Weird West: Caminante de la piel Cap. 2
Escrito por J.r. Del Rio
No era mucho lo que quedaba para enterrar, en efecto, pero eso no impidió a los soldados quejarse —entre ellos y por lo bajo— mientras cavaban la fosa común y bebían furtivos tragos de una petaca de aguardiente.
—Como si no tuviésemos bastante con los renegados asesinos de Cuchillo Rojo —mascullaba Baker, con la boca llena de tabaco—, que también podemos acabar en el estómago de un jodido oso grizzly.
—Que fueron lobos —insistió Colorado, sudando copiosamente bajo el sol de media mañana—. Esto ha sido obra de una jauría de lobos muertos de hambre.
—¡Eh, Rawlins! —llamó Curtis, con el cigarro colgando de la boca—. ¿A qué esperas para traerlo?
El joven recluta venía dando tumbos, arrastrando por el brazo lo poco que había quedado de McCullins.
—Creo que voy a volver a enfermar…
—¡Venga, recluta, si ya no debe quedarte nada en las tripas!
—No digas esa palabra, Curtis…
—¿Cuál, «tripas»?
Una ruidosa arcada fue la respuesta. Colorado resopló.
—A este paso no acabaremos nunca.
—¿Sabéis qué es lo que me toca las bolas? —Baker escupió hacia un lado y entrecerró los ojos bajo el sol, dando un largo beso a la petaca—. Que nosotros estemos aquí, haciendo de enterradores, mientras ese indio roñoso descansa a la sombra.
Miraba en dirección a Billy, el scout, que seguía alejado del grupo, con la vista perdida hacia lontananza. Y que así permaneció, hasta que el sargento Huxley le dijo, acercándose por detrás:
—Algo te inquieta.
El nativo asintió con un gruñido, sin volverse. El sargento se paró a su lado. Componían una curiosa pareja: tan altivo y espigado el primero, regordete y algo encorvado el suboficial nacido en Maryland, veterano de las guerras Indias y la Civil. Un hombre que no había conocido otra familia que el ejército, ni otro medio de vida que la guerra.
—¿No crees que hayan sido animales? —No obtuvo respuesta, y eso lo animó a proseguir—: Billy, sé que Cuchillo Rojo y su banda han hecho cosas terribles, pero esto…
—Has oído lo que se cuenta sobre Cuchillo Rojo, sobre él y el brujo que lo aconseja.
Huxley asintió.
—Que él y los suyos se ocultaron en las montañas, después de la derrota en Bear Paw. Dos docenas de guerreros, heridos y medio muertos de hambre. Nadie pensó que sobrevivirían al invierno.
—Pero lo hicieron. —Billy se volvió y Huxley retrocedió, impresionado por la negra intensidad de su mirada—. Apenas un puñado, menos de la mitad de los que huyeron, bajaron de las montañas con el deshielo. A sembrar el horror y la muerte. Mucho más fuertes y feroces.
—¿Estás diciendo que esta masacre fue cosa de ellos?
Antes de que Billy pudiese responderle, algo atrajo su atención.
—¿Qué porquerías indias llevas aquí? —Se trataba de Baker, que había dejado a sus compañeros echando las últimas paladas de tierra sobre la fosa para acercarse a la montura de Billy, que ahora revisaba con descaro—. ¡Creí que ya te habíamos civilizado!
—Deja mis cosas.
El corpulento soldado no se dio por aludido: miró dentro de las alforjas, adornadas con símbolos tribales, y manoseó el asta de una larga lanza que llevaba colgada de los arreos, con la punta envuelta en una funda de piel. El scout fue hacia él con el ceño fruncido, seguido de cerca por Huxley, quien ya preveía problemas.
—¿Y qué me dices de esto? —se burló—. ¿Cuántas guerras tenemos que ganarles para que aprendan que un palo con punta no puede hacer nada contra una bala?
—Deja mis cosas —repitió Billy, y esta vez apartó a Baker de un empellón. Éste retrocedió dos pasos, sorprendido por el ímpetu del joven nativo. Luego lo miró con los ojos entornados, y una sonrisa de desprecio.
