Capítulo IX
Amos y Jonathan
compartían el escaso espacio de la celda en la que habían sido confinados. Tan
solo dos losas de piedra que hacían las veces de camastros, sobre las que se
habían depositado unos jergones de paja, eran los únicos elementos que rompían
aquel pequeño cubículo.
—Ahora que
tenemos algo de tiempo, me gustaría que me hablases más de ese Barón
comosellame y del vudú. Antes no pudimos terminar la conversación —comentó
Jonathan.
—Los antiguos
esclavos trajeron sus creencias de África y muchas de ellas se han conservado.
Una es el vudú, la adoración de poderosos espíritus que representan a las
fuerzas de la naturaleza, la vida o la muerte. La figura del Barón Samedí
siempre aparece en los rituales, un bokor o hechicero suele caracterizarse como
él y actúa en su nombre. Pero por la manera en la que Germaine lo dijo, estoy
seguro de que creía que hablaba del verdadero —le explicó Amos.
—Pero no es una
persona real. ¿Verdad? —preguntó McIntire.
—No, por supuesto
que no. No más que Santa Claus, aunque Germaine creyese que sí.
—Lo que es
innegable es que volvemos a tener otro vampiro en la ciudad, como mínimo. Es
demasiada casualidad que ese poderoso hechicero y los malditos chupasangres
hayan aparecido a la vez.
Amos no
respondió. Al menos no de inmediato. Trataba de recordar algo. Era asombroso el
funcionamiento del cerebro humano. Pensaba que ya había olvidado todas las
historias que su abuela solía contarle ante de irse a la cama. Algo pugnaba por
volver a su consciencia.
—Al Barón le
suele seguir una legión de muertos. Es fácil que un vampiro pudiera hacerse
pasar por él y convencer a sus seguidores de que se trata del auténtico Samedí.
—¿Muertos
vivientes? Shi Kwei me comentó algo de eso. El culpable del incendio era un
hombre al que, según ella, le habían arrebatado el alma. Pero no se trataba de
un vampiro. Nos enfrentamos a algo distinto. Shi le dio un extraño nombre chino
que ahora no recuerdo —dijo Jonathan.
—No tengo ni idea
de cómo los llamarán en China, pero mi gente tiene un nombre para ellos, los
zonbi. Según la tradición, son hombres y mujeres devueltos a la vida por la
magia negra de un bokor. Se dice que vuelven como autómatas y que su única
misión es servir al hechicero que posee su alma. Si este Barón Samedí es capaz
de crear zonbi, estamos en un problema muy gordo. Un vampiro hechicero… tiemblo
solo de pensarlo.
A Jonathan
McIntire tampoco le gustaba el tinte que estaban tomando las cosas en su
ciudad.
—Tenemos a un
monstruo capaz de crear un ejército de muertos vivientes suelto por San Francisco.
Y mientras tanto estamos aquí perdiendo un tiempo muy valioso, por culpa de
estos polizontes corruptos. Al menos, ya es de día —dijo mirando por el
ventanuco barrado de la celda.
—Si lo que mi
santa abuela contaba era verdad, que Dios la tenga en su gloria, los zonbi no
tienen esa limitación. Pueden andar a plena luz y tampoco sufren de las filias
y fobias típicas de un vampiro. Creo recordar que eran especialmente
vulnerables a la sal. No sé porqué, pero al parecer rompe el hechizo que les
ata al bokor.
—Si lo que
pretendías era tranquilizarme, ya te aviso que no lo has conseguido —bromeó
McIntire.
—No era mi
intención.
—Todo eso siempre
y cuando los cuentos de tu abuela resulten ser ciertos —apuntilló Jonathan.
—¡Ah, mi abuela!
Debería haber hecho más caso a sus enseñanzas y menos a las bellas muchachas de
la plantación. Era una gran mujer, y muy sabia también. Hacía pócimas y
fabricaba remedios para los enfermos. A su manera era también un poco bruja, en
el buen sentido de la palabra. Sabía de lo que hablaba, cuando la mirabas a los
ojos podías ver que había visto muchas cosas, algunas de las cuales habían
dejado secuelas en su alma.
