Capítulo I
Jonathan McIntire
bebió un sorbo de su vaso de whiskey y volvió a dejarlo sobre su regazo. El
movimiento hizo que la vieja mecedora se balanceara lentamente adelante y
atrás. Hacía un buen rato que había pasado la medianoche y ya no quedaba nadie
en las calles. Permanecía casi inmóvil, escrutando la negrura de la noche.
Desde hacía algún
tiempo venía repitiéndose la misma escena. Cuando ya no soportaba más estar
dando vueltas en aquella cama tan grande y tan vacía, se llevaba la mecedora al
porche de la casa y simplemente dejaba pasar el tiempo, hasta que llegaban las
primeras luces del alba.
Shi Kwei le
observaba desde la ventana del salón. Había oído a alguien afuera y se había
levantado, por si se trataba de algún visitante no deseado. Le tranquilizó comprobar
que se trataba de Jonathan, al menos en un principio. Nunca le había visto con
una expresión tan seria. No le conocía desde hacía tanto, pero las terribles
experiencias que habían vivido juntos les habían convertido en un equipo.
Aunque Shi pasaba buena parte de su tiempo en Chinatown, la casa de McIntire
era lo más parecido a un hogar. Y Jonathan y Amos eran lo más parecido a una
familia que tenía en aquel país.
La llegada del
sonriente muchacho de piel de ébano había sido una bendición. Su carácter
jovial y su natural predisposición para realizar todo tipo de tareas llevaban
algo de alegría a aquel lugar tan necesitado de ella. Aún así Jonathan estaba
diferente, más callado y siempre sumido en sus pensamientos. Desde la muerte de Harriet no había vuelto a
ser la misma persona. Jonathan trataba de hacer lo posible para que Amos y Shi
no se dieran cuenta de su estado de ánimo. Pero al verle ahora sentado en el
porche con la mirada perdida, se hacía más que evidente que no pasaba por su
mejor momento. Sus ojos estaban vidriosos y buscaba quién sabe qué en el manto
nocturno.
A pesar del
sigilo de la oriental, Jonathan se percató de su presencia en la ventana y le
hizo una señal para que saliera a reunirse con él.
—¿Tampoco puedes
dormir? —le preguntó cuando Shi Kwei apareció por la puerta principal.
—Tengo el sueño
bastante ligero. Oí a alguien en el porche y salí a asegurarme de que todo iba
bien.
—¿Siempre alerta,
eh? —sin esperar respuesta, continuó—. ¿Quieres un poco de whiskey?
La mujer negó con
la cabeza.
—Nunca bebo
alcohol y tú tampoco deberías hacerlo. Tu cuerpo es tu templo y deberías
cuidarlo un poco más.
—Me ayuda a
mantener alejados a los fantasmas.
El tono de voz de
Jonathan era agrio y amargo.
—Los fantasmas
siempre consiguen encontrar el camino de vuelta —dijo Shi Kwei.
Jonathan se quedó
como una estatua, hasta que finalmente habló con la voz rota.
—Le fallé,
¿Sabes?
Shi Kwei lo miró
confundida, sin saber a qué se refería.
—A mi mujer. Poco
antes de que pasara...—dejó la frase inconclusa—. Le prometí que la protegería
siempre. Le mentí, no pude hacer nada por ella. Le aseguré que pasaríamos
nuestra vida juntos, y ahora ella no está porque no fui capaz de cumplir la
promesa que le hice.
Shi Kwei estaba
un tanto azorada. En su cultura no eran nada común tales expresiones de
sentimientos, si no era con una persona muy cercana e íntima. Sospechaba que el
efecto del alcohol tenía algo que ver. Ahora le veía tan frágil, de una manera
muy distinta a veces anteriores.
—Lo único que
consigues con esa línea de pensamiento es torturarte. No había nada que pudieras hacer para
evitarlo. Nuestro destino es incierto y a veces también cruel. Yo también perdí
a mis hermanos luchando contra Shaitan. A veces la pena me ahoga la
respiración, pero jamás me arrepiento de lo que hicimos. Esta es la vida que me
ha tocado, y no quiero pasarla lamentándome.
Jonathan la miró
sorprendido.
—Para ser tan
joven eres todo un pozo de sabiduría.
—He tenido buenos
maestros. De todas formas no se trata de cuanto has vivido, sino de cómo lo has
hecho.
—Brindo por eso
—dijo Jonathan un poco más animado alzando su vaso.
—Deja de brindar.
Voy a preparar un té bien fuerte, vas a necesitarlo para despejar tu mente.
—¿Té? Bueno, al
menos me traerá recuerdos de mis días en Inglaterra —comentó con poca convicción.
—Espero que sean
recuerdos agradables —trató de animarle Shi Kwei.
—No en especial.
La mayor parte del tiempo no hice más que perder el tiempo y desperdiciar la
fortuna de mi familia.
—Enseguida
vuelvo.
Shi Kwei volvió
al interior de la casa y al rato
apareció nuevamente, portando dos tazas de humeante té en sus manos. Ofreció
una de ellas a Jonathan y las tomaron juntos, sorbo a sorbo y sin decir nada.
