martes, 3 de marzo de 2015

Weird West: Esclavos de la Oscuridad Cap. 2

 
 
 
 
Capítulo II
 
 

Zardi, el anticuario
De vuelta en su hogar, Jonathan McIntire no pudo evitar recordar las palabras de su difunta esposa Harriet. "Esto no acabará nunca". Había tratado de convencerla de que la pesadilla acabaría, pero estaba muy equivocado. Su antiguo mundo había desaparecido, como si se hubiera abierto una puerta al infierno y fuese incapaz de volver a cerrarla. Un nuevo horror acechaba en las calles de San Francisco, según les había dicho Zardi.
Observaba a Shi Kwei, que se encontraba en la valla exterior de la propiedad. Hablaba con una señora mayor, también de origen chino. Por su casa desfilaban cada día numerosos habitantes de Chinatown. Venían buscando consejo, amuletos para protegerse de los malos espíritus, medicinas naturales y Dios sabría qué cosas más. Shi Kwei podía ser una desconocida en San Francisco, pero en la pequeña China era toda una celebridad.

—Han empezado pronto hoy. Normalmente no suelen venir hasta media tarde. Los chinos tienen suerte de tener a Shi para que les protejan. Ojalá la gente de mi raza tuviera también a alguien como ella.
Jonathan se volvió al oír la voz de Amos Cesay desde la puerta del salón. Iba bastante elegante, se había puesto el traje de los domingos. Aunque su semblante no era precisamente de fiesta, algo poco habitual en él.
—¿Qué sucede?
—La prima de Marguerite...—tuvo que tragar saliva para poder continuar—. Acabo de enterarme. Anoche fue violada y brutalmente golpeada. Lo más probable es que no vuelva a andar.
McIntire no supo qué decir en un principio. Conocía de vista a Marguerite, una hermosa mulata criolla que traía de cabeza a Amos. Lamentaba mucho el dolor por el que debía pasar su familia con una tragedia así. No todo el horror de este mundo procedía de lo sobrenatural, los hombres eran más que capaces de convertirse en monstruos, sin ayuda de demonios.
—¿Puede que tenga algo que ver con lo que nos dijo Zardi?
—No estoy seguro, pero no lo creo. Apesta a la legua a esos malnacidos de la Suprema Orden Caucásica.
Moviendo la cabeza de un lado a otro con preocupación, Jonathan le aconsejó.
—Mal asunto. Intenta no meterte en líos con esa gente. Ahora tenemos trabajo. Un monstruo anda suelto por la ciudad.
—Creía que nuestro trabajo era proteger a los inocentes —respondió Amos desafiante, antes de marcharse.
Las palabras de su compañero le impactaron y le dejaron confundido. Se notaba el resquemor en ellas. Nunca le había hablado antes con aquel tono, ni tampoco le había visto jamás de un humor tan sombrío.
 
 
 
