Capítulo XII
La vida se le escapaba por momentos.
Jonathan McIntire podía notar los crujidos de sus propias vértebras. La presión
de las garras del vampiro se intensificaba y los pulmones le ardían por dentro,
debido a la falta de oxígeno. No podía esperar ninguna piedad ni clemencia en
su captor. No había espacio para sentimientos de ese tipo en la faz del muerto
viviente. Con las neblinas de la inconsciencia bordeando el campo de visión,
Jonathan intentó nuevamente liberar el brazo en el que portaba el colt. Una vez
más resultó imposible, era como tratar de mover una montaña.
Amos
continuaba postrado, luchando para intentar recuperar el control del cuerpo,
que parecía negarse a obedecer. Sudaba copiosamente y los dientes le rechinaban
por el esfuerzo. No era una pugna únicamente a nivel físico, el duelo de
voluntades contra el Barón Samedí era titánico. Incluso inclinado ante su
enemigo, una chispa de rabia le ardía en el corazón. Se negaba a rendirse
definitivamente. No estaba dispuesto a ceder hasta que hubiera echado el último
aliento.
Shi
Kwei todavía conseguía mantener a los zonbi a raya, mas no sin tener que ir
cediendo terreno palmo a palmo. El muro detrás de ella estaba cada vez más
cerca, y entonces ya no habría ningún lugar al que retirarse.
McIntire
giró la cabeza a la derecha, uno de los pocos movimientos que podía permitirse
hacer estando inmovilizado por la presa del vampiro Marcus. Se percató de que
tenía al Barón Samedí en línea de tiro. Era un intento desesperado. Corrigió
como pudo la trayectoria del cañón con la muñeca, a pesar de que sentía que de
un momento a otro los huesos iban a astillarse.
Disparó
dos veces e impactó en pecho y cuello del hechicero no muerto, que dio un
respingo por la sorpresa y el dolor que causaban los proyectiles.
―¡Maldito
idiota! ―gritó enfurecido Samedí―. ¿Realmente pretendías acabar conmigo? Ni
siquiera has usado balas de plata. Ha sido un gesto muy estúpido y me aseguraré
de que pagues por ello.
Marcus aflojó
momentáneamente la presión ante la inesperada reacción del humano. Miró en
dirección a Samedí y los ojos se le abrieron como platos, al contemplar un
detalle que hubiese pasado inadvertido para cualquier otro. Uno de los impactos
de McIntire había hecho trizas el collar de huesos de su amo y yacía ahora en
el suelo, a escasos metros de donde se encontraba. Engarzado en el collar
estaba la pequeña bolsa de cuero, el gris―gris
a través del cuál Samedí tenía control sobre él.
En un solo
segundo, miles de pensamientos y posibilidades cruzaron por el cerebro de Marcus.
La decisión fue rápida, era una ocasión única. Pasaría una eternidad hasta que
tuviera la libertad tan al alcance de la mano. El Barón no parecía haberse dado
cuenta de que había perdido sus abalorios y Marcus tenía la ventaja de su
parte.
Dejó caer como un
guiñapo a McIntire, el cual agradeció como nunca el dulce aire que trataba de
inspirar a grandes bocanadas. Marcus hizo uso de su inhumana velocidad y se
abalanzó sobre el amuleto, que asió con fuerza entre sus manos.
―¡Estúpido! ¿Por
qué has abandonado tu puesto? ―le recriminó el Barón Samedí.
El hechicero se
llevó de manera inconsciente la mano al cuello, como hacía siempre que ordenaba
algo a su siervo. Una mueca de preocupación se dibujó en su rostro cuando no
encontró más que aire en el lugar donde debía estar el collar. El gesto se fue
tornando en auténtica rabia cuando vio la sonrisa desafiante de Marcus, con el
amuleto gris aferrado en su puño.
―¡Traidor! ¡Lo
echarás todo a perder! ―gritó henchido de odio.
El Barón Samedí
se lanzó sobre el rebelde lacayo y comenzó la lucha entre los dos no muertos.
Se hacía difícil ver qué era lo que estaba sucediendo realmente, para el ojo
humano no era más que una maraña de garras y colmillos que se movían a una
velocidad asombrosa. Una horrenda cacofonía de gruñidos inhumanos llenó la
estancia. Se revolvían como dos fieras salvajes, hincando mordiscos allí dónde
alcanzaban y rasgando la carne de su adversario con las afiladas uñas que
poseían. Eran la misma furia desatada del infierno.
Para Amos fue
como si le hubiesen quitado una losa de encima. Notó un agradable hormigueo y
como el calor le iba volviendo a las extremidades. Comenzaba a recuperar el
movimiento. El Barón Samedí no podía mantener la concentración del hechizo
vudú, enzarzado en un combate a muerte con Marcus. Tenía otras preocupaciones
más urgentes. Sin perder más tiempo del estrictamente necesario, volvió a coger
la escopeta Winchester. Con manos aún temblorosas cargó cinco cartuchos
especiales de sal en el arma. Puso una rodilla en tierra y apoyó el codo en la
otra pierna para ganar algo de estabilidad al apuntar, ya que los músculos no
terminaban de responder del todo. Descargó sin pausa una lluvia de sal sobre
los zonbi que comenzaban a rodear a Shi Kwei. Muchos de ellos cayeron fulminados.
Los que no lo hicieron, quedaron aturdidos, con movimientos torpes y lentos.
Para Shi no fue un gran problema acabar con los que quedaban en pie.
En aquel instante
un rugido de triunfo atrajo la atención de los cazadores.
Era el Barón
Samedí. Celebraba con el gutural aullido su victoria sobre el traidor Marcus,
que se hallaba tendido a sus pies, con el cuello tan destrozado que la cabeza
seguía unida al cuerpo por meros jirones de carne.
