Weird West: Caminante de la piel Cap. 5
Escrito por J.r. Del Rio
V
Huxley se adentró en la arboleda, empuñando el rifle con manos sudorosas y arrastrando ligeramente la pierna derecha por culpa de un doloroso tirón provocado al saltar de la montura en movimiento. Ya no era un jovencito y su cuerpo se encargaba de recordárselo, cada vez más a menudo. Sobre él, la techumbre de ramas y hojas bloqueaba la poca claridad que le quedaba al día. Bajo las botas se partían las agujas de pino, provocando crujidos que se le antojaban increíblemente ruidosos. Iba pensando en el piel roja al que acababa de abatir, que había seguido avanzando con un tiro de Winchester en las tripas. En sus más de veinte años de servicio jamás había visto algo así.
El bosque se abrió a un pequeño claro donde encontró a los cuatro potros de los renegados, animales nervudos y fuertes, que mascaban hierba a la espera de sus amos. Al menos tres de ellos no volverían. Uno de los animales alzó la cabeza con indiferencia al ver aparecer al sargento, que pasó junto a ellos casi sin mirarlos, con los ojos puestos en la espesura que tenía delante. Una sombra pasó fugaz entre dos árboles y Huxley abrió fuego, espantando a las bestias. Luego corrió hacia ella, resguardándose detrás de un tronco cuando esta le devolvió el fuego.
Huxley oyó el chasquido del Winchester enemigo al amartillarse y luego otra bala golpeó su refugio, arrancando una lluvia de astillas de corteza. Agachado, se asomó por un costado y disparó a la forma que entreveía tras las ramas; un satisfactorio gruñido de dolor le dijo que había hecho blanco.
—¡Te tengo, cabrón! —Salió del refugio disparando, sus balas atravesando el espacio que un instante atrás había ocupado su enemigo. Pero éste ya no estaba allí y sólo encontró un rifle, abandonado en el suelo junto a un gran charco de sangre.
Ese rastro se internaba todavía más en la arboleda, y Huxley lo siguió. Con su adversario desarmado y malherido, confiaba en no tener más que rematarlo. La forma ensangrentada que cargaba de repente, con los ojos vidriosos y gruñendo como una fiera, hizo que se percatase de su error. Huxley retrocedió, sobresaltado, y apretó el gatillo.
«¡Clic!». El chasquido anunció que se había quedado sin balas, y no le quedó otra que alzar el rifle a la manera de una cachiporra, interponiéndolo entre su cuerpo y el del salvaje. La embestida fue brutal; bastó para derribarlo de espaldas, con su atacante montado encima de él. El piel roja gruñía. Gotas de saliva sanguinolenta se le escurrían de la boca entreabierta, salpicando el rostro de Huxley, que sólo podía empujar el rifle hacia arriba para intentar revolverse y rodar. Pero la fuerza del otro era tremenda y el rifle bajaba cada vez más, amenazando con aplastarle la garganta. Nunca se había enfrentado con alguien tan inhumanamente fuerte.
Huxley se sintió desfallecer. Los brazos le temblaron por el esfuerzo y, para su mayor desesperación, el salvaje se bastaba con sólo una mano para mantenerlo inmovilizado, mientras la otra desenfundaba un cuchillo. Lo vio alzarlo sobre su cabeza. Vio también la mueca triunfal en la boca desmesuradamente abierta, poblada de dientes agudos y afilados. Después sonó un disparo y la cabeza del salvaje se deshizo en una explosión de sangre, sesos y esquirlas de hueso. El cuerpo se desplomó sobre el sargento, quien tras un agotador forcejeo consiguió quitárselo de encima. Se enderezó, sentado sobre el suelo del bosque, embadurnado de sangre y trozos de cerebro. Vio a Curtis, que por fin había logrado desembarazarse del caballo muerto y avanzaba hacia él, con el Winchester humeante en las manos y el sempiterno cigarro colgándole de la boca. Sonreía.
—¿A que hice bien en desobedecerte, sargento?
—Muy bien, Curtis. Convídame a un cigarro y me encargaré de que te asciendan.
El bosque se abrió a un pequeño claro donde encontró a los cuatro potros de los renegados, animales nervudos y fuertes, que mascaban hierba a la espera de sus amos. Al menos tres de ellos no volverían. Uno de los animales alzó la cabeza con indiferencia al ver aparecer al sargento, que pasó junto a ellos casi sin mirarlos, con los ojos puestos en la espesura que tenía delante. Una sombra pasó fugaz entre dos árboles y Huxley abrió fuego, espantando a las bestias. Luego corrió hacia ella, resguardándose detrás de un tronco cuando esta le devolvió el fuego.