Glover Post salió de su casa poco antes de la caída del sol. Vivía en las colinas, bastante alejado del centro. Tenía una caminata de más de quince minutos hasta llegar a la parada más cercana del tranvía. Su barrio no era tan elegante como para que llegara el moderno transporte público. Cruzando un pequeño barranco se ahorraba un buen trecho. Lo hacía habitualmente y nunca había tenido ningún problema, pero hoy estaba nervioso. Cualquier pequeño ruido le crispaba. Comenzaba a arrepentirse de haber bajado al centro. Debía haber dejado pasar unos días, hasta que la cosa se calmara un poco. Lo de la noche anterior se les había ido de las manos. Toda la ciudad hablaba de ello. No es que a nadie de bien le preocupara realmente lo que pudiera pasarle a los negros, pero siempre había políticos oportunistas que podían aprovechar la ocasión para ganar notoriedad. Se tranquilizó pensando en que si la policía estuviera tras ellos ya le habrían avisado: muchos agentes eran también leales miembros de la Suprema Orden Caucásica.
Un ruido proveniente del frente interrumpió sus pensamientos. Algo se arrastraba por el suelo. No era el sonido ágil y rápido que solían hacer los lagartos al escabullirse entre la baja maleza. No, se trataba de algo lento y pesado. Volvió a escucharlo de nuevo. La luz del sol ya casi había desaparecido del cielo y se hacía difícil poder ver si había alguien oculto. Pensó en darse la vuelta y regresar a casa. No se oía nada, podía haber sido su imaginación. Se sintió ridículo asustándose de su propia sombra, así que continuó caminando. Unos metros más adelante le pareció ver dos siluetas que esperaban junto a la vereda. Glover se llevó la mano al interior del gabán y sacó el revólver que siempre llevaba encima, por si las moscas.
—¿Quién anda ahí?
Se notaba el miedo en su voz. No hubo respuesta alguna. Las dos sombras se pusieron en movimiento.
—Ni un paso más. Atrás —amenazó, apuntándoles con el arma.
Trataba de ver en la escasa luz del crepúsculo quiénes eran aquellos tipos. No se detuvieron, siguieron avanzando en el más absoluto silencio. Entonces pudo verlos: eran dos negros bastante altos y delgados. Sus rostros eran como máscaras talladas, inmutables. ¿Cómo demonios se habían enterado? Alguien debía haberse chivado y aquellos mugrientos venían en busca de venganza. Pues iban a quedarse sin ella, ningún negro de mierda iba a acabar con él.
Tiro dos veces del gatillo contra el que estaba más próximo. Una bala le atravesó el hombro izquierdo y la otra fue a alojarse en el centro del pecho. El hombre, trastabillando, dio unos pasos hacia atrás por la fuerza de los proyectiles. Pero eso fue todo. De inmediato continuó acercándose a su objetivo. Glover Post sintió miedo como nunca lo había sentido antes. Aquel negro acababa de encajar dos balas, y de sus labios no había brotado el más mínimo sonido. Un escalofrío le recorrió de arriba abajo, mientras un sudor helado comenzaba a cubrirle el cuerpo. Todavía tuvo tiempo a realizar otro disparo contra el segundo de los asaltantes, que resultó igual de inútil que los dos primeros. Se le echaron encima, golpeando con fuerza y sin piedad con unas piedras de buen tamaño que llevaban en las manos. Glover trató de defenderse, pero un golpe seco y contundente lo volvió todo oscuro. Cayó al suelo como un fardo.
 
 
 
Cuando recuperó la consciencia lo primero que llegó a sus sentidos fue el sonido de los tambores y los cánticos. Resultaba abrumador, y la cabeza le dolía como si fuera a explotar en cualquier momento. Abrió los ojos y la escena que encontró se le antojó como el infierno. Poco a poco fue dándose cuenta de que colgaba boca abajo de un árbol, cuyas ramas parecían unas manos cadavéricas que trataban de agarrar algo. Estaba atado de pies y manos, completamente inmovilizado. A su alrededor un buen número de hombres y mujeres de raza negra bailaban frenéticos, como en trance. Un poco más allá, otros golpeaban extasiados las tensas pieles de los tambores, cuyo ritmo vertiginoso hablaba de la oscura y lejana África.
De pronto el infernal ruido se detuvo. El silencio resultante tampoco era tranquilizador, ni mucho menos. Los hombres y mujeres, que hasta hacía apenas unos instantes bailaban a su alrededor, comenzaron a apartarse para dejar paso a una siniestra figura. Glover no alcanzaba a verlo muy claramente. El recién llegado despertaba un temor reverencial entre los presentes. Nadie se atrevió a pronunciar palabra, y ni siquiera miraban directamente al enorme negro, que llevaba un sombrero de copa y un largo abrigo oscuro.
—Os lo dije. Nada debéis temer a partir de ahora. Todos estáis bajo la protección de Marie Laveau, la única y gran reina del vudú. Muchos de los nuestros no creen aún en su poder. Esta noche os demostraré que no estáis solos. En el futuro nadie se atreverá a levantar una mano contra nosotros, porque sabrán que su castigo llegará rápido como el rayo —exclamó, con un marcado acento francés.
Cuando el extraño personaje detuvo su discurso, todos los que allí se encontraban estallaron en unos terribles chillidos, mezcla de rabia y venganza. Los gritos taladraban su alma, o eso le pareció a Glover.
 

