jueves, 17 de diciembre de 2015

Descubrimos a los autores tras Jazz Negroponte: Vicente Álvarez y Ángel Vallecito

 
 
 
 
 
Ayer, en el Café Teatro Zorrilla de Valladolid, fue la presentación en sociedad de Jazz Negroponte y donde se desveló que dos autores se esconden tras la emocionante y fantástica saga de novelas de Negroponte.
“Ya no creo en las buenas personas. Nadie debería hacerlo... Mi nombre es Adam. Trabajaba para tu gobierno. Yo ya no creo en nadie». Así comienza la primera historia de Negroponte, titulada los 80 Diablos.
Detrás de la propuesta literaria conocida como JAZZ NEGROPONTE se esconde un proyecto abierto encabezado por dos novelistas de amplia y contrastada trayectoria que intentan dar salida a una serie de novelas de género negro escritas bajo las premisas del entretenimiento, la continuidad a modo de saga, la cultura pop y la tradición pulp.

Se trata de historias entretenidas y amenas; muy bien escritas, novelas en las que se mezclan todo tipo de géneros, desde el policíaco al fantástico, pasando por la aventura, el de espías, el misterio, el thriller, el folletín y la novela negra. Son novelas cortas pensadas en su continuidad a modo de serie abierta, tomando como ejemplo la tradición de los cómics y las novelas pulp de toda la vida.
El protagonista de esta serie de novelas llamada Negroponte, se trata de un ex agente del servicio secreto español al que su gobierno, después de quince años de trabajo, le ha traicionado y, a partir de ahí, se ha convertido en un justiciero.
Adam Negroponte, descubrirá a lo largo de la novelas que nada es lo que parece. No sólo tendrá que salvar su vida  de una identidad que le han puesto, si no si descubrir si vale en verdad la pena salvarla.
Se enfrentará a su propio gobierno que lo quiere matar a toda costa, a mafias, diablos y exorcistas que pregonan la salvación del mundo, la Yakuza y muchos peligros más.
En unas historias llenas de emociones fuertes, acción a raudales, en una saga que no dará respiro.
Paco Domínguez(editor de Dlorean), Victoria M. Niño (periodista),  y los escritores: Vicente Álvarez y Ángel Vallecillo
 
Ya se desvelaron en la presentación del segundo título,  quienes se ocultaban tras el seudónimo de Jazz Negroponte. Se trata de los escritores Vicente Álvarez y Ángel Vallecito.

Los autores, firmando ejemplares en la presentación de ayer.


-Vicente Álvarez de la Viuda nació en Valladolid un diez de octubre de mil novecientos sesenta y tres.

 

Es autor de muchas y exitosas novelas como El Secreto del Pirata y la saga de libros del detective  de libros Ariel Conceiro, con títulos como “El Necronomicón Nazi” y "El asesino de Bécquer" o "El Montecristo mutilado".
Tiene varios premios literarios en su carrera:
-Premio Tomás Salvador de Narrativa 1991, organizado por la Diputación de Palencia; con el libro de relatos “Improvisación en Fuga”.
-Premio Manuel Díaz Luis 1991, Premio de Novela Ciudad de Monleón, con la novela “Arcimboldo Ballet”.
-Premio de Novela Castilla-La Mancha 2002, con la novela “Génesis 1.32”
Premio Destino-Guión 2003, con la novela “El mercenario del Dux”.
-Ganador del Primer Certamen de Novela Corta Villa Colmenar Viejo 2009, con la novela “El Tour de Francia y las magnolias del doctor Jeckyll”

-Fue además, finalista del premio Nadal.
 
 
Vicente Álvarez ha formado parte del jurado de guiones del Festival de Cine de Medina del Campo y de la Sección de Tiempo de Historia de la Seminci. Pernocta habitualmente en El Faro de Aqualung y, desde el año 2003, escribe una columna semanal en El Norte de Castilla.



-Ángel Vallecillo

 

 (Valladolid, 1968) es un escritor que compagina la literatura con la fotografía. Desarrolla su vida profesional entre las ciudades de Santa Cruz de Tenerife y Valladolid. Ha publicado decenas de artículos sobre naturaleza y fondos marinos de las Islas Canarias ilustrados con las imágenes del fotógrafo Sergio más reseñables están la novela Colapsos (premio Miguel Delibes 2006) y Mar Atlante
Ha escrito novelas como: Relatos histéricos, Los comedores de tierra, La sombra de una sombra, Mar Atlante, Colapsos y Hay un millón de razas.
En 2005, gana el Premio Miguel Delibes con la obra Colapsos.


 
Por el momento, hay publicadas dos volúmenes de la saga Negroponte:
-NEGROPONTE VOL. 1: Los 80 Diablos& El murciélago y el infierno
-NEGROPONTE VOL. 2: La Caída& Escalera al cielo
 
 
 
 
 
Las dos novelas, se pueden conseguir en la web de Dlorean

martes, 8 de diciembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel cap. 7

 
 
 
 