Huxley oyó el chasquido del Winchester enemigo al amartillarse y luego otra bala golpeó su refugio, arrancando una lluvia de astillas de corteza. Agachado, se asomó por un costado y disparó a la forma que entreveía tras las ramas; un satisfactorio gruñido de dolor le dijo que había hecho blanco.
—¡Te tengo, cabrón! —Salió del refugio disparando, sus balas atravesando el espacio que un instante atrás había ocupado su enemigo. Pero éste ya no estaba allí y sólo encontró un rifle, abandonado en el suelo junto a un gran charco de sangre.
Ese rastro se internaba todavía más en la arboleda, y Huxley lo siguió. Con su adversario desarmado y malherido, confiaba en no tener más que rematarlo. La forma ensangrentada que cargaba de repente, con los ojos vidriosos y gruñendo como una fiera, hizo que se percatase de su error. Huxley retrocedió, sobresaltado, y apretó el gatillo.
«¡Clic!». El chasquido anunció que se había quedado sin balas, y no le quedó otra que alzar el rifle a la manera de una cachiporra, interponiéndolo entre su cuerpo y el del salvaje. La embestida fue brutal; bastó para derribarlo de espaldas, con su atacante montado encima de él. El piel roja gruñía. Gotas de saliva sanguinolenta se le escurrían de la boca entreabierta, salpicando el rostro de Huxley, que sólo podía empujar el rifle hacia arriba para intentar revolverse y rodar. Pero la fuerza del otro era tremenda y el rifle bajaba cada vez más, amenazando con aplastarle la garganta. Nunca se había enfrentado con alguien tan inhumanamente fuerte.
Huxley se sintió desfallecer. Los brazos le temblaron por el esfuerzo y, para su mayor desesperación, el salvaje se bastaba con sólo una mano para mantenerlo inmovilizado, mientras la otra desenfundaba un cuchillo. Lo vio alzarlo sobre su cabeza. Vio también la mueca triunfal en la boca desmesuradamente abierta, poblada de dientes agudos y afilados. Después sonó un disparo y la cabeza del salvaje se deshizo en una explosión de sangre, sesos y esquirlas de hueso. El cuerpo se desplomó sobre el sargento, quien tras un agotador forcejeo consiguió quitárselo de encima. Se enderezó, sentado sobre el suelo del bosque, embadurnado de sangre y trozos de cerebro. Vio a Curtis, que por fin había logrado desembarazarse del caballo muerto y avanzaba hacia él, con el Winchester humeante en las manos y el sempiterno cigarro colgándole de la boca. Sonreía.
—¿A que hice bien en desobedecerte, sargento?
—Muy bien, Curtis. Convídame a un cigarro y me encargaré de que te asciendan.
La caverna bostezaba desde la pared rocosa de la sierra, al final de un escabroso sendero cuesta arriba. Billy había subido hasta allí con la esperanza de otear por encima del terreno —y de la niebla que lo cubría— en busca de su caballo y del resto de su grupo. Y ahora se encontraba frente a esa gran boca abierta: una invitación a la más inescrutable oscuridad que, por alguna razón, encontraba muy difícil de resistir. Tal vez fueran los cánticos y los tambores, que lo llamaban con insistencia. O tal vez fuese la voz del propio Corre con Lobos, el brujo oscuro, que se sumaba a la llamada:
—Ciervo Ágil… La última vez que te vi eras un niño que corría detrás de su padre y sus hermanos con un pequeño arco, intentando ser un guerrero como ellos. —La voz era profunda, poderosa, y lo llamaba por su verdadero nombre. No entraba por los oídos, sino que vibraba a través del pecho—. ¡Y ahora ellos te ven, desde la tierra de los espíritus, luchando junto a sus enemigos!
—No lucho junto a los rostros pálidos…
—Engáñate a ti mismo, Ciervo Ágil. —La risa del brujo reverberó contra su esternón, haciéndolo estremecerse—. Hasta te han hecho vestir sus ropas.
Billy se arrancó con furia la desteñida casaca azul, como si le quemase, quedando con el fibroso torso al descubierto.
—No lucho junto a ellos —repitió, desafiante y altivo frente a la cueva—. Lucho por mi abuelo, Serpiente Sabia. Lucho por destruirte, Corre con Lobos. A ti y al monstruo que has creado.