Simplemente dejando pasar el tiempo hasta que amaneciera.
Fue la sonora voz
de Amos la que les sacó del largo silencio. Acostumbraba a levantarse bastante
temprano, para atender y alimentar a su caballo y al de Jonathan. Shi Kwei no
poseía montura propia. Prefería andar, incluso cuando se trataba de trayectos
muy largos o fatigosos. Además, Amos se
encargaba de que hubiese siempre leña cortada para el hogar y en general, de
todas las pequeñas reparaciones que necesitaba la casa, porque Jonathan no era
precisamente un manitas. Era un muchacho muy hacendoso, de eso no cabía ninguna
duda. Apareció en la puerta del porche, estirando su musculoso cuerpo como un
gato para desperezarse.
—Buenos días. ¿Ha
habido fiesta esta noche y no estaba invitado? —preguntó con su sempiterna
sonrisa dibujada en el rostro.
—Ha sido más bien
insomnio —contestó McIntire mostrando su
taza.
—¿Que estáis
bebiendo? —volvió a preguntar intrigado Amos.
—Té —respondió
Shi Kwei.
Amos hizo una
mueca de evidente disgusto.
—No gracias. Yo
voy a hacerme un café como Dios manda.
Cuando ya volvía
a entrar en la casa, Amos pareció recordar algo.
—Por cierto, hay
una carta muy elegante sobre la mesa del salón. Viene lacrada y todo. Debe ser
para ti, aunque no pone ni remitente ni destinatario.
Jonathan lo miró
con extrañeza.
—¿Una carta?
¿Cómo pudo haber llegado hasta ahí? Estoy seguro de que anoche no había ninguna
carta en la mesa, ni en ningún otro lugar del salón. Llevo toda la noche sin
moverme de aquí, y puedo asegurar que nadie se ha acercado a la casa.
Amos se encogió
de hombros ante la retórica pregunta, para la que no tenía respuesta alguna.
Los tres se encaminaron al salón para examinar la misteriosa misiva. Se trataba
de un sobre blanco, de buen papel pero sin ningún distintivo. Al darle la
vuelta pudieron ver un sello, que representaba una letra zeta grabado sobre el
lacre.
—¿Algún familiar
o amigo tuyo quizás? —preguntó Shi Kwei.
—Ninguno que
recuerde ahora mismo y cuyo nombre empiece por zeta —respondió Jonathan
mientras abría el sobre.
—Yo tengo un tío
llamado Zebulon, pero dudo que se trate de él, porque ni siquiera sabe escribir
y mucho menos tiene un sello con tantas filigranas —bromeó Amos para relajar la
tensión.
Tras pasar unos
instantes leyendo el contenido, y con sus dos compañeros expectantes por
recibir noticias, McIntire finalmente dijo:
—Es una
invitación de un tal Zardi. Al parecer
requiere de nuestros servicios y nos ruega que vayamos urgentemente a reunirnos
con él.
—¿Le conoces?
—preguntó Amos.
—Es la primera
vez que oigo ese nombre —reconoció, mientras seguía mirando el papel como si le
fuese a dar más pistas.
—¿Dónde se supone
que debemos reunirnos con él? —fue Shi Kwei la que preguntó esta vez.
—En la casa
situada al final de la última calle a la izquierda, según dice el mensaje.
Los
tres compañeros intercambiaron miradas y sin necesidad de decirlo, supieron que
solo había una forma de resolver aquel misterio.
Jonathan
McIntire llamó a la puerta. No habían tenido ningún problema en localizar la
casa, a pesar de lo impreciso de las indicaciones. Era un edificio extraño,
como si no perteneciera a aquel lugar. De hecho Jonathan no recordaba haberlo
visto anteriormente, aunque presumía de conocer bien aquella parte de San
Francisco. Estaba hecho de ladrillo y parecía muy poco práctico para el clima
de la soleada California.
Un
hombre les recibió cuando la puerta principal se abrió. Debía aparentar entre
los cuarenta y los cincuenta años, pero algo en sus ojos indicaba que era mucho
más viejo. Su atuendo era elegante y al igual que la casa, parecía también
fuera de lugar. Su pelo, bien peinado y completamente canoso, le daba un aire
aristocrático, y el monóculo que lucía ayudaba a reforzar dicha sensación.
Cogido entre sus brazos, llevaba a un gato de pelaje marrón al que le faltaba
un ojo.
—Hola,
mi nombre es Zardi. Bienvenidos a mi humilde morada, les agradezco la prisa que
se han dado en venir. Pasen, por favor —dijo acariciando la cabeza al poco
agraciado gato.
Shi
Kwei tenía una especial sensibilidad para detectar el aura de las personas. De
inmediato se dio cuenta de que la sensación de poder que se respiraba en el
lugar resultaba abrumadora. No estaba del todo segura si dicha sensación
provenía de Zardi o del gato.
Entraron
en lo que tenía toda la pinta de ser un tienda de antigüedades. Había montones
de libros, apilados en estanterías por todos lados. Llamaban también
poderosamente la atención las