 
Weird West: Caminante de la piel Cap. 7
Escrito por J.r. Del Rio
VII
 
VII
Uno de los salvajes, que había llegado a hacerse con el rifle antes de retroceder, devolvió el fuego. El otro rodeó la hoguera, agazapado, ya más animal que hombre, armado con un cuchillo que movía en círculos. Huxley retrocedió unos pasos, buscando cobertura y disparando a la vez. Curtis no reparó en el renegado del cuchillo hasta que lo tuvo prácticamente encima. Disparó el rifle dos veces, impactando en el torso de su atacante, que se sacudió pero no detuvo la carga. Parecía presa de un frenesí similar a la rabia: sus ojos brillaban, echaba espumarajos por la boca y, aún con dos balas en el cuerpo, llegó hasta él. Consiguió clavarle el cuchillo a Curtis en el bajo vientre y rajarlo luego hasta el cuello, muriendo al mismo tiempo que mataba.
—¡Curtis! —gritó Huxley, viéndolo caer. Otra bala le pasó demasiado cerca, arrancándole la gorra. Puso rodilla en tierra, apuntó y acertó en la frente del último renegado; volándole la mitad del cráneo.
Murió el eco del disparo, al que siguió un sonido que le puso los pelos de punta. Un aullido resonó en el valle bañado por la luna; un sonido bestial que no podía brotar de una garganta humana.
Cuchillo Rojo ya era un gigante por mérito propio, pero ahora Billy lo veía crecer delante de sus ojos. Ensancharse y estirarse, mientras gruesas cerdas negras brotaban traspasando la piel y la espalda se encorvaba hasta volverse un lomo. Las piernas eran ahora patas, flexionadas en un ángulo distinto al de los hombres; los brazos, largos como los de un gran simio, llegaban al suelo y acababan en unas manazas armadas con uñas como cuchillos. Agachó la cabeza y, cuando volvió a alzarla, Billy vio el rostro convertido en morro, al que ya habían empezado a crecerle los colmillos. Las orejas eran grandes y acabadas en punta, elevándose por encima del cráneo achatado.
Desarmado y consciente de no tener nada con qué combatir, retrocedió mientras la bestia, el caminante de la piel, se arrancaba los últimos retazos de pellejo humano que lo cubrían. Alzó hacia el cielo, hacia la luna llena, sus fauces babeantes y prorrumpió en un espantoso aullido de victoria, capaz de helar la sangre del más resuelto.
—Gran Espíritu… —Fue todo lo que el joven llegó a farfullar; después tuvo que saltar hacia atrás, para eludir una dentellada que estuvo a un pelo de arrancarle la cabeza.
A los colmillos siguieron las garras, y Billy debió hurtar el cuerpo, agacharse y arrojarse al suelo, llevándose unos cuantos rasguños en los hombros. Rodó y se incorporó a tiempo de esquivar otro zarpazo, pero no llegó a evitar del todo el siguiente, que lo desgarró largo y profundo a lo largo de la espalda. Se le nubló la vista y cayó de bruces, traspasado por un dolor lacerante.
Tendido en el suelo, Billy sintió el fétido hálito de la bestia sobre sobre él, junto con el goteo de su saliva ardiente. Lo sabía allí, inclinado sobre él y preparando el mordisco fatal.
—¡Muere, monstruo! —El grito, lastimoso y magnífico en su patetismo, salió de boca del teniente Chance quien, sacando fuerzas sólo él sabía dónde, arremetió contra la bestia. Abrazado al grueso cogote con el muñón que era su brazo derecho, empuñaba en la mano izquierda un cuchillo indio, con el que apuñaló con saña—. ¡Esto es por mis hombres!
Clavó repetidamente la hoja en la monstruosa faz, en el hocico y en uno de los ojos, vaciándolo. La bestia se irguió con un bramido de dolor, acosada también por una súbita descarga de plomo proveniente del rifle de Huxley, que avanzaba disparando. En el suelo, Billy empezó a reptar, buscando distanciarse de la lucha, una de la que se retiraba humillado y vencido.
—He fallado, abuelo —murmuró, con los ojos cerrados—. He fallado, y todos vamos a morir…
Un aliento agradablemente cálido, que olía a hierbas, sopló entonces sobre su mejilla. A éste siguió el familiar contacto del hocico húmedo, y Billy abrió los ojos para encontrarse con «Viento», su fiel potro. Su lealtad había probado ser más fuerte que el miedo, y allí estaba ahora, de nuevo junto a su jinete, intentando reanimarlo.
—«Viento» —dijo, los ojos empañados por lágrimas de gratitud—. No podías abandonarme, ¿verdad?
Logró incorporarse asido a sus crines. La herida de su espalda parecía palpitar, quemarlo por dentro, pero la visión del asta que colgaba sujeta a los arreos le devolvió las fuerzas, recordándole que no todo estaba perdido. Desató los nudos y empuñó la lanza con las dos manos, después de quitar la funda y desnudar la punta resplandeciente: una lágrima de plata bajo la luz de la luna.
—¡Suéltelo, teniente! —pidió Huxley, que había cesado el fuego por miedo a herirlo, pues Chance permanecía colgado del cuello de la bestia, que hasta el momento no conseguía quitárselo de encima.
—¡Dispare, sargento! ¡No se preocupe por mí! —gritó éste— ¡Es una orden!
Y fue la última que dio. No había conseguido malherir al monstruo, pero bien que lo había molestado y éste, furioso, lo sujetó por un brazo y una pierna. De tal modo lo alzó en vilo; para luego partirlo en dos.
El corpachón del teniente Chance se deshizo en una explosión de sangre y vísceras. La bestia dejó caer las mitades y se encaró con el sargento. Había vuelto a crecerle el ojo, que brillaba junto al otro con un fulgor demoníaco.
Huxley se cagó en todo lo que pudo recordar mientras abría fuego con el Winchester. Las balas golpearon a la bestia sin lograr detener su avance, apenas retrasándolo un poco. Disparó hasta volver a vaciar el rifle. Entonces lo desechó y desenfundó el Colt, con el que siguió tiroteándolo. La bestia no se detuvo.
«¡Clic!», fue el sonido, fatídico, que siguió a la sexta detonación. Frente a él, la bestia parecía sonreír, relamerse las fauces para el festín. Huxley sintió el impulso de darse la vuelta y echar a correr, pero supo que no llegaría a ningún lugar. Era el fin  —no en el campo de batalla que había imaginado, o en el apacible lecho de vejez que hubiera deseado— sino allí, entre los colmillos de una bestia que no debía existir.
Con un grito de guerra que se impuso al sordo gruñir de la criatura, Billy regresó al combate. Lo hizo empuñando la lanza de su abuelo, cuya punta de plata capturó un destello de luna llena antes de clavarse en el peludo costado. Esta vez sí, oyeron a la bestia aullar del dolor. Del verdadero. La herida que abrió la lanza sangraba a chorros y humeaba al mismo tiempo: el argénteo metal le quemaba la carne. Billy supo, con satisfacción, que era una herida que Cuchillo Rojo no podría sanar.
—¡Caminante de la piel! —exclamó en la lengua de sus ancestros— ¡Regresa a la tierra de las sombras!
Retorció la lanza en la herida, agrandándola todo lo que pudo antes de arrancarla de un tirón y volver a clavarla, de abajo hacia arriba, en el cuello. La punta traspasó pelaje y músculo como si fuese barro, la sangre brotó en un surtidor ardiente que empapó a Billy. La bestia cayó de espaldas, arañando el aire con las zarpas. Mientras lo hacía, se fue haciendo más pequeña, el negro pelaje retrayéndose hasta desaparecer, y revelando a un hombre desnudo. Y bien muerto.
El joven piel roja desclavó la lanza del cadáver y se apoyó en ella, a duras penas capaz de mantenerse en pie. Huxley se acercó para ayudarlo a llegar hasta los caballos.
—Se acabó —murmuró Billy.
Y una voz profunda le respondió desde las sombras:
—Eso crees tú, Ciervo Ágil. Habrás matado a una bestia, pero la que habita en tu interior sólo acaba de despertar.
¿Fin?
Dedicado a Ezequiel, quien tuvo la idea del relato en primer lugar.
Te amo, hijo, y espero que —cuando tengas la edad para leer las locuras de tu padre—, te guste el resultado de esta historia de «vaqueros contra el hombre lobo» que tú mismo sugeriste.
La colección de Weird West, se puede adquirir aquí:

martes, 1 de diciembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap. 6

 
 
 
 