—Ven entonces, Ciervo Ágil. ¡Ven y enfréntame como un guerrero!
El joven nativo recogió la casaca del ejército y la hizo jirones. Con ellos y con una gruesa rama reseca se confeccionó una antorcha, que encendió valiéndose del yesquero que llevaba consigo. Después, con la llama en alto y el rifle colgado en bandolera, empuñado con sólo una mano desde la cadera, entró en la cueva. La oscuridad lo envolvió, buscando atraparlo en su abrazo, pero la luz de la antorcha la ahuyentó y se replegó sobre sí misma para quedar oscilando entre los resquicios de piedra. El interior era más amplio de lo que él esperaba, con un techo que subía hasta perderse en la negrura más absoluta y varias galerías que se bifurcaban a partir de la entrada: un laberinto que atravesaba el corazón de las sierras, y en el que corría el riesgo de perderse sin remedio.
—Ven a buscarme, Ciervo Ágil. —La voz, esta vez estaba seguro, provenía de una de las galerías. Hacia ella se encaminó Billy, despejando las tinieblas con la antorcha y el rifle apuntado al frente, mientras la risa de Corre con Lobos volvía a burlarse de él.
«Hallarás mucho más de lo que has venido a buscar.»
—Ciervo Ágil… La última vez que te vi eras un niño que corría detrás de su padre y sus hermanos con un pequeño arco, intentando ser un guerrero como ellos. —La voz era profunda, poderosa, y lo llamaba por su verdadero nombre. No entraba por los oídos, sino que vibraba a través del pecho—. ¡Y ahora ellos te ven, desde la tierra de los espíritus, luchando junto a sus enemigos!
—No lucho junto a los rostros pálidos…
—Engáñate a ti mismo, Ciervo Ágil. —La risa del brujo reverberó contra su esternón, haciéndolo estremecerse—. Hasta te han hecho vestir sus ropas.
Billy se arrancó con furia la desteñida casaca azul, como si le quemase, quedando con el fibroso torso al descubierto.
—No lucho junto a ellos —repitió, desafiante y altivo frente a la cueva—. Lucho por mi abuelo, Serpiente Sabia. Lucho por destruirte, Corre con Lobos. A ti y al monstruo que has creado.
—Ven entonces, Ciervo Ágil. ¡Ven y enfréntame como un guerrero!
El joven nativo recogió la casaca del ejército y la hizo jirones. Con ellos y con una gruesa rama reseca se confeccionó una antorcha, que encendió valiéndose del yesquero que llevaba consigo. Después, con la llama en alto y el rifle colgado en bandolera, empuñado con sólo una mano desde la cadera, entró en la cueva. La oscuridad lo envolvió, buscando atraparlo en su abrazo, pero la luz de la antorcha la ahuyentó y se replegó sobre sí misma para quedar oscilando entre los resquicios de piedra. El interior era más amplio de lo que él esperaba, con un techo que subía hasta perderse en la negrura más absoluta y varias galerías que se bifurcaban a partir de la entrada: un laberinto que atravesaba el corazón de las sierras, y en el que corría el riesgo de perderse sin remedio.
—Ven a buscarme, Ciervo Ágil. —La voz, esta vez estaba seguro, provenía de una de las galerías. Hacia ella se encaminó Billy, despejando las tinieblas con la antorcha y el rifle apuntado al frente, mientras la risa de Corre con Lobos volvía a burlarse de él.
«Hallarás mucho más de lo que has venido a buscar.»
—¡Baker! ¿Ve algo?
—Con esta jodida niebla, apenas la punta de mi nariz, señor.
La densidad de la niebla, sumada a lo accidentado del terreno y a la inquietud cada vez mayor de los caballos —que poco a poco se iba volviendo pavor—, los había obligado a dejarlos atrás y proseguir a pie. Los cuatro marchaban en fila india, con Baker unos metros por delante, seguido por el teniente Chance, Colorado y Rawlins, que iba cerrando la marcha. Tropezaban frecuentemente con las rocas, grietas y raíces que la bruma mantenía ocultas, y las faldas rocosas de las sierras se alzaban a sus flancos, reforzando la ominosa sensación de encerrona. Los nervios estaban al límite; una película de sudor frío cubría los rostros de los hombres y manos tensas sujetaban las armas. A todo esto se sumaban los tambores y los cánticos, que seguían resonando en la distancia.