—Oblígame, salvaje.
—Baker, me parece que has pasado demasiado tiempo al sol —intervino el sargento, que ya había visto ese brillo en los ojos del scout y sabía que no presagiaba nada bueno para quien tuviese delante—. Ve al río a refrescarte las ideas, ¿vale?
—Como digas, sargento.
Pero al pasar junto a Billy, Baker se volvió para sorprenderlo con un puñetazo a traición, derribándolo. Después le soltó una patada en las costillas.
—¡A mí ningún jodido y sucio indio me dice qué hacer! —exclamó; y acompañó el insulto con otra patada que hizo rodar por tierra a Billy, que quedó hecho un ovillo. Pero cuando una tercera patada salió buscando su cabeza, logró detenerla. Atrapó la pierna de Baker entre las manos y, con un rápido giro, lo derribó de espaldas. El soldado gritó y Billy se le fue encima con la agilidad de un puma y descargó una lluvia de puñetazos sobre él.
—Suficiente, Billy —dijo Huxley cuando, tras el quinto puñetazo, la cabeza de Baker rebotaba contra la tierra sin que éste pudiese hacer nada por protegerse—. ¡Billy!
Éste dejó de golpear. Bajo él, la faz rubicunda de Baker aparecía salpicada de sangre, que manaba de la nariz y también de un corte en un pómulo. Ya estaba por quitarse de encima cuando la diestra del soldado se movió, en busca del Colt. Baker no llegó a sacarlo de la funda. Una fría sensación en el cuello lo hizo detenerse: era el cuchillo de Billy, aparecido como por arte de magia en la mano, y cuya hoja apretaba ahora contra su piel.
—¿Qué me decías de las balas, blanco idiota? —le susurró, enseñando sus dientes en una mueca feroz.
Sonó el estampido de un disparo, que acabó en la tierra junto a los dos combatientes. El teniente Chance avanzaba a lomos de su imponente yegua blanca, al paso y con el revólver humeando en la mano. Baker apartó la mano del suyo, Billy se separó de él y envainó el cuchillo.
—¡Vuelvan al trabajo! —ordenó el sargento al resto de los hombres, atraídos por la pelea como moscas por la mierda fresca—. Se acabó el espectáculo. ¡Vamos!
—¿Qué ha pasado aquí, sargento? —preguntó con calma el teniente, devolviendo el Schofield a su funda. Sus ojos fueron del maltratado rostro del soldado al del scout, que le sostenía la mirada en actitud desafiante.
—Sólo un malentendido, teniente. Nada más que eso.
—Ya veo. ¡Baker!
—¡Señor! —El soldadote se envaró lo mejor que pudo, mareado como estaba por la paliza.
—La próxima vez que empiece una pelea, más le vale ganarla. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Vaya a lavarse. Avergüenza al uniforme en ese estado.
—Sí, señor. —Y se dio la vuelta, dirigiéndose al río. Billy permaneció donde estaba, sin apartar la vista.
—Scout.
—Teniente.
—La próxima vez que amenace a uno de mis hombres con su cuchillo, me encargaré de hacerlo azotar. ¿Entendido?
A Huxley le impresionó la transformación sufrida por su oficial superior: los rasgos aparecían tirantes, desfigurados por una emoción mucho más poderosa que el simple desprecio exhibido por Baker. En sus ojos, normalmente fríos, ardía el odio.
—Sí, teniente —respondió Billy, obviando el «señor».
—Ahora fuera de mi vista. Prepárense para seguir viaje.
—Como si no tuviésemos bastante con los renegados asesinos de Cuchillo Rojo —mascullaba Baker, con la boca llena de tabaco—, que también podemos acabar en el estómago de un jodido oso grizzly.
—Que fueron lobos —insistió Colorado, sudando copiosamente bajo el sol de media mañana—. Esto ha sido obra de una jauría de lobos muertos de hambre.
—¡Eh, Rawlins! —llamó Curtis, con el cigarro colgando de la boca—. ¿A qué esperas para traerlo?
El joven recluta venía dando tumbos, arrastrando por el brazo lo poco que había quedado de McCullins.