Weird West: Caminante de la piel Cap. 6

Escrito por J.r. Del Rio
VI
La galería central hedía a sangre seca y carne rancia; a muerte vieja. Los huesos mondos de al menos una docena de cuerpos cubrían el suelo como una macabra alfombra, crujiendo bajo los mocasines de Billy cuando éste entró. Dio un paso más hacia el interior, murmuró una plegaria al Gran Espíritu para vencer la repulsa que aquel lugar le provocaba y siguió avanzando. La luz de la tea mostró la pared del fondo y las imágenes allí pintadas: dibujos simples, toscos, pero que narraban en su sencillez una historia tan horripilante como cierta. Cuando Billy se acercó para examinarlos, estos cobraron vida de repente, enseñándole el pasado.
Allí se habían refugiado Cuchillo Rojo y su gente durante el invierno; allí, también, era donde habían tomado la elección que los condenó, que los convirtió en pa•psa’lo, en fieras con piel de hombre. Y a su líder en algo todavía peor. Imágenes de pesadilla llenaron el ojo de su mente: carne, sangre y sufrimiento. El sacrificio de unos por la supervivencia de otros, los más fuertes. Y, presidiendo aquella orgía de atrocidades, siempre embozado bajo la piel de lobo, estaba él. El brujo oscuro, el verdadero enemigo: Corre con Lobos.
Cuando Billy parpadeó, lo tenía delante. No como una visión del pasado, sino como una realidad del presente.
—Prepárate, Ciervo Ágil —dijo, soplando sobre su cara un espeso polvo que se le introdujo por la boca y nariz, además de cegarlo—. Estás a punto de emprender tu viaje.
Billy cayó, teniendo arcadas y sacudiéndose como si acabara de picarlo un escorpión. Sentía que se le agarrotaban las extremidades y se le cerraba la garganta. Que el cuerpo dejaba de pertenecerle, a medida que la oscuridad iba enturbiándole la mente.
Ya la niebla se había disipado cuando Huxley y Curtis llegaron al lugar de la emboscada. En el camino se encontraron con las monturas de sus compañeros, y Curtis aprovechó para hacerse con el caballo de Colorado y no fatigar más al del sargento, que venía llevándolos a los dos al galope desde el bosque. Pero al entrar en el paso no encontraron ningún cadáver; sólo numerosas salpicaduras de sangre. Y algo más.
—¡Diablos! Mira esto, Curtis —dijo Huxley, con voz apagada. Ambos habían desmontado para examinar el terreno, donde hallaron casquillos de bala. Pero ni un cuerpo, ya fuera de los suyos o del enemigo. Eso no era normal.
—Joder —exclamó el soldado, al que casi se le escapó el cigarro de la boca al ver lo que el sargento le señalaba. Se trataba de la mano derecha del teniente Chance, rodeada por un espeso charco de sangre, y que reconocieron por el sable que todavía empuñaba.
—¿Dónde están los demás? —preguntó exaltado.
—¿Y dónde está el resto del teniente? —preguntó a su vez Huxley, enarcando las cejas.
Algo se aferró entonces a la pierna derecha de Curtis, tironeando de la pernera del pantalón y haciéndole dar un salto. Al volverse se encontró con una mano ensangrentada, unida a un cuerpo deshecho del que escapó una única y ronca súplica:
—Ayuda…
Los dos tardaron en reconocer, en ese torso destrozado, en esa faz balbuceante, donde echaban en falta un ojo y la mitad de la nariz, al soldado Baker. También le faltaban las piernas, una arrancada a la altura de la ingle y la otra por encima de la rodilla, por lo que reptaba sobre los codos y el vientre, como una babosa que dejara una estela roja a su paso. La visión fue demasiado para Curtis, que se dobló sobre sí mismo, emitió una sorda arcada y echó fuera cuanto tenía en el estómago.
—¡Baker! —exclamó Huxley, logrando a duras penas conservar la entereza—. ¿Quién te hizo esto?
—La niebla…
—¿Y dónde están los demás?
—Se los llevó…
—¿Quién se los llevó, soldado? ¿Quién? —Huxley estaba casi gritando, inclinado sobre el rostro del moribundo, quien le obsequió con una sonrisa manchada de sangre y repitió, antes de expirar:
—La niebla… —Y quedó inerte.
Huxley le cerró el ojo que aún conservaba. Curtis se enderezó, enjugó sus ojos y encendió otro cigarro para quitarse el mal sabor del vómito de la boca. Luego se miraron.
—¿Qué te dijo?
—Que se los llevó la niebla.
—¿Y tú le crees?
El sargento se encogió de hombros. Trataba de parecer tranquilo, pero lo cierto es que estaba temblando.
—Algo se los llevó, Curtis. Y no podemos marcharnos sin saber si están vivos. Y si lo están, posiblemente necesitan nuestra ayuda.
—Detesto cada vez más esta misión, sargento.
—Yo también, soldado.
Siguieron avanzando a través del paso a pie, llevando los caballos por las bridas, pues el sol se había puesto y a oscuras, y en un terreno tan accidentado, el riesgo de un accidente era alto. Ya brillaban sobre ellos las primeras estrellas cuando dieron con su segundo hallazgo, uno que se les acercó al trote.
—¡Es «Viento»! —exclamó Huxley, reconociendo al potro de Billy, que venía en sentido contrario y parecía muy nervioso. El sargento avanzó para acariciarle hocico y cuello, y palmearle con afecto los flancos.
—Eso es, muchacho, eso es. Tranquilo —susurró—. ¿Dónde está tu amo, eh?
El inteligente animal no le respondió, pero poco le faltó para hacerlo. Huxley se apartó de él, pensativo.
—¿Y ahora, sargento?
—Seguimos sus huellas. Al final, sabremos qué pasó con Billy y los demás.
—Esta misión se pone cada vez más extraña, ¿sabe?
—Lo sé.
En el fondo del valle, rodeado por las paredes de las sierras, ardía una gran fogata a cuyo alrededor —y bajo la luz espectral de la luna llena— tenía lugar una ceremonia tan milenaria como impía. La iniciación de un guerrero en la senda del pa•psa’lo hími•n, del Lobo Caníbal, el monstruo que se nutre de la carne de sus congéneres.