Jonathan se
levantó impaciente del camastro y comenzó a llamar a voces a los alguaciles.
—¡Quiero hablar
con el sheriff! ¡Es urgente!
La puerta que
comunicaba la zona de los calabozos con la oficina principal se abrió. Un
robusto alguacil que jugueteaba con una enorme porra en sus manos, le lanzó una
advertencia.
—Como tenga que
entrar ahí a hacerte callar, te voy a meter la porra por el culo hasta que te
guste. El sheriff es un hombre ocupado y no tiene tiempo para mierdecillas como
tú. Así que cierra la puta boca o lo lamentarás.
—Yo diría que eso
es un no —le dijo Amos a Jonathan.
El Barón Samedí
sonrió. A veces el caprichoso destino se ponía de tu lado. Oía con regocijo las
noticias que le traía uno de sus más fieles seguidores humanos. Dos de los
cazadores se encontraban detenidos en los calabozos de la oficina del sheriff,
a la espera de ser interrogados. Era una oportunidad que no podía dejar
escapar. Más pronto que tarde tendría acabar con la vida de los tres molestos
humanos, pues tenía la certeza que acabaría enfrentándose a ellos por el
control de la ciudad. En estos momentos, dos se encontraban indefensos y desarmados.
Un plan comenzó a tomar forma en su mente.
Fotograma de American Horror history |
La noche había
sido larga y provechosa. Había trabajado sin descanso. No lo necesitaba, era
una de las ventajas de ser un no muerto. Sin despedirse ni agradecer la
información de su siervo, se marchó. A través de uno de los túneles de su
guarida subterránea se dirigió al corral. Estaba atestado con sus creaciones,
la masacre de Villa Carnicero le había proporcionado gran cantidad de material
para trabajar, y sin levantar sospechas innecesarias. Eligió a dos de ellos,
tocándolos con la palma de su mano. Los dos hombres comenzaron a caminar en
absoluto silencio tras el barón. Llamaban la atención porque eran los únicos de
raza blanca en aquel lugar húmedo, sofocante y sombrío. Aunque sí que había
algo en común entre todos ellos, ninguno tenía brillo en la mirada. Sus ojos no
tenían vida y nadie emitía el más mínimo sonido. Ni tan siquiera se oía el
ruido de sus respiraciones.
—Eso han sido
disparos —advirtió Jonathan.
Segundos después
dos nuevas detonaciones se oyeron aún más cerca. Sonaban en la habitación
contigua, en la oficina del sheriff. Jonathan y Amos pudieron ver desde la
celda en la que estaban confinados como se abría la puerta y a dos alguaciles
que huían en espantada hacia la puerta trasera. Tras ellos apareció el jefe
O´Brian, dando gritos como un poseso mientras disparaba su revólver a un
enemigo que no podían ver.
—¡Volved aquí,
malditos cobardes! —amenazó a sus propios hombres.
La orden
consiguió que los agentes detuvieran su huída, aunque no se les veía demasiado
convencidos de quedarse. Butch O´Brien les prometió que los desollaría
personalmente. si no regresaban a su puesto. Pero la intimidación perdió todo
su peso cuando el jefe de alguaciles cayó de espaldas por un disparo que le
atravesó el pecho.
—¡A la mierda,
dimito!
Tras decir la
frase, los dos desertores pusieron pies en polvorosa y desaparecieron por la
parte trasera.
Dos hombres
entraron en la zona de los calabozos, pasando por encima del cuerpo agonizante
de Butch sin prestarle la menor atención. En sus manos portaban humeantes
escopetas recortadas de dos cañones, aunque pronto se deshicieron de ellas y
desenfundaron sendos revólveres.
Amos Cesay los
reconoció. Eran los dos Jinetes Nocturnos que había matado la noche anterior. A
uno de ellos lo había rematado a poco más de dos metros de distancia. Además,
aún se veían en su piel las secuelas de los disparos a bocajarro.
—Zonbi —acertó a
decir Amos.