—Creo que voy a volver a enfermar…
—¡Venga, recluta, si ya no debe quedarte nada en las tripas!
—No digas esa palabra, Curtis…
—¿Cuál, «tripas»?
Una ruidosa arcada fue la respuesta. Colorado resopló.
—A este paso no acabaremos nunca.
—¿Sabéis qué es lo que me toca las bolas? —Baker escupió hacia un lado y entrecerró los ojos bajo el sol, dando un largo beso a la petaca—. Que nosotros estemos aquí, haciendo de enterradores, mientras ese indio roñoso descansa a la sombra.
Miraba en dirección a Billy, el scout, que seguía alejado del grupo, con la vista perdida hacia lontananza. Y que así permaneció, hasta que el sargento Huxley le dijo, acercándose por detrás:
—Algo te inquieta.
El nativo asintió con un gruñido, sin volverse. El sargento se paró a su lado. Componían una curiosa pareja: tan altivo y espigado el primero, regordete y algo encorvado el suboficial nacido en Maryland, veterano de las guerras Indias y la Civil. Un hombre que no había conocido otra familia que el ejército, ni otro medio de vida que la guerra.
—¿No crees que hayan sido animales? —No obtuvo respuesta, y eso lo animó a proseguir—: Billy, sé que Cuchillo Rojo y su banda han hecho cosas terribles, pero esto…
—Has oído lo que se cuenta sobre Cuchillo Rojo, sobre él y el brujo que lo aconseja.
Huxley asintió.
—Que él y los suyos se ocultaron en las montañas, después de la derrota en Bear Paw. Dos docenas de guerreros, heridos y medio muertos de hambre. Nadie pensó que sobrevivirían al invierno.
—Pero lo hicieron. —Billy se volvió y Huxley retrocedió, impresionado por la negra intensidad de su mirada—. Apenas un puñado, menos de la mitad de los que huyeron, bajaron de las montañas con el deshielo. A sembrar el horror y la muerte. Mucho más fuertes y feroces.
—¿Estás diciendo que esta masacre fue cosa de ellos?
Antes de que Billy pudiese responderle, algo atrajo su atención.
—¿Qué porquerías indias llevas aquí? —Se trataba de Baker, que había dejado a sus compañeros echando las últimas paladas de tierra sobre la fosa para acercarse a la montura de Billy, que ahora revisaba con descaro—. ¡Creí que ya te habíamos civilizado!
—Deja mis cosas.
El corpulento soldado no se dio por aludido: miró dentro de las alforjas, adornadas con símbolos tribales, y manoseó el asta de una larga lanza que llevaba colgada de los arreos, con la punta envuelta en una funda de piel. El scout fue hacia él con el ceño fruncido, seguido de cerca por Huxley, quien ya preveía problemas.
—¿Y qué me dices de esto? —se burló—. ¿Cuántas guerras tenemos que ganarles para que aprendan que un palo con punta no puede hacer nada contra una bala?
—Deja mis cosas —repitió Billy, y esta vez apartó a Baker de un empellón. Éste retrocedió dos pasos, sorprendido por el ímpetu del joven nativo. Luego lo miró con los ojos entornados, y una sonrisa de desprecio.
—Oblígame, salvaje.
—Baker, me parece que has pasado demasiado tiempo al sol —intervino el sargento, que ya había visto ese brillo en los ojos del scout y sabía que no presagiaba nada bueno para quien tuviese delante—. Ve al río a refrescarte las ideas, ¿vale?
—Como digas, sargento.
Pero al pasar junto a Billy, Baker se volvió para sorprenderlo con un puñetazo a traición, derribándolo. Después le soltó una patada en las costillas.
—¡A mí ningún jodido y sucio indio me dice qué hacer! —exclamó; y acompañó el insulto con otra patada que hizo rodar por tierra a Billy, que quedó hecho un ovillo. Pero cuando una tercera patada salió buscando su cabeza, logró detenerla. Atrapó la pierna de Baker entre las manos y, con un rápido giro, lo derribó de espaldas. El soldado gritó y Billy se le fue encima con la agilidad de un puma y descargó una lluvia de puñetazos sobre él.