—¡Ahí! —gruñó el recluta, realizando al tiempo un disparo que repicó contra las rocas de la sierra. Todos se volvieron en su dirección, con las armas prestas, mientras el eco se elevaba por las paredes del barranco hasta desaparecer.
Nada. A través de la bruma ninguno distinguió otra cosa más allá de los irregulares contornos pétreos. Chance lo miró de reojo, sin bajar el revólver.
—¿Qué vio, Rawlins?
—Ua oma…
—¿Qué?
Frustrado, el recluta lanzó un esputo de sangre y repitió:
—Una som… —Iba a decir «una sombra» pero la palabra se quebró en un grito cuando algo (tal vez lo mismo que había visto deslizarse ladera abajo hacía unos instantes) lo atrapó por detrás. Los demás le vieron agitar los brazos, elevarse hasta más de siete pies de altura y luego desaparecer a través de la niebla, arrastrado por un atacante invisible.
—¡No disparéis! —gritó Colorado, por miedo a herir al recluta. El ronco estertor que siguió dio prueba de que eso ya no era una preocupación, así que abrieron fuego.
Tronaron las armas; una descarga cerrada traspasó la niebla, y esta volvió a cobrar vida. Algo golpeó a Colorado, arrancándole el rifle de las manos y arrojándolo por los aires. Cayó de espaldas, desgarrado desde las ingles hasta el cuello, con las entrañas saliéndosele en medio de sangrientos borbotones. Se estremeció en el suelo, dejó escapar algo parecido a un gorjeo húmedo, y quedó inerte.
—¡Fuego! —aulló el teniente, que no daba tregua a su revólver. Baker también gritaba mientras disparaba el Winchester desde la cadera, accionando sin pausa la palanca. Como dotada de vida propia, la niebla se espesó en torno a los dos supervivientes, y brumosos tentáculos se agitaron, ominosos, hacia ellos.
—¡Ven, salvaje hijo de perra! —gritó Baker sin dejar de disparar—. ¡Muéstrate, jodido cobar…!
No llegó a completar la bravata, que se convirtió en alarido al verse atrapado por una fuerza escalofriante. Unas fauces se cerraron sobre su pierna derecha, triturando carne y hueso para luego arrastrarlo hacia lo más denso de la bruma. Chance lo vio soltar el rifle y arrojar manotazos desesperados; lo vio hincar los dedos en la tierra y dejar en ella gruesas marcas antes de desaparecer.
—¡Baker! —gritó; y siguió disparando el revólver, agotando hasta la última bala.
—Con esta jodida niebla, apenas la punta de mi nariz, señor.
La densidad de la niebla, sumada a lo accidentado del terreno y a la inquietud cada vez mayor de los caballos —que poco a poco se iba volviendo pavor—, los había obligado a dejarlos atrás y proseguir a pie. Los cuatro marchaban en fila india, con Baker unos metros por delante, seguido por el teniente Chance, Colorado y Rawlins, que iba cerrando la marcha. Tropezaban frecuentemente con las rocas, grietas y raíces que la bruma mantenía ocultas, y las faldas rocosas de las sierras se alzaban a sus flancos, reforzando la ominosa sensación de encerrona. Los nervios estaban al límite; una película de sudor frío cubría los rostros de los hombres y manos tensas sujetaban las armas. A todo esto se sumaban los tambores y los cánticos, que seguían resonando en la distancia.
—¡Ahí! —gruñó el recluta, realizando al tiempo un disparo que repicó contra las rocas de la sierra. Todos se volvieron en su dirección, con las armas prestas, mientras el eco se elevaba por las paredes del barranco hasta desaparecer.
Nada. A través de la bruma ninguno distinguió otra cosa más allá de los irregulares contornos pétreos. Chance lo miró de reojo, sin bajar el revólver.
—¿Qué vio, Rawlins?
—Ua oma…
—¿Qué?
Frustrado, el recluta lanzó un esputo de sangre y repitió:
—Una som… —Iba a decir «una sombra» pero la palabra se quebró en un grito cuando algo (tal vez lo mismo que había visto deslizarse ladera abajo hacía unos instantes) lo atrapó por detrás. Los demás le vieron agitar los brazos, elevarse hasta más de siete pies de altura y luego desaparecer a través de la niebla, arrastrado por un atacante invisible.
—¡No disparéis! —gritó Colorado, por miedo a herir al recluta. El ronco estertor que siguió dio prueba de que eso ya no era una preocupación, así que abrieron fuego.