—¡Mierda! Vamos a
morir tiroteados como perros y sin poder defendernos —se lamentó McIntire.
Los cadáveres
regresados a la vida de los Jinetes Nocturnos apuntaron sus armas. Jonathan
apretó los dientes preparándose para el amargo final, pero el disparo
definitivo se retrasaba. Uno de los asaltantes se quedó inmóvil, mirando con
expresión estúpida el filo de espada que le sobresalía del pecho.
Fotograma de Kung-fu y los Siete Vampiros de Oro |
Era Shi Kwei que
había llegado como una exhalación y cargó contra uno de los zonbi, clavándole
la espada que portaba en su mano izquierda. Con el enemigo inmovilizado,
descargó un poderoso tajo con su brazo derecho y cercenó la cabeza del muerto
viviente, que cayó rodando al suelo. Todavía tuvo tiempo de meter otra estocada
al zonbi que quedaba en pie, pero la criatura pudo esquivarlo. El cadáver
andante apuntó su arma contra la mujer. Incluso con su limitada inteligencia,
la identificó como una amenaza. Trataba de buscar un hueco por el que disparar
entre la barrera metálica que formaba la china con sus espadas. Se hacía
difícil usar el revólver en un combate cuerpo a cuerpo tan intenso, pues Shi no
cejaba en sus embestidas. Disparó, pero el proyectil falló al ser desviada su
arma en el último segundo por una patada circular de la joven.
Shi Kwei lanzó
adelante su brazo izquierdo y la hoja se clavó en el vientre de su enemigo, que
retrocedió con el golpe. Sin pausa ni piedad apuñaló también con el brazo
derecho, causándole una profunda herida a la altura del corazón. Eso habría
bastado para acabar con cualquier criatura viva, pero se enfrentaba a un muerto
viviente y la resistencia de la criatura era asombrosa. Shi echó un rápido
vistazo al cuerpo ya sin vida del jefe O´Brian, que seguía tirado en el suelo.
Siempre sin dejar de vigilar a su adversario, se fijó en el manojo de llaves
que llevaba enganchado en su cinto. Decidió hacer un cambio en su estrategia.
Con una increíble
cabriola echó su cuerpo hacia atrás y, haciendo un salto mortal, cayó junto al
difunto Butch. Arrancó las llaves de su sujeción y las lanzó hacia la celda.
El zonbi intentó
agarrarla con su mano libre, mas era demasiado lento para la agilidad de la
artista marcial. Con un sordo gruñido de frustración, el único sonido que
hacían aquellas criaturas, volvió a disparar su arma contra la muchacha. Esta
vez sí acertó en su objetivo. Aunque no fue una herida mortal, sí que la bala
atravesó el muslo derecho de Kwei. La muchacha lanzó un casi inaudible gemido
de dolor.
Jonathan buscaba
desesperadamente la llave que abría su celda. Respiró aliviado cuando al fin
oyó el ruido del cerrojo al abrirse. Nada más tener el paso libre, Amos cargó
contra el zonbi. Le propinó un rotundo puñetazo, pero no consiguió nada.
Jonathan se lanzó contra el enemigo, abrazándolo para inmovilizarlo. El zonbi
forcejeaba, intentando liberarse.
—¡Shi, acaba con
él! No voy a poder sujetarlo mucho tiempo más.
La joven china
trató de levantarse. Al apoyar el peso de su cuerpo sobre la pierna herida, el
dolor le impidió ponerse en pie.
Amos se dio
cuenta de que no iba a ninguna parte golpeando al monstruo con las manos
desnudas y se sumó al plan de Jonathan. Tirándose sobre el zonbi, lo agarró por
los brazos con toda la fuerza de sus musculosos biceps. La criatura continuaba
revolviéndose como una fiera.
Shi Kwei ignoró
el lacerante latigazo que recorría su pierna y recorrió el corto espacio que le
separaba de sus compañeros, aunque a ella se le antojó una eternidad. Con el
zonbi inmovilizado en el suelo, fue relativamente fácil acabar con él.
Escrito por Raúl Montesdeoca
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