Sentados cerca de la hoguera, desnudos los torsos y sucias de sangre las manos y los rostros, se hallaban los cuatro guerreros; los cuatro renegados de Cuchillo Rojo. Ellos ya habían comido, como delataban los restos que se apilaban a su alrededor; huesos sanguinolentos a los que habían arrancado la carne a dentelladas. Con la casaca hecha harapos sobre su poderoso torso, el teniente Chance colgaba, amarrado al tronco de un árbol, por la cintura y el brazo que conservaba ileso, pero inconsciente. De pie junto a él estaba el propio Cuchillo Rojo, un gigante silencioso que aguardaba órdenes. Y éstas las daba Corre con Lobos, que permanecía al otro lado de la hoguera, desde donde dirigía los ritos.
Frente a Chance y dándole la espalda a las llamas, con las pupilas dilatadas y la mirada ausente, perdida en algo que sólo él podía ver, se encontraba Billy, a punto de iniciarse en el canibalismo.
—¿Deseas fuerza? —preguntó la voz seductora, cargada de promesas, de Corre con Lobos—. ¿Deseas valor? ¿Deseas poder?
—Tómalos —respondieron los cuatro salvajes en torno al fuego, como en un absurdo aquelarre.
Y una parte dentro de Billy, mal que le pesase, ansiaba esa fuerza. Ansiaba ese valor, ese poder. Él, que había visto a su pueblo pisoteado por la ambición del hombre blanco; humillado, expulsado de sus tierras, recluido en reservas y forzado a aprender la doctrina de un dios que no era el suyo… Ansiaba hallar la manera de recuperar todo aquello que les había sido arrebatado. 
—Bebe la sangre y que ésta hierva en tus venas —prosiguió el brujo—. Devora la carne y que ésta inflame tu pecho. ¡Tómalos!
—¡Tómalos!— repitió el coro de salvajes.
Como obedeciendo a una señal implícita, Cuchillo Rojo sacó su puñal y deslizó el filo por el pecho expuesto del teniente, que despertó estremeciéndose y soltando un quejido ronco. El filo del jefe guerrero cortó profundo y con pericia, trazando un semicírculo. Bastó luego un tirón para arrancar el pedazo, una lonja sangrienta de músculo y piel que dejó a su dueño sollozando de agonía.
—¡Tómalos! —insistió Corre con Lobos. A la par, en una bárbara parodia de la Comunión, Cuchillo Rojo acercó la roja rodaja de humanidad recién cortada a la boca entreabierta de Billy.
—¡Tómalos! —repitieron los cuatro.
El olor embriagador de la sangre asaltó las fosas nasales de Billy, despertando el instinto más básico. Desde el fondo de su ser, más allá del corazón y las entrañas, una fiera voraz empezó a desperezarse, a roerlo por dentro. El cántico se intensificó.
—¡Tómalos! ¡Tómalos! ¡Tómalos!
El joven abrió la boca cuando la sangre goteó sobre sus labios. Los salvajes junto al fuego, el brujo y Cuchillo Rojo empezaron a aullar a un tiempo; una manada de lobos humanos que festejaba triunfal la llegada de un nuevo cazador a sus filas. Entonces sonó el primer disparo y uno de los renegados cayó hacia delante, con los brazos abiertos y traspasado de parte a parte. Otro intentó volverse, ya con el rifle en las manos, y el segundo disparo le arrancó la mitad inferior del rostro, maxilar incluido. Eran Huxley y Curtis, que abandonaban las rocas donde habían permanecido ocultos para irrumpir en el valle disparando sus Winchesters, confiados en la ventaja de la sorpresa contra la superioridad numérica.
—¡Billy! —gritó el sargento al reconocer a su joven amigo. Y volvió a disparar, acercándose al fuego y obligando a los dos renegados restantes a retroceder.
Billy cerró los ojos un momento. Cuando volvió a abrirlos brillaban despejados, libres de la bruma del hechizo, igual que su mente. Cuchillo Rojo tardó un segundo de más en advertirlo, que él aprovechó para sorprenderlo con un puñetazo que lo hizo rodar por tierra. Después desenvainó el cuchillo y corrió junto al teniente.
—Sabía… que eras… un salvaje traidor… como toda tu sucia raza —masculló éste, que aún mutilado y maltrecho permanecía fiel a sus convicciones. Billy torció el gesto.
—Mejor deje de retorcerse, teniente —dijo, cortándole las ligaduras—. No querría lastimarlo.
Alcanzó a liberarlo justo a tiempo para ver al corpachón de Cuchillo Rojo que, recuperado del golpe, se arrojó sobre él, derribándolo. Rodaron por el suelo, trabados como dos panteras, cada uno armado con un puñal y luchando por clavarlo en la piel del otro. Billy era más joven y estaba en la cúspide de sus capacidades físicas, pero la fuerza del caudillo renegado era sobrehumana y no tardó en quedar encima de él. Con una mano aplastó la muñeca armada del scout contra el suelo, inmovilizándola, mientras la otra alzaba el puñal, listo para dejarlo caer sobre el pecho desnudo de su enemigo. Billy se retorció inútilmente y estiró con desesperación el brazo libre hasta aferrar una piedra,  asestando luego en un terrible golpe contra la cabeza de su adversario.
Cuchillo Rojo cayó, sangrando en abundancia por una brecha recién abierta en la sien. Con un grito de guerra, Billy se le echó encima. Hundió el cuchillo hasta el mango en el musculoso vientre, retorciéndolo y dejándolo ahí clavado. Después se incorporó resoplando como un fuelle. Al hacerlo, se encontró con la mirada aterrorizada del teniente Chance, clavada en algo que sucedía detrás de Billy. Algo imposible.
—¿Crees que puedes matarme como a cualquier hombre, Ciervo Ágil?
Billy se volvió, sin dar crédito a lo que oía, y menos aún a lo que vio. Cuchillo Rojo había vuelto a levantarse y acababa de arrancarse el cuchillo del estómago. La herida, que llegaba hasta las tripas, se cerró por sí sola en cuestión de segundos, sin dejar cicatriz o marca alguna. Billy pensó en las palabras de su abuelo y en la poderosa medicina que éste le diera para enfrentarse a las fuerzas de la oscuridad. La misma que él había perdido por el camino.
—Soy mucho más que eso… ¡soy un caminante de la piel! —La voz del caudillo trocó en un gruñido animal, los ojos relucientes como un par de ascuas amarillas.
Después, empezó a cambiar.