Tronaron las armas; una descarga cerrada traspasó la niebla, y esta volvió a cobrar vida. Algo golpeó a Colorado, arrancándole el rifle de las manos y arrojándolo por los aires. Cayó de espaldas, desgarrado desde las ingles hasta el cuello, con las entrañas saliéndosele en medio de sangrientos borbotones. Se estremeció en el suelo, dejó escapar algo parecido a un gorjeo húmedo, y quedó inerte.
—¡Fuego! —aulló el teniente, que no daba tregua a su revólver. Baker también gritaba mientras disparaba el Winchester desde la cadera, accionando sin pausa la palanca. Como dotada de vida propia, la niebla se espesó en torno a los dos supervivientes, y brumosos tentáculos se agitaron, ominosos, hacia ellos.
—¡Ven, salvaje hijo de perra! —gritó Baker sin dejar de disparar—. ¡Muéstrate, jodido cobar…!
No llegó a completar la bravata, que se convirtió en alarido al verse atrapado por una fuerza escalofriante. Unas fauces se cerraron sobre su pierna derecha, triturando carne y hueso para luego arrastrarlo hacia lo más denso de la bruma. Chance lo vio soltar el rifle y arrojar manotazos desesperados; lo vio hincar los dedos en la tierra y dejar en ella gruesas marcas antes de desaparecer.
—¡Baker! —gritó; y siguió disparando el revólver, agotando hasta la última bala.
El alarido del soldado se elevó en una nota tan aguda que no parecía provenir de su garganta, y así se prolongó por largos segundos. La niebla había envuelto al teniente, convertido su mundo en un cúmulo fantasmagórico y blancuzco que sólo permitía el paso del sonido. Cuando los gritos de Baker se extinguieron, Chance no perdió tiempo en recargar el Schofield y desenvainó el sable en su lugar. Atacó, cegado por la furia, lanzando tajos que no cortaban nada más sólido que la neblina. Y cuando por fin dio con algo, eso atrapó su brazo por la muñeca y tiró de él. Se resistió con todas sus fuerzas, recurriendo hasta la última fibra de su hercúleo cuerpo. Hubo un ruido de desgarro horrendo y luego Chance retrocedió, tambaleante, mirándose el muñón sangriento en que se había convertido su miembro, mutilado a la altura del antebrazo.
—Dios… —murmuró. Las piernas ya no pudieron sostenerlo y cayó de rodillas. Se preparó para el fin, pero éste no llegó.
Las nieblas se abrieron, dando paso a un verdadero coloso. Un hombre desnudo, casi tan alto como él y dueño de una musculatura impresionante que se advertía tensa bajo la piel roja. Una larga cabellera negra enmarcaba sus facciones. Estaba embadurnado en sangre desde la barbilla al bajo vientre, y también las manos, pringosas hasta los codos.
Chance, aquejado por una oleada de dolor nacida de la mano que ya no tenía y que se prolongaba hasta más allá del hombro, se mordió el labio para no darle el gusto de oírle gritar.
—¿A qué esperas? —jadeó, sin fuerzas—. Acaba de una vez, hijo de…
El pie descalzo del salvaje lo golpeó en el pecho, haciéndolo caer de espaldas. Desde allí vio aparecer a los demás: cuatro renegados que salieron de la niebla para sujetarlo por hombros y piernas. El dolor y la pérdida de sangre le hicieron perder el sentido antes de que se lo llevaran
—Dios… —murmuró. Las piernas ya no pudieron sostenerlo y cayó de rodillas. Se preparó para el fin, pero éste no llegó.
Las nieblas se abrieron, dando paso a un verdadero coloso. Un hombre desnudo, casi tan alto como él y dueño de una musculatura impresionante que se advertía tensa bajo la piel roja. Una larga cabellera negra enmarcaba sus facciones. Estaba embadurnado en sangre desde la barbilla al bajo vientre, y también las manos, pringosas hasta los codos.
Chance, aquejado por una oleada de dolor nacida de la mano que ya no tenía y que se prolongaba hasta más allá del hombro, se mordió el labio para no darle el gusto de oírle gritar.
—¿A qué esperas? —jadeó, sin fuerzas—. Acaba de una vez, hijo de…
El pie descalzo del salvaje lo golpeó en el pecho, haciéndolo caer de espaldas. Desde allí vio aparecer a los demás: cuatro renegados que salieron de la niebla para sujetarlo por hombros y piernas. El dolor y la pérdida de sangre le hicieron perder el sentido antes de que se lo llevaran
Continuará...
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