Hace más de un año, en el antiguo blog de la Garra, se publicó un serial protagonizado por el mítico personaje clásico y de aventuras Allan Quatermain, relacionándolo con el universo de La Garra. Hemos decidido recuperarlo aquí, para los que os lo perdisteis en su momento. Disfrutadlo.
La Tribu de la Araña Parte 1
Escrito por Miguel Ángel Naharro. Ilustración de Jacobo Glez.
Murudu permanecía
con los ojos cerrados mientras la sacerdotisa le pintaba con las pinturas de
color rojo los ornamentos y los símbolos, en especial, la gran araña dibujada
amenazante sobre la frente del líder de la tribu africana de los Vikunga.
La anciana terminó
el ritual y depositó en la pierna del hombre un puñado de arañas, grandes y
peludas tarántulas, venenosas y letales, que recorrieron su cuerpo
tranquilamente, hasta quedarse posadas en sus hombros.
Los ojos del jefe
de la tribu se abrieron repentinamente y agarró una de las arañas, levándola
con sus dedos; la araña no reaccionó violentamente, ni intentó escapar cuando
el hombre se la llevó a la boca, así que comenzó a masticarla y a devorarla, siguiéndole
después el resto de arañas.
Sintió como la
adrenalina se le disparaba en el cuerpo; una fuerza y vitalidad que le recorría
por completo, insuflándole un poderío que jamás creyó poseer.
—Ya estás preparado, gran Murudu, la
diosa-araña esta de tu parte y nada podrá derrotarte. —observó con
adulación la anciana con una sonrisa macabra e inquietante, mostrando todos los
dientes que conservaba, pese a la edad, inmaculados.
La anciana respondía al
nombre de Araye, y calentó en un pequeño fuego unos hierros hasta que estos se
pusieron el rojo vivo por el calor.
Araye le clavó los
delgados hierros en el pecho, hundiéndolos en la piel como el cuchillo se
hundía en la mantequilla.
Increíblemente, no sintió
ningún dolor, ni la sangre brotó de las heridas realizadas.
—La diosa premia a sus seguidores, y
nada podrá ya vencerte ni pararte, todas las tribus doblarán la rodilla ante tu
poder, incluso el hombre blanco retrocederá ante tu avance.
Murudu se retiró los
hierros con las manos y los dejó en un lado de la tienda. Su ceño se frunció.
—El hombre
blanco… —se quedó pensativo unos instantes. — ¡Sí! Acabaremos con ellos, los
expulsaremos de nuestras tierras para que no vuelvan jamás o los mataremos y
saciaremos nuestra sed de sangre con su propia carne…
Salió de la cabaña y pudo
contemplar con orgullo los cientos y cientos de guerreros que acampaban,
velando armas y deseosos de seguir sus ordenes sin cuestionarlas.
Un montículo de piedra
negra, con el sagrado símbolo de la diosa araña, presidía el poblado.
Meses atrás, su tribu era
una más entre las del continente, antes de la llegada de Araye a su pequeño
poblado. Como curandera, se ganó enseguida la confianza de Mbalo, el líder de
la tribu, y entró en su círculo más cercano.
La anciana poco a poco
intentó influenciarle, y acabó siendo la consejera del jefe de la tribu; no de
forma oficial, pero todo el mundo sabía que lo era.
Su lugarteniente era
Murudu, y cuando Mbalo no siguió los consejos de la anciana, que la apremiaban
a acabar con sus tribus vecinas y reunir un ejército que sirviese a la diosa
araña, a quien Mbalo no reconocía, fue en su segundo al mando en quien se fijó
Araye.
Un día, la anciana le
regaló unas piedras ornamentales llenas de pinturas a Mbalo, disculpándose por
su atrevimiento; este las aceptó, junto a sus disculpas de buen grado y las
colocó en el interior de su cabaña. Cuando descansaba a la noche siguiente, las
piedras se abrieron y, de dentro de las mismas, surgieron unas extrañas y
abominables arañas, que le picaron, dejándole paralizado con su veneno. Lentamente
le fue consumiendo por dentro hasta dejarlo convertido en una carcasa vacía y
putrefacta.
Al día siguiente, Murudu
fue nombrado el nuevo señor de la tribu, e instauró la única religión posible,
el único dios al que podían adorar fue, a partir de entonces y para siempre la diosa araña.
El líder
tribal elevó su lanza y su escudo y como un solo hombre, sus innumerables
guerreros se alzaron como uno solo.
Y mientras tanto, Araye
sonreía con una mueca desagradable y repulsiva.
El cazador
inglés se inclinó y observó el terreno, se apoyó en su rifle y se volvió a
levantar. Era un hombre con el cabello encanecido, y con una barba a juego; sus
días de juventud ya eran cosa del pasado.
—Un sendero
tembo. —indicó a uno de los hombres que le acompañaban.
El hombre, algo entrado
en carnes, y que parecía completamente fuera de lugar puso cara de extrañeza.
— ¿Tembo?
—Un sendero
de elefantes. —contestó un nativo africano que se les acercó, lo que hizo
incomodar al hombre. Era alto y fuerte, y apoyaba un hacha en sus grandes
hombros.
—No tema,
señor Keth, Umslopogaas no se come a nadie, en su tribu hace tiempo que se dejó
de comer carne humana…
La cara de Keth fue todo
un poema, y Allan Quatermain se echó a reír. Su amigo africano le imitó.
—Será mejor
que no nos alejemos, en otra ocasión le llevaré a cazar elefantes, pero nos
esperan en el fuerte.
Keth tragó saliva y
asintió. Siguió a Quatermain y a su amigo africano a reunirse con los
porteadores y la pareja de soldados ingleses que les acompañaban en su viaje.
Se internaron en la frondosa
selva, cruzando al lado de árboles con troncos enormes como casas, gruesas raíces,
cantos de pájaros y gritos de monos que se movían de rama en rama de los
árboles.
Tras caminar durante unas
horas, Umslopogaas se detuvo ante el tronco de un árbol, observando algo que le
acababa de llamar la atención.
Allan Quatermain se puso
a su lado y sus ojos se posaron en una marca tallada en el tronco, era una
especie de forma, que le asemejaba a una araña y un símbolo que la envolvía.
— ¿Cuál es su
significado, Umslopogaas? —preguntó el inglés.
El africano pareció rezar
a alguno de sus dioses y después se volvió hacia el cazador.
—Es dawa,
Macumazahn[1].
Quatermain se quitó su
sombrero y se acarició su barba, dawa era un término para referirse a las
fuerza mágicas. Según algunas creencias tribales, se encontraba en todas
partes, en las plantas, en la tierra, en los animales, en el cielo.
— ¿De qué
tipo de dawa hablamos?
Una sombra cruzó en el
rostro del africano.
—De la peor
posible, la más oscura y terrible.
Quatermain se volvió a
poner su sombrero y sujetó su rifle, observando como uno de los soldados le hacía
indicaciones de que volviesen a unirse a ellos.
—Vámonos,
amigo mío. —dijo con un mal presentimiento que comenzó a crecer en su interior.
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