Continuará...

 

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martes, 24 de noviembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap. 5

 
 
 
 
 
 
Weird West: Caminante de la piel Cap. 5

Escrito por J.r. Del Rio

                                                                     V
Huxley se adentró en la arboleda, empuñando el rifle con manos sudorosas y arrastrando ligeramente la pierna derecha por culpa de un doloroso tirón provocado al saltar de la montura en movimiento. Ya no era un jovencito y su cuerpo se encargaba de recordárselo, cada vez más a menudo. Sobre él, la techumbre de ramas y hojas bloqueaba la poca claridad que le quedaba al día. Bajo las botas se partían las agujas de pino, provocando crujidos que se le antojaban increíblemente ruidosos. Iba pensando en el piel roja al que acababa de abatir, que había seguido avanzando con un tiro de Winchester en las tripas. En sus más de veinte años de servicio jamás había visto algo así.
El bosque se abrió a un pequeño claro donde encontró a los cuatro potros de los renegados, animales nervudos y fuertes, que mascaban hierba a la espera de sus amos. Al menos tres de ellos no volverían. Uno de los animales alzó la cabeza con indiferencia al ver aparecer al sargento, que pasó junto a ellos casi sin mirarlos, con los ojos puestos en la espesura que tenía delante. Una sombra pasó fugaz entre dos árboles y Huxley abrió fuego, espantando a las bestias. Luego corrió hacia ella, resguardándose detrás de un tronco cuando esta le devolvió el fuego.
Huxley oyó el chasquido del Winchester enemigo al amartillarse y luego otra bala golpeó su refugio, arrancando una lluvia de astillas de corteza. Agachado, se asomó por un costado y disparó a la forma que entreveía tras las ramas; un satisfactorio gruñido de dolor le dijo que había hecho blanco.
—¡Te tengo, cabrón! —Salió del refugio disparando, sus balas atravesando el espacio que un instante atrás había ocupado su enemigo. Pero éste ya no estaba allí y sólo encontró un rifle, abandonado en el suelo junto a un gran charco de sangre.
Ese rastro se internaba todavía más en la arboleda, y Huxley lo siguió. Con su adversario desarmado y malherido, confiaba en no tener más que rematarlo. La forma ensangrentada que cargaba de repente, con los ojos vidriosos y gruñendo como una fiera, hizo que se percatase de su error. Huxley retrocedió, sobresaltado, y apretó el gatillo.
«¡Clic!». El chasquido anunció que se había quedado sin balas, y no le quedó otra que alzar el rifle a la manera de una cachiporra, interponiéndolo entre su cuerpo y el del salvaje. La embestida fue brutal; bastó para derribarlo de espaldas, con su atacante montado encima de él. El piel roja gruñía. Gotas de saliva sanguinolenta se le escurrían de la boca entreabierta, salpicando el rostro de Huxley, que sólo podía empujar el rifle hacia arriba para intentar revolverse y rodar. Pero la fuerza del otro era tremenda y el rifle bajaba cada vez más, amenazando con aplastarle la garganta. Nunca se había enfrentado con alguien tan inhumanamente fuerte.
Huxley se sintió desfallecer. Los brazos le temblaron por el esfuerzo y, para su mayor desesperación, el salvaje se bastaba con sólo una mano para mantenerlo inmovilizado, mientras la otra desenfundaba un cuchillo. Lo vio alzarlo sobre su cabeza. Vio también la mueca triunfal en la boca desmesuradamente abierta, poblada de dientes agudos y afilados. Después sonó un disparo y la cabeza del salvaje se deshizo en una explosión de sangre, sesos y esquirlas de hueso. El cuerpo se desplomó sobre el sargento, quien tras un agotador forcejeo consiguió quitárselo de encima. Se enderezó, sentado sobre el suelo del bosque, embadurnado de sangre y trozos de cerebro. Vio a Curtis, que por fin había logrado desembarazarse del caballo muerto y avanzaba hacia él, con el Winchester humeante en las manos y el sempiterno cigarro colgándole de la boca. Sonreía.
—¿A que hice bien en desobedecerte, sargento?
—Muy bien, Curtis. Convídame a un cigarro y me encargaré de que te asciendan.
La caverna bostezaba desde la pared rocosa de la sierra, al final de un escabroso sendero cuesta arriba. Billy había subido hasta allí con la esperanza de otear por encima del terreno —y de la niebla que lo cubría— en busca de su caballo y del resto de su grupo. Y ahora se encontraba frente a esa gran boca abierta: una invitación a la más inescrutable oscuridad que, por alguna razón, encontraba muy difícil de resistir. Tal vez fueran los cánticos y los tambores, que lo llamaban con insistencia. O tal vez fuese la voz del propio Corre con Lobos, el brujo oscuro, que se sumaba a la llamada:
—Ciervo Ágil… La última vez que te vi eras un niño que corría detrás de su padre y sus hermanos con un pequeño arco, intentando ser un guerrero como ellos. —La voz era profunda, poderosa, y lo llamaba por su verdadero nombre. No entraba por los oídos, sino que vibraba a través del pecho—. ¡Y ahora ellos te ven, desde la tierra de los espíritus, luchando junto a sus enemigos!
—No lucho junto a los rostros pálidos…
—Engáñate a ti mismo, Ciervo Ágil. —La risa del brujo reverberó contra su esternón, haciéndolo estremecerse—. Hasta te han hecho vestir sus ropas.
Billy se arrancó con furia la desteñida casaca azul, como si le quemase, quedando con el fibroso torso al descubierto.
—No lucho junto a ellos —repitió, desafiante y altivo frente a la cueva—. Lucho por mi abuelo, Serpiente Sabia. Lucho por destruirte, Corre con Lobos. A ti y al monstruo que has creado.
—Ven entonces, Ciervo Ágil. ¡Ven y enfréntame como un guerrero!
El joven nativo recogió la casaca del ejército y la hizo jirones. Con ellos y con una gruesa rama reseca se confeccionó una antorcha, que encendió valiéndose del yesquero que llevaba consigo. Después, con la llama en alto y el rifle colgado en bandolera, empuñado con sólo una mano desde la cadera, entró en la cueva. La oscuridad lo envolvió, buscando atraparlo en su abrazo, pero la luz de la antorcha la ahuyentó y se replegó sobre sí misma para quedar oscilando entre los resquicios de piedra. El interior era más amplio de lo que él esperaba, con un techo que subía hasta perderse en la negrura más absoluta y varias galerías que se bifurcaban a partir de la entrada: un laberinto que atravesaba el corazón de las sierras, y en el que corría el riesgo de perderse sin remedio.
—Ven a buscarme, Ciervo Ágil. —La voz, esta vez estaba seguro, provenía de una de las galerías. Hacia ella se encaminó Billy, despejando las tinieblas con la antorcha y el rifle apuntado al frente, mientras la risa de Corre con Lobos volvía a burlarse de él.
«Hallarás mucho más de lo que has venido a buscar.»
—¡Baker! ¿Ve algo?
—Con esta jodida niebla, apenas la punta de mi nariz, señor.
La densidad de la niebla, sumada a lo accidentado del terreno y a la inquietud cada vez mayor de los caballos —que poco a poco se iba volviendo pavor—, los había obligado a dejarlos atrás y proseguir a pie. Los cuatro marchaban en fila india, con Baker unos metros por delante, seguido por el teniente Chance, Colorado y Rawlins, que iba cerrando la marcha. Tropezaban frecuentemente con las rocas, grietas y raíces que la bruma mantenía ocultas, y las faldas rocosas de las sierras se alzaban a sus flancos, reforzando la ominosa sensación de encerrona. Los nervios estaban al límite; una película de sudor frío cubría los rostros de los hombres y manos tensas sujetaban las armas. A todo esto se sumaban los tambores y los cánticos, que seguían resonando en la distancia.
—¡Ahí! —gruñó el recluta, realizando al tiempo un disparo que repicó contra las rocas de la sierra. Todos se volvieron en su dirección, con las armas prestas, mientras el eco se elevaba por las paredes del barranco hasta desaparecer.
Nada. A través de la bruma ninguno distinguió otra cosa más allá de los irregulares contornos pétreos. Chance lo miró de reojo, sin bajar el revólver.
—¿Qué vio, Rawlins?
—Ua oma…
—¿Qué?
Frustrado, el recluta lanzó un esputo de sangre y repitió:
—Una som… —Iba a decir «una sombra» pero la palabra se quebró en un grito cuando algo (tal vez lo mismo que había visto deslizarse ladera abajo hacía unos instantes) lo atrapó por detrás. Los demás le vieron agitar los brazos, elevarse hasta más de siete pies de altura y luego desaparecer a través de la niebla, arrastrado por un atacante invisible.
—¡No disparéis! —gritó Colorado, por miedo a herir al recluta. El ronco estertor que siguió dio prueba de que eso ya no era una preocupación, así que abrieron fuego.
Tronaron las armas; una descarga cerrada traspasó la niebla, y esta volvió a cobrar vida. Algo golpeó a Colorado, arrancándole el rifle de las manos y arrojándolo por los aires. Cayó de espaldas, desgarrado desde las ingles hasta el cuello, con las entrañas saliéndosele en medio de sangrientos borbotones. Se estremeció en el suelo, dejó escapar algo parecido a un gorjeo húmedo, y quedó inerte.
—¡Fuego! —aulló el teniente, que no daba tregua a su revólver. Baker también gritaba mientras disparaba el Winchester desde la cadera, accionando sin pausa la palanca. Como dotada de vida propia, la niebla se espesó en torno a los dos supervivientes, y brumosos tentáculos se agitaron, ominosos, hacia ellos.
—¡Ven, salvaje hijo de perra! —gritó Baker sin dejar de disparar—. ¡Muéstrate, jodido cobar…!
No llegó a completar la bravata, que se convirtió en alarido al verse atrapado por una fuerza escalofriante. Unas fauces se cerraron sobre su pierna derecha, triturando carne y hueso para luego arrastrarlo hacia lo más denso de la bruma. Chance lo vio soltar el rifle y arrojar manotazos desesperados; lo vio hincar los dedos en la tierra y dejar en ella gruesas marcas antes de desaparecer.
—¡Baker! —gritó; y siguió disparando el revólver, agotando hasta la última bala.
El alarido del soldado se elevó en una nota tan aguda que no parecía provenir de su garganta, y así se prolongó por largos segundos. La niebla había envuelto al teniente, convertido su mundo en un cúmulo fantasmagórico y blancuzco que sólo permitía el paso del sonido. Cuando los gritos de Baker se extinguieron, Chance no perdió tiempo en recargar el Schofield y desenvainó el sable en su lugar. Atacó, cegado por la furia, lanzando tajos que no cortaban nada más sólido que la neblina. Y cuando por fin dio con algo, eso atrapó su brazo por la muñeca y tiró de él. Se resistió con todas sus fuerzas, recurriendo hasta la última fibra de su hercúleo cuerpo. Hubo un ruido de desgarro horrendo y luego Chance retrocedió, tambaleante, mirándose el muñón sangriento en que se había convertido su miembro, mutilado a la altura del antebrazo.
—Dios… —murmuró. Las piernas ya no pudieron sostenerlo y cayó de rodillas. Se preparó para el fin, pero éste no llegó.
Las nieblas se abrieron, dando paso a un verdadero coloso. Un hombre desnudo, casi tan alto como él y dueño de una musculatura impresionante que se advertía tensa bajo la piel roja. Una larga cabellera negra enmarcaba sus facciones. Estaba embadurnado en sangre desde la barbilla al bajo vientre, y también las manos, pringosas hasta los codos.
Chance, aquejado por una oleada de dolor nacida de la mano que ya no tenía y que se prolongaba hasta más allá del hombro, se mordió el labio para no darle el gusto de oírle gritar.
—¿A qué esperas? —jadeó, sin fuerzas—. Acaba de una vez, hijo de…
El pie descalzo del salvaje lo golpeó en el pecho, haciéndolo caer de espaldas. Desde allí vio aparecer a los demás: cuatro renegados que salieron de la niebla para sujetarlo por hombros y piernas. El dolor y la pérdida de sangre le hicieron perder el sentido antes de que se lo llevaran