—Suficiente, Billy —dijo Huxley cuando, tras el quinto puñetazo, la cabeza de Baker rebotaba contra la tierra sin que éste pudiese hacer nada por protegerse—. ¡Billy!
Éste dejó de golpear. Bajo él, la faz rubicunda de Baker aparecía salpicada de sangre, que manaba de la nariz y también de un corte en un pómulo. Ya estaba por quitarse de encima cuando la diestra del soldado se movió, en busca del Colt. Baker no llegó a sacarlo de la funda. Una fría sensación en el cuello lo hizo detenerse: era el cuchillo de Billy, aparecido como por arte de magia en la mano, y cuya hoja apretaba ahora contra su piel.
—¿Qué me decías de las balas, blanco idiota? —le susurró, enseñando sus dientes en una mueca feroz.
Sonó el estampido de un disparo, que acabó en la tierra junto a los dos combatientes. El teniente Chance avanzaba a lomos de su imponente yegua blanca, al paso y con el revólver humeando en la mano. Baker apartó la mano del suyo, Billy se separó de él y envainó el cuchillo.
—¡Vuelvan al trabajo! —ordenó el sargento al resto de los hombres, atraídos por la pelea como moscas por la mierda fresca—. Se acabó el espectáculo. ¡Vamos!
—¿Qué ha pasado aquí, sargento? —preguntó con calma el teniente, devolviendo el Schofield a su funda. Sus ojos fueron del maltratado rostro del soldado al del scout, que le sostenía la mirada en actitud desafiante.
—Sólo un malentendido, teniente. Nada más que eso.
—Ya veo. ¡Baker!
—¡Señor! —El soldadote se envaró lo mejor que pudo, mareado como estaba por la paliza.
—La próxima vez que empiece una pelea, más le vale ganarla. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Vaya a lavarse. Avergüenza al uniforme en ese estado.
—Sí, señor. —Y se dio la vuelta, dirigiéndose al río. Billy permaneció donde estaba, sin apartar la vista.
—Scout.
—Teniente.
—La próxima vez que amenace a uno de mis hombres con su cuchillo, me encargaré de hacerlo azotar. ¿Entendido?
A Huxley le impresionó la transformación sufrida por su oficial superior: los rasgos aparecían tirantes, desfigurados por una emoción mucho más poderosa que el simple desprecio exhibido por Baker. En sus ojos, normalmente fríos, ardía el odio.
—Sí, teniente —respondió Billy, obviando el «señor».
—Ahora fuera de mi vista. Prepárense para seguir viaje.
—¿Cuáles son sus órdenes, teniente? —preguntó el sargento Huxley cuando ya estaban todos montados y listos para continuar.
—Seguir adelante con la misión.
—Pero parte de la misión era reunirnos con los hombres de McCullins…
—Obviamente, eso no podrá ser. Seguiremos solos.
Huxley dio un vistazo a su espalda donde, unas yardas más atrás, aguardaban Baker, Colorado, Curtis, Rawlins —que seguía pálido— y, algo apartado de ellos, Billy.
—Con el debido respeto, teniente… Sin la gente de McCullins somos apenas siete.
—Un buen número. Los renegados de Cuchillo Rojo no son muchos más que nosotros. Y confío en que cada uno de mis hombres vale por al menos tres de esos salvajes semidesnudos.
Huxley se guardó de decirle que esos «salvajes semidesnudos» conocían el terreno mejor que cualquier blanco, que habían sobrevivido a uno de los inviernos más crudos de los que se tenía memoria —posiblemente, devorándose entre ellos mismos— y que, de las tres expediciones militares que salieran en su búsqueda desde principios de año, ninguna había regresado. Tomando su silencio como confirmación a sus palabras, el teniente ordenó:
—Dígale al indio que empiece a buscar rastros, que es la única razón por la que está aquí. ¡No regresaré a Fort Cooke sin la cabellera de Cuchillo Rojo!
Unos momentos más tarde, la partida volvía a ponerse en marcha. Seguían cabalgando hacia el norte, cada vez más lejos del territorio civilizado.
Continuará...
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