, ¿qué infiernos…? —protestó el sargento McCullins, líder de esa pequeña expedición de seis hombres, enfrascado en una lucha con las riendas de su aterrada montura.

— ¡He visto algo! —le llegó la voz, un par de yardas por detrás, del cabo Dobson—. Hay algo en el río…

La voz del cabo se rompió en un alarido espantoso, al que se sumó el relincho aterrorizado de su caballo y, también, el ronco gruñido de una bestia. El vado se llenó de gritos, al principio de espanto, después de agonía. McCullins desenfundó el Colt y miró por encima del hombro, sin ver nada. Su caballo se encabritó al fin y el sargento cayó al agua, que ya empezaba a teñirse del color de la sangre. Sonaron dos disparos, seguidos del alarido de otro de sus hombres (¿Nolan, Harris, o ese chico pecoso de Kentucky? ¿Cómo saberlo?), y el aullido triunfal de la bestia invisible. Desesperado, se puso a nadar, a bracear como un poseso para llegar hasta la orilla opuesta.

Lo consiguió. Primero sus pies dieron con las piedras del fondo, después tropezó, gateó y se arrastró sobre el fango. La niebla era menos densa fuera del agua, permitiéndole ver el entorno que le rodeaba: las amplias extensiones de pradera salpicadas de bosque, bajo un cielo crepuscular pintado de profético rojo.

Jadeó, sin resuello. Tras él, los gritos habían cesado y también los relinchos. Algo agitó las aguas; algo grande que avanzaba por ellas. El sargento buscó su Colt y descubrió que lo había perdido en el río. Logró incorporarse y echar a correr. A sus espaldas, algo dejó las aguas y empezó a perseguirlo, a cuatro patas.

«El Señor es mi pastor» se encomendó mentalmente a su Dios, sintiendo los pasos de la bestia cada vez más próximos «…nada me faltará.»

Ahora podía sentir su resoplar sobre la nuca, caliente y fétido, hediondo de sangre y carne humana.

«Y aunque camine por el valle de las sombras, no temeré ningún mal…»

Unas zarpas lo golpearon por la espalda con una fuerza inconcebible. Antes de que lo derribasen, unas mandíbulas se cerraron sobre uno de sus hombros como una trampa para osos, triturando músculo y hueso, alzándolo en vilo como a un pelele. McCullins se encontró mirando al cielo, luego sacudido de bruces contra la tierra. Sintió el atroz desgarro de sus tejidos y se revolvió, ensangrentado, para enfrentarse a la muerte. Vio que ésta tenía ojos amarillos, fosforescentes, y unas quijadas enormes, pobladas de colmillos, grandes como puñales…

 
 

—Una jodida masacre.

El sargento Huxley se apartó del cadáver destrozado. Los pedazos de los cinco restantes habían sido arrastrados hasta la orilla del río, entre los restos igualmente mutilados de los caballos. Una orgía dantesca de sangre y entrañas.

— ¿Encontró a McCullins, sargento? —le preguntó el teniente Chance desde su montura, el único que permanecía impasible frente a la carnicería. Rawlins, el recluta, ya se había puesto verde y echado hasta la primera papilla. Baker, Curtis y Colorado, tan veteranos como él, sólo exhibían algo de inquietud. Estaban acostumbrados a la violencia y a la muerte, pero no a esos niveles de salvajismo.

—Es este… creo —Supo que era él por las insignias. Fuera de eso, estaba irreconocible. Pobre McCullins; qué forma de mierda de dejar el mundo.

— ¿Son todos? ¿Todo el grupo de McCullins? —insistió el teniente, desmontando de un salto. Era una auténtica montaña de hombre, de más de seis pies de altura y hombros de leñador, con un rostro que parecía esculpido en un bloque de granito y mirada gris bajo los pesados párpados, que le daban una apariencia engañosamente somnolienta. Llevaba un revólver Smith & Wesson «Schofield» del 45 enfundado sobre la cadera derecha, y el sable de caballería envainado del otro lado.

—Son todos, teniente —aseguró el sargento Huxley, que tampoco iba a ponerse a contarlos trozo por trozo. Algunas aves carroñeras, ahuyentadas por la llegada de los soldados, ahora reunían coraje para volver a descender sobre el festín. El sargento las ahuyentó a patadas.

— ¡Largo, largo he dicho! Condenadas alimañas…

—Algo tienen que comer —gruñó el teniente, volviéndose luego hacia el último miembro del grupo, que había sido el primero en encontrar la masacre—. ¡Scout!

Doblado sobre una rodilla, el indio levantó la vista del terreno y las huellas. Era un joven delgado y vigoroso, de angulosas facciones y larga melena negra, que llevaba recogida sobre la nuca. Vestía una rara mezcolanza de ropas, con una ajada casaca del ejército sobre la que colgaba un collar de plumas y amuletos, pantalones de caza y mocasines. Iba armado con un rifle Winchester y un cuchillo Bowie, envainado en el cinturón.

—Los sorprendió en el río —dijo, en un inglés correcto, aunque algo cortado—. Después persiguió al sargento. Y lo atrapó.

—Eso se ve. —El teniente Chance paseó sobre el cadáver su mirada perezosa, deteniéndose en la ristra de intestinos que se secaban al sol—. ¿Quién lo hizo?

—Está claro que un oso grizzli —dijo Huxley—. ¿O no, Billy?

Billy, el scout indio, no respondió. Los dedos de una de sus manos jugueteaban inquietos con los amuletos de su collar, la otra sujetaba el cañón del rifle.

—Para mí, esto ha sido cosa de lobos —aventuró Colorado, el trampero de las Rocosas metido a voluntario del ejército—. Lobos hambrientos.

   —No dije que fueran animales.

Y con esto, Billy se incorporó y alejó unos pasos, dándoles la espalda. Chance clavó en Huxley una mirada inquisidora.

— ¿Qué le pasa a ese salvaje?

—No lo sé, lleva actuando raro desde que salimos de Fort Cooke —dijo Huxley, con un suspiro—. Hablaré con él.

—Hágalo. Que los hombres sepulten lo que puedan sepultar. Seguiremos viaje cuanto antes.

— ¿Y lo que no se pueda sepultar?

El teniente Chance miró al cielo, y a las negras aves que en él revoloteaban.

—Algo tienen que comer, sargento.
 
Continuará...
 
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