 
Continuará...

 

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martes, 17 de noviembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap. 4


 
 
 
 
 
Weird West: Caminante de la piel Cap. 4

Escrito por J.r. Del Rio
IV
 
 
—¡Arre!
Huxley y Curtis se separaron abruptamente de la columna, dirigiéndose a toda velocidad hacia la espesa arboleda donde, minutos atrás, se habían internado los cuatro renegados. Y desde allí los vieron aparecer, a pie y rifles en mano, con sus rostros feroces asomando entre la espesura.
—¡Cuidado! —Huxley disparó el Winchester desde la silla y una de las cuatro caras explotó en sangre. Los otros tres renegados devolvieron el fuego y los soldados hicieron que sus monturas se separasen, pero una de las balas atravesó el cuello del caballo de Curtis. Mortalmente herida, la bestia se desplomó de lado, aprisionando al jinete y dejándolo expuesto a los enemigos que se acercaban.
El sargento desmontó sin llegar a frenar del todo y volvió a disparar. Curtis se le unió, desde el suelo y con medio cuerpo bajo el caballo muerto. Uno de los renegados cayó, con al menos tres balas en el torso. Huxley avanzó disparando; la palanca del Winchester bajaba y subía en su mano, accionada con frenesí. Otro dio un salto hacia atrás al recibir el plomo candente en las entrañas, pero con un rugido bestial se recompuso y siguió avanzando sin que el sargento pudiese dar crédito a sus ojos. Llegó a abrir fuego una vez más y el disparo hizo volar la hierba junto al cuerpo de Curtis; luego otro disparo de Huxley hizo que le saltase la tapa de los sesos. El cuarto renegado se dio a la fuga y el sargento le disparó, pero falló por muy poco: la bala se incrustó en un tronco mientras su blanco desaparecía en la espesura.
—¡Mierda! —No podían dejar a ninguno atrás, no con vida—. Regresaré. Espérame aquí. —Y se internó en el bosque, detrás del renegado.
Curtis se quedó ahí, luchando por liberar su pie del estribo y salir de debajo del caballo muerto.
—«Espérame aquí»… ¿Y a dónde podría ir? ¡Joder!
El aire azotaba el rostro de Billy y hacía ondear sus cabellos como un negro estandarte. El potro galopaba como nunca antes lo había hecho; él iba de pie sobre los estribos y doblado sobre el cuello de la bestia, a la que susurraba palabras de aliento en su lengua nativa. Palabras de poder para alejar el cansancio de los músculos e insuflar coraje en el corazón. Palabras aprendidas de Serpiente Sabia, el chamán, su abuelo; cuya voz todavía resonaba con insistencia entre las sienes del joven, recordándole su misión:
«Cuchillo Rojo alguna vez fue un bravo guerrero, digno de respeto. Pero durante el invierno que pasó en las montañas, Corre con Lobos le hizo abrazar la oscuridad. A él y a los suyos, pero a él más que a nadie.»
Por eso estaba allí, por eso había acudido ante el sargento, ofreciéndose como voluntario para esa expedición.
«En medio del frío y la desolación, el brujo los moldeó a su retorcido antojo. Les hizo romper el tabú, les hizo comer la carne prohibida, llevándolos por el camino del pa•psa’lo, de la bestia voraz que se nutre de sus hermanos. Pero con Cuchillo Rojo fue más allá.»
Y ahora que se encontraba tan cerca de su objetivo, no podía dejar de escuchar a Serpiente Sabia. El severo eco de la voz que se colaba en sus recuerdos.
«Corre con Lobos le hizo salir en búsqueda de su wé•yekin, su espíritu guardián, para que le diera fuerza en la batalla. Pero en su lugar ató su alma a la de un espíritu maligno, una criatura de la tierra de las sombras. Ahora, él es un Caminante de la Piel, un cambia-formas, una aberración. Y debe ser destruido.»
Billy tampoco podía arrancarse la duda que llevaba clavada en el pecho como una insidiosa espina. ¿Estaría él a la altura de la misión que tenía por delante?
La llanura se había estrechado; ahora era un paso flanqueado por las primeras estribaciones de las sierras. Los soldados habían quedado atrás y tardarían un rato en darle alcance. Tanto mejor. Billy confiaba en la protección del Gran Espíritu y en la poderosa medicina que su abuelo le había dado antes de partir; la que llevaba sujeta a sus arreos, esperando el momento de ser utilizada.
Pasó del galope a un trote acelerado y se desvió allí donde el paso se angostaba aún más, volviéndose tortuoso el sendero. Avanzó, cada vez más lentamente, serpenteando entre rocas y árboles resecos de troncos grises, y ramas retorcidas como viejas zarpas artríticas, nutridos de la misma corrupción que manchaba esas tierras. Y Una corrupción que el joven, aunque todavía no tan sabio ni tan sensible al mundo de los espíritus como su abuelo, ya era capaz de percibir en todo su ser. Iba con las riendas en una mano y el rifle en la otra, los sentidos alerta y el cuerpo en tensión, como un arco listo para ser disparado.
Frente a él, una monstruosa talla en madera se erguía situada a un lado de la senda. Un mojón para señalar el límite entre el dominio de los hombres y el de aquellas cosas que iban más allá del simple entendimiento. Lo coronaba una terrible cabeza de lobo tallada con espantoso realismo, con las fauces abiertas y los pintados ojos inyectados en sangre. En torno a su base se amontonaban las ofrendas: cráneos y huesos humanos sobre los que podían verse marcas de dientes, algunos demasiado pequeños para haber pertenecido a hombres adultos. Billy apretó los suyos propios hasta hacerlos crujir; su mano izquierda dejó las riendas y acarició instintivamente el amuleto que le colgaba del cuello.
—Gran Espíritu…
Entonces reparó en el redoble lejano, que había empezado unos minutos atrás e iba haciéndose más y más audible. Música de tambores, acompañada de cánticos feroces, como el aullido hambriento de los lobos en una noche de invierno. Los ojos de la talla permanecían fijos en él, siguiéndole con la mirada conforme se iba acercando. Ya todo era irreal, como en un sueño de esos que en cualquier momento pueden trocar en pesadilla. Y los tambores seguían sonando —¿o era su propio corazón el que le martilleaba frenético contra las costillas?— mientras se le erizaba el vello de la nuca y un sudor frío le cubría la piel. La talla estaba cada vez más cerca, la cabeza de lobo era cada vez más real, parecía capaz de cobrar vida y atacarlo en cuanto pasara junto a ella… El caballo debió percibir lo mismo, pues se negó a seguir avanzando.
 —Tranquilo, «Viento». Calma, compañero… —susurró. Pero esta vez sus palabras no bastaron para tranquilizar al animal, que estaba aterrorizado. Hollaba inquieto la tierra con los cascos y corcoveaba hasta que, al final, a unas escasas dos yardas de la efigie tallada, soltó un relincho, se alzó violentamente sobre las patas traseras y derribó a su dueño.
Billy cayó y rodó con agilidad sobre su espalda, pero el caballo se dio la vuelta y emprendió la fuga mucho antes de que él pudiese hacer nada por detenerlo. Los cánticos y tambores sonaban cada vez con mayor intensidad y, cuando quiso salir en busca del caballo, se percató de algo más: la niebla que, al principio, culebreaba fantasmal entre sus piernas, pero que ahora había comenzado a alzarse y a volverse más y más espesa.
La niebla ya había caído entre las sierras como una mortaja fantasmal cuando el teniente Chance y sus hombres se internaron en el paso. El oficial montaba al frente, con Baker en el flanco izquierdo y Colorado y Rawlins, que compartían montura, siguiéndolos desde varias yardas de rezago. Sobre ellos, el cielo se oscurecía a velocidad de vértigo, como si el sol tuviese prisa por hundirse en el horizonte.
—¡Alto! —Chance tiró de las riendas y la yegua se detuvo, resoplando aliviada. El animal presentía el peligro acechante en la niebla, que iba mucho más allá de partirse una pata en el terreno, cada vez más escabroso. Baker se detuvo tras Chance y, unos momentos más tarde, los otros dos se les unieron.
—Esto tiene toda la pinta de una emboscada, teniente —dijo Colorado, que observaba con desconfianza el angosto tramo que tenían por delante, ceñido por las irregulares paredes de piedra e inundado por la neblina—. ¿Y dónde se ha metido nuestro scout?
—¡Ese sucio indio cobarde nos ha abandonado! —escupió con desprecio Baker, junto con una espesa mezcolanza de tabaco y saliva. Pero Chance negó lentamente.
—Nos ha traído a una emboscada. —No hubo variaciones en el tono de voz del teniente, pero contrajo las poderosas mandíbulas y los ojos se estrecharon hasta volverse dos rendijas—. Nunca debimos confiar en un salvaje.
—¿É aeos aoa, eor?
Chance y Baker miraron extrañados al recluta.
—¿Qué?
—Que qué hacemos ahora —tradujo Colorado—. Se mordió la lengua al caer del caballo…
—Ya me di cuenta, soldado —lo interrumpió Chance, que volvió a observar al interior del paso, escrutando la niebla, intentando traspasarla con su la mirada. Tras una pausa dijo: —Vamos a avanzar.
—¿Sabiendo que es una emboscada? —el trampero de las Rocosas no parecía entusiasmado con la idea, pero Chance esbozó una mueca feroz.
—No será una emboscada si la estamos esperando. Y no voy a regresar a Fort Cooke sin la cabellera de Cuchillo Rojo y las de sus renegados. ¡En marcha, señores!
Y se internaron en el paso a través de la niebla que todo lo cubría. Y al hacerlo, creyeron oír el lejano redoblar de unos tambores.
 