 
El hombre del sombrero de copa se giró hacía él y se acercó, quedando sus rostros frente a frente. Si es que a aquello se le podía llamar rostro. Su cara era la de una calavera y, donde debían hallarse los ojos, no había más que dos huecos negros e insondables. Quizás fuera por el miedo o quizás estaba bajo los efectos de alguna sustancia, pero para Glover no podía ser más real. De haber podido contarlo a alguien, habría jurado que estaba mirando a la cara de la misma Muerte.
El siniestro personaje fumaba de manera ansiosa y echaba el humo del enorme puro en la cara a Glover, riendo histérico al ver la expresión de pánico de su prisionero. Pudo ver, entre la espesa humareda que dejaba el cigarro, que llevaba colgadas del cuello varias bolsitas de cuero, las cuales pendían de un collar formado por pequeños huesos engarzados.
Bebió un buen trago de ron de la botella que llevaba en su mano derecha, escupiendo parte de la bebida encima del hombre blanco. Hizo señas a dos mujeres, que se acercaron presurosas. Una de ellas llevaba un gran cuenco, y la otra portaba entre los brazos un gallo negro que aleteaba asustado y trataba de escapar. Glover se sentía exactamente igual que el ave de corral.
El hombre con el rostro de la muerte dejó la botella de ron en el suelo y agarró al gallo por la cabeza. Dio un lascivo beso a una de las mujeres y le pasó el apestoso cigarro. Con la otra mano cogió al gallo por la base del cuello y lo estiró, dejándolo completamente expuesto. El hombre sonrió maliciosamente y Glover pudo ver sus afilados colmillos, como los de un enorme lobo... o como los de los demonios que recordaba de las vidrieras de la iglesia.
La cabeza del gallo fue arrancada de un único y feroz mordisco. La sangre comenzó a manar de inmediato y el hombre vertió el rojo torrente en el cuenco que sostenía una de las mujeres. Cuando la sangre paró de manar, arrancó de cuajo una de las patas y luego arrojó a un lado el cuerpo sin vida del animal. Tomó el cuenco entre las manos y dio un buen sorbo al contenido, para luego levantarlo sobre su cabeza, ofreciéndolo al cielo nocturno. Sus acólitos gritaban al borde del frenesí, coreando su nombre.
—¡Samedí, Samedí, Samedí! —repetían en una excitada letanía.
El rojo de la sangre se derramaba por encima del blanco cadavérico de la pintura que le cubría el rostro. Glover creyó morir de terror, y el contenido de su vejiga se vació.
Siguiendo con el macabro ritual, el bokor hundió la pata del gallo negro en el cuenco, que salió teñida de escarlata. Comenzó a trazar extraños símbolos sobre la cara y el torso desnudo de Glover.
—¡No quiero morir! ¡Por favor, no quiero morir! —gritó Glover Post, completamente aterrorizado.
Una risa sobrenatural surgió de su torturador.
—¿Morir? No, monsieur. No será tan fácil como eso.
Volvió a lanzar su antinatural carcajada, riéndose de su propio chiste. Abrió una bolsa atada al cinturón y vació el contenido sobre la mano izquierda. Cerró el puño y lo levantó hasta dejarlo frente a la cara de Glover. Entonces lo abrió, mostrando la palma de la mano y un polvillo blancuzco que la cubría.
—¿Sabe usted qué es esto? —le preguntó.
Glover Post negó frenético con la cabeza.
—Es polvo zonbi, un potente veneno. Pero no se preocupe; como le prometí, no morirá. No del todo —explicó con una sonrisa que helaba la sangre en las venas.
El hombre del rostro cadavérico sopló y una pequeña nube blanca se esparció por todo el rostro de Glover Post, que tosió como si fuera a echar los pulmones por la boca. Su cuerpo se balanceaba por los espasmos, y la cuerda de la que colgaba por los pies se mecía de un lado a otro. Poco a poco, el movimiento pendular se fue deteniendo, hasta que quedó completamente inmóvil.
—Bajadlo de ahí. Tengo que acelerar el proceso de resurrección. Lo necesitaremos esta misma noche —ordenó el hombre al que llamaban Samedí a dos de sus musculosos y silenciosos ayudantes.
 
Continuará…
 
Escrito por Raúl Montesdeoca/ Imagen Zardi: Néstor Allende 
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