―No necesito
sirvientes, no necesito zonbi, no me hace falta nadie para acabar con vuestra
patética existencia ―amenazó con un tono que helaba la sangre en las venas.
Shi Kwei no se
dejó amedrentar. Desde que tenía uso de razón había sido entrenada para
enfrentarse a las fuerzas oscuras. Poseía el conocimiento de muchas generaciones
de cazadores de vampiros, miembros de su familia que la habían precedido en la
sagrada misión. Cargó contra la criatura del infierno, embistiendo con la hoja
derecha al frente. El vampiro esquivó hacia el lado contrario y la muchacha
descargó un tajo con la izquierda, anticipándose a su reacción. Consiguió abrir
una buena brecha en uno de los costados del monstruo, que aulló nuevamente,
aunque esta vez no fue de triunfo sino de dolor.
El Barón Samedí
lanzó un manotazo tratando de ahuyentar la fuente de su tormento. Shi Kwei
intentó bloquear el barrido. Aunque no se llevó el golpe de lleno, resultó
derribada por la increíble fuerza que poseía aquella monstruosidad. Samedí ya
no hablaba ni profería amenazas. Su mente se había retrotraído a un estado
prácticamente animal. Apenas quedaban en él más que instintos y una furia y una
violencia desatadas.
Jonathan McIntire
disparó desde el suelo. La bala atravesó el hombro derecho de la bestia con
forma de hombre. Una picadura de mosquito para aquel engendro, pero lo
suficiente como para que centrara la atención sobre él. El odio que había en la
mirada del monstruo superaba toda descripción. Quizás los últimos restos de
humanidad que quedaban en su consciencia se preguntaban porqué seguía luchando
aquel ser débil y a las puertas de la muerte, a sabiendas de que no podía
herirlo.
El Barón Samedí
llegó a ver como Amos se le echó encima demasiado tarde. El joven supo ver la
ventaja que le proporcionó el disparo de McIntire. Blandiendo una afilada
estaca de madera con ambos brazos, a modo de la lanza corta, la clavó en el
pecho del vampiro. El monstruo abrió los ojos de forma desmesurada y por unos
momentos pareció que se le iba a romper la mandíbula, de tanto que la estiró
por el gesto de agónico dolor que sintió. De inmediato comenzó a lanzar
zarpazos para defenderse y alejarse de Amos. El muchacho de piel de ébano iba a
tener unas cuantas nuevas cicatrices de las que presumir, si lograba sobrevivir
a este día, cosa que aún estaba por ver.
La estaca de
madera seguía incrustada en el pecho del Barón Samedí, pero no había conseguido
atravesar del todo el corazón del monstruo. Aunque le ardía el pecho como si
una lanza al rojo vivo le atravesara, todavía se mantenía en pie. Su ferocidad
parecía haberse esfumado. Miró a su alrededor y vio como McIntire volvía a
disparar contra él. Para su tranquilidad solamente se oyó el ruido del
mecanismo del arma, pero no detonó ningún proyectil. Se había quedado sin
munición. Amos estaba malherido pero no derrotado, y la china ya intentaba
volver a ponerse nuevamente en pie. El vampiro comenzó rápidamente a considerar
la posibilidad de una retirada por primera vez.
Reuniendo las
fuerzas que le quedaban, se dirigió renqueando hacia el túnel de salida. Debía
huir para vivir y poder luchar otro día. Planearía su venganza y les haría
pagar todos los inconvenientes que había sufrido, con creces.
Cuando ya casi
podía alcanzar con las manos el inicio de su vía de escape, notó una ligera
vibración en el aire detrás de él. Momentos después cayó hacia delante como un
saco de patatas, con una de las espadas cortas de plata de Shi Kwei
profundamente enterrada en su espalda. Su inhumana resistencia no pudo soportar
más castigo y abandonó la existencia como no muerto sin proferir un triste
sonido.
Marie Laveau se
agitó inquieta en su lecho. Se incorporó y quedó sentada sobre el cómodo
colchón, descansando los brazos sobre sus rodillas. A pesar de que las ventanas
y contraventanas de su lujoso dormitorio se encontraban cerradas, podía notar
el sofocante efecto del calor y de la bochornosa humedad de Nueva Orleans en la
habitación. Sus movimientos despertaron a Pierre, un hermoso joven de raza
negra que dormía a su lado.
―¿Qué ocurre
madame? Aún es de día ―preguntó extrañado.
―Jacques ha
muerto.
―¿Quién es ése?
―El que envié
como mi representante para que se hiciera con el control de San Francisco
―explicó la sensual mulata.
―Oh, lo siento.
¿Teníais un especial apego por él?
―En realidad no.
Jacques era un advenedizo que me apoyó contra Salomé porque le convenía. Creí
ver en él las cualidades para ser un buen general, pero está visto que me
equivoqué. Si hay algo que lamentar, es que no haya cumplido su objetivo. En
esa ciudad hay mucho poder. Drácula lo sabía, por eso la eligió para regresar
del infierno. Las balanzas de poder están cambiando entre los clanes
vampíricos, quién se haga con el control de San Francisco dispondrá de una
enorme ventaja respecto al resto.
Pierre asintió,
comprendiendo.
―Tendremos más
oportunidades. Al fin y al cabo, nos sobra el tiempo. ―dijo Laveau, mostrando
sus afilados colmillos con una impúdica sonrisa dibujada en sus carnosos
labios.
La conversación
hizo que Ferdinad también se despertara en el otro lado de la cama.
―¿Qué sucede?
―preguntó somnoliento.
―Nada que deba
preocuparte, mon amour ―respondió
mientras le acariciaba lascivamente la entrepierna bajo las sábanas.
¿FIN?
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