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martes, 10 de noviembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap.3


 
 
 
 
 

Weird West: Caminante de la piel Cap. 3
Escrito por J.r. Del Rio


 
III
Era pasado el mediodía cuando hallaron los restos de la carreta y de sus ocupantes, aunque los carroñeros habían delatado su presencia mucho antes. Y el hedor, repugnantemente dulzón, se propagaba a media milla de distancia.
—Santo Dios —masculló Rawlins. Sus compañeros se apartaron de él, previendo una nueva vomitona.
La carreta estaba volcada sobre uno de sus costados. Los dos caballos muertos se pudrían bajo el sol, exhibiendo los cuartos traseros despellejados, en los que faltaban gruesas lonjas de carne. Pero el horror, el verdadero, esperaba por ellos del otro lado del carromato, en la forma de tres cadáveres. Un hombre, una mujer y una niña de no más de diez años. Mutilados y despellejados, también echaban en falta la carne de sus cuerpos, exhibiendo en muchas partes el blanco del hueso. Las aves se amontonaban, voraces, sobre ellos, y no se apartaron hasta que Colorado las ahuyentó a base de gritos y ademanes.
—Los conozco —dijo Huxley, quitándose la gorra en respeto por los muertos—. Un predicador y su familia. Hace como diez días que pasaron por Fort Cooke. Creo que iban a probar suerte al Canadá.
—Suerte es lo que les ha faltado —comentó Baker, al que los golpes no le impedían seguir mascando tabaco—. Pobres diablos…
Rawlins no vomitó, para sorpresa de todos. Sólo se limitó a descubrirse y agachar la cabeza. Lloraba en silencio, sin disimular las lágrimas.
—¡Scout! —llamó el teniente, que permanecía a lomos de su yegua, tan distante como ajeno al infernal espectáculo—. ¿Qué puede decirnos de esto?
—Atacaron ayer noche, mientras acampaban. —Billy ya había desmontado, y caminaba entre los despojos con la vista fija en el terreno—. Mataron a cuchillo. Comieron aquí mismo.
Fueron estas últimas palabras, su horrendo significado, las que ocasionaron el frío que recorrió las espaldas de los hombres a pesar del intenso sol.
—Malditas bestias —gruñó Curtis, con el cigarro apretado entre los dientes, mientras intentaba no mirar el hueso mondo de lo que había sido una pierna.
—Animales, son animales… —repetía con voz quebrada el recluta. Colorado le puso una mano sobre el hombro.
—¿Tenemos un rastro?
Billy ignoró la pregunta del teniente, dio una vuelta alrededor de los restos de la fogata y fue examinando ramas partidas, hierbajos pisoteados y tierra revuelta; nimios detalles invisibles para el ojo del hombre «civilizado». Se puso en cuclillas, arrancó un puñado de hierba y se lo llevó a la nariz. Chance estuvo a punto de repetir la pregunta, pero Huxley lo detuvo.
—Déjelo hacer, teniente.
Pasados unos minutos, el scout señaló, con el dedo extendido, en dirección noreste, allá donde crecían unas arboledas que eran casi bosques y, más allá de éstas, surgían unas sierras de aspecto irregular, como dientes mellados.
—¡En marcha, señores! —exclamó el teniente, azuzando su montura.
—¿Y los cuerpos, señor? —preguntó Curtis, que no tenía ganas de volver a hacer de enterrador, pero menos aún de dejar los restos de tres inocentes como bocado para las alimañas.
—Poco podemos hacer por ellos, más que vengar sus muertes. ¡Vamos!
Chance ya se alejaba al trote. Billy volvió a montar de un salto. Huxley y los cuatro soldados se miraron.
—¿Vamos a dejarlos ahí tirados? —La pregunta la hizo Rawlins, el recluta, mientras se restregaba los ojos enrojecidos.
—No hay tiempo para nada más —dijo, resignado, el sargento, e hizo volver grupas a su caballo—. Ya oísteis al teniente, en marcha.
Colorado se santiguó.
—Que Dios nos perdone a todos.
—Dios no tiene nada que ver con esto —señaló, con un escupitajo, Baker.
Faltaba poco para el atardecer cuando les dieron alcance. Diez jinetes que montaban a pelo, y a los que avistaron a un par de millas de distancia. Chance picó espuelas, lanzándose al galope, y los demás lo imitaron. Hubo un breve intercambio de disparos conforme se acercaban, pero la distancia era aún excesiva para los rifles, que igualmente perdían gran parte de su precisión al ser disparados desde la silla y a galope tendido. Luego, los renegados se retiraron, con los soldados tras ellos. Lanzaban chillidos al aire mientras huían, de burla y desafío. Huxley acercó su montura a la de Billy.
—El más alto es Cuchillo Rojo —dijo el scout, señalando una de las formas ecuestres en la distancia. El sargento entornó los ojos.
—Veo a uno con manto de piel.
—Es Corre con Lobos, el brujo. Él hizo a Cuchillo Rojo.
—¿Qué quieres decir?
—Lo convirtió en lo que es hoy.
—¿Y qué es?
—Una bestia con piel de hombre.
Entonces, Rawlins voló por encima de la silla y fue a dar de bruces contra la tierra por culpa de una madriguera de conejo, que atrapó una de las patas delanteras de su caballo, partiéndosela como una rama seca. Aturdido y con la boca llena de sangre, se empezó a incorporar, y a desesperarse ante la perspectiva de ser dejado atrás. Pero Colorado volvió para recogerlo.
—¡Sube! —le gritó, ofreciéndole el brazo. El recluta trepó tras él.
—…acia —masculló. Quiso decir «gracias», pero el haberse mordido la lengua hasta casi cortarse un trozo se lo impedía. El otro lo entendió, de todos modos.
—Dispárale a tu caballo, chico —le dijo—. No puedes dejarlo así.
Rawlins oyó los relinchos lastimosos del pobre animal. Le apuntó con el rifle a la cabeza y disparó sin mirar. Después salieron a la zaga de sus compañeros.
Desde la distancia —que se acortaba cada vez más— vieron separarse a los pieles rojas en dos grupos. Cuatro se internaron con los caballos en una densa arboleda, mientras que los otros seis —entre los que Huxley distinguió la alta figura del líder y, cabalgando a su lado y con el manto ondeando tras él, la del brujo— seguían rumbo a las sierras. Eso los puso en una disyuntiva.
—Si seguimos tras Cuchillo Rojo, nos exponemos a una emboscada de los que quedaron atrás —dijo el sargento, junto al teniente—. Si paramos para ocuparnos de ellos…
—Nos arriesgamos a perder a su líder. Entiendo, Huxley: esos cuatro están dispuestos a sacrificarse para que Cuchillo Rojo pueda escapar. ¡No les seguiremos el juego!
—¿Entonces?
—Usted y su indio deberán bastar para limpiar esa arboleda. Yo y el resto de los hombres seguiremos tras ellos.
—¡No! —intervino Billy, retrocediendo un poco para unírseles—. Yo debo ir a por Cuchillo Rojo.
Huxley lo miró, sorprendido. Chance no estaba dispuesto a discutirlo.
—Ya está decidido y es una orden, scout.
—¡No! —exclamó Billy de nuevo. Y tras azuzar a su montura, salió disparado en un galope que ninguno pudo igualar. Ni siquiera el teniente con su briosa yegua, quien, furioso, desenfundó el revólver.
—¡Maldito indio sedicioso!
Pero Huxley desvió el arma de un manotazo, antes de que pudiera ponerla en línea de tiro.
—¿Qué demonios cree que hace, Huxley? —Los ojos de Chance echaban chispas—. ¿Proteger a un desertor? ¡Puede costarle ser fusilado!
—El scout se enfrentará a las consecuencias cuando esto acabe, señor. Y yo también. Pero ahora lo necesitamos para que nos lleve hasta Cuchillo Rojo.
El teniente guardó el revólver. Parecía estar librando una lucha consigo mismo.
—Escoja a un hombre para ir a limpiar esa arboleda —gruñó al fin.
—Me llevaré a Curtis.
—Bien. Cuando volvamos a Fort Cooke, su indio responderá por esto. Y usted también.
—Entendido, señor. —Y en voz baja añadió—: Si es que volvemos.
 


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martes, 3 de noviembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap. 2

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Weird West: Caminante de la piel Cap. 2

Escrito por J.r. Del Rio
 
No era mucho lo que quedaba para enterrar, en efecto, pero eso no impidió a los soldados quejarse —entre ellos y por lo bajo— mientras cavaban la fosa común y bebían furtivos tragos de una petaca de aguardiente.
—Como si no tuviésemos bastante con los renegados asesinos de Cuchillo Rojo —mascullaba Baker, con la boca llena de tabaco—, que también podemos acabar en el estómago de un jodido oso grizzly.
—Que fueron lobos —insistió Colorado, sudando copiosamente bajo el sol de media mañana—. Esto ha sido obra de una jauría de lobos muertos de hambre.
—¡Eh, Rawlins! —llamó Curtis, con el cigarro colgando de la boca—. ¿A qué esperas para traerlo?
El joven recluta venía dando tumbos, arrastrando por el brazo lo poco que había quedado de McCullins.
—Creo que voy a volver a enfermar…
—¡Venga, recluta, si ya no debe quedarte nada en las tripas!
—No digas esa palabra, Curtis…
—¿Cuál, «tripas»?
Una ruidosa arcada fue la respuesta. Colorado resopló.
—A este paso no acabaremos nunca.
—¿Sabéis qué es lo que me toca las bolas? —Baker escupió hacia un lado y entrecerró los ojos bajo el sol, dando un largo beso a la petaca—. Que nosotros estemos aquí, haciendo de enterradores, mientras ese indio roñoso descansa a la sombra.
Miraba en dirección a Billy, el scout, que seguía alejado del grupo, con la vista perdida hacia lontananza. Y que así permaneció, hasta que el sargento Huxley le dijo, acercándose por detrás:
—Algo te inquieta.
El nativo asintió con un gruñido, sin volverse. El sargento se paró a su lado. Componían una curiosa pareja: tan altivo y espigado el primero, regordete y algo encorvado el suboficial nacido en Maryland, veterano de las guerras Indias y la Civil. Un hombre que no había conocido otra familia que el ejército, ni otro medio de vida que la guerra.
—¿No crees que hayan sido animales? —No obtuvo respuesta, y eso lo animó a proseguir—: Billy, sé que Cuchillo Rojo y su banda han hecho cosas terribles, pero esto…
—Has oído lo que se cuenta sobre Cuchillo Rojo, sobre él y el brujo que lo aconseja.
Huxley asintió.
—Que él y los suyos se ocultaron en las montañas, después de la derrota en Bear Paw. Dos docenas de guerreros, heridos y medio muertos de hambre. Nadie pensó que sobrevivirían al invierno.
—Pero lo hicieron. —Billy se volvió y Huxley retrocedió, impresionado por la negra intensidad de su mirada—. Apenas un puñado, menos de la mitad de los que huyeron, bajaron de las montañas con el deshielo. A sembrar el horror y la muerte. Mucho más fuertes y feroces.
—¿Estás diciendo que esta masacre fue cosa de ellos?
Antes de que Billy pudiese responderle, algo atrajo su atención.
—¿Qué porquerías indias llevas aquí? —Se trataba de Baker, que había dejado a sus compañeros echando las últimas paladas de tierra sobre la fosa para acercarse a la montura de Billy, que ahora revisaba con descaro—. ¡Creí que ya te habíamos civilizado!
 —Deja mis cosas.
El corpulento soldado no se dio por aludido: miró dentro de las alforjas, adornadas con símbolos tribales, y manoseó el asta de una larga lanza que llevaba colgada de los arreos, con la punta envuelta en una funda de piel. El scout fue hacia él con el ceño fruncido, seguido de cerca por Huxley, quien ya preveía problemas.
—¿Y qué me dices de esto? —se burló—. ¿Cuántas guerras tenemos que ganarles para que aprendan que un palo con punta no puede hacer nada contra una bala?
—Deja mis cosas —repitió Billy, y esta vez apartó a Baker de un empellón. Éste retrocedió dos pasos, sorprendido por el ímpetu del joven nativo. Luego lo miró con los ojos entornados, y una sonrisa de desprecio.
—Oblígame, salvaje.
—Baker, me parece que has pasado demasiado tiempo al sol —intervino el sargento, que ya había visto ese brillo en los ojos del scout y sabía que no presagiaba nada bueno para quien tuviese delante—. Ve al río a refrescarte las ideas, ¿vale?
—Como digas, sargento.
Pero al pasar junto a Billy, Baker se volvió para sorprenderlo con un puñetazo a traición, derribándolo. Después le soltó una patada en las costillas.
—¡A mí ningún jodido y sucio indio me dice qué hacer! —exclamó; y acompañó el insulto con otra patada que hizo rodar por tierra a Billy, que quedó hecho un ovillo. Pero cuando una tercera patada salió buscando su cabeza, logró detenerla. Atrapó la pierna de Baker entre las manos y, con un rápido giro, lo derribó de espaldas. El soldado gritó y Billy se le fue encima con la agilidad de un puma y descargó una lluvia de puñetazos sobre él.
—Suficiente, Billy —dijo Huxley cuando, tras el quinto puñetazo, la cabeza de Baker rebotaba contra la tierra sin que éste pudiese hacer nada por protegerse—. ¡Billy!
Éste dejó de golpear. Bajo él, la faz rubicunda de Baker aparecía salpicada de sangre, que manaba de la nariz y también de un corte en un pómulo. Ya estaba por quitarse de encima cuando la diestra del soldado se movió, en busca del Colt. Baker no llegó a sacarlo de la funda. Una fría sensación en el cuello lo hizo detenerse: era el cuchillo de Billy, aparecido como por arte de magia en la mano, y cuya hoja apretaba ahora contra su piel.
—¿Qué me decías de las balas, blanco idiota? —le susurró, enseñando sus dientes en una mueca feroz.
Sonó el estampido de un disparo, que acabó en la tierra junto a los dos combatientes. El teniente Chance avanzaba a lomos de su imponente yegua blanca, al paso y con el revólver humeando en la mano. Baker apartó la mano del suyo, Billy se separó de él y envainó el cuchillo.
—¡Vuelvan al trabajo! —ordenó el sargento al resto de los hombres, atraídos por la pelea como moscas por la mierda fresca—. Se acabó el espectáculo. ¡Vamos!
—¿Qué ha pasado aquí, sargento? —preguntó con calma el teniente, devolviendo el Schofield a su funda. Sus ojos fueron del maltratado rostro del soldado al del scout, que le sostenía la mirada en actitud desafiante.
—Sólo un malentendido, teniente. Nada más que eso.
—Ya veo. ¡Baker!
—¡Señor! —El soldadote se envaró lo mejor que pudo, mareado como estaba por la paliza.
—La próxima vez que empiece una pelea, más le vale ganarla. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Vaya a lavarse. Avergüenza al uniforme en ese estado.
—Sí, señor. —Y se dio la vuelta, dirigiéndose al río. Billy permaneció donde estaba, sin apartar la vista.
—Scout.
—Teniente.
—La próxima vez que amenace a uno de mis hombres con su cuchillo, me encargaré de hacerlo azotar. ¿Entendido?
A Huxley le impresionó la transformación sufrida por su oficial superior: los rasgos aparecían tirantes, desfigurados por una emoción mucho más poderosa que el simple desprecio exhibido por Baker. En sus ojos, normalmente fríos, ardía el odio.
—Sí, teniente —respondió Billy, obviando el «señor».
—Ahora fuera de mi vista. Prepárense para seguir viaje.

—¿Cuáles son sus órdenes, teniente? —preguntó el sargento Huxley cuando ya estaban todos montados y listos para continuar.
—Seguir adelante con la misión.
—Pero parte de la misión era reunirnos con los hombres de McCullins…
—Obviamente, eso no podrá ser. Seguiremos solos.
Huxley dio un vistazo a su espalda donde, unas yardas más atrás, aguardaban Baker, Colorado, Curtis, Rawlins —que seguía pálido— y, algo apartado de ellos, Billy.
—Con el debido respeto, teniente… Sin la gente de McCullins somos apenas siete.
—Un buen número. Los renegados de Cuchillo Rojo no son muchos más que nosotros. Y confío en que cada uno de mis hombres vale por al menos tres de esos salvajes semidesnudos.
Huxley se guardó de decirle que esos «salvajes semidesnudos» conocían el terreno mejor que cualquier blanco, que habían sobrevivido a uno de los inviernos más crudos de los que se tenía memoria —posiblemente, devorándose entre ellos mismos— y que, de las tres expediciones militares que salieran en su búsqueda desde principios de año, ninguna había regresado. Tomando su silencio como confirmación a sus palabras, el teniente ordenó:
—Dígale al indio que empiece a buscar rastros, que es la única razón por la que está aquí. ¡No regresaré a Fort Cooke sin la cabellera de Cuchillo Rojo!
Unos momentos más tarde, la partida volvía a ponerse en marcha. Seguían cabalgando hacia el norte, cada vez más lejos del territorio civilizado.
 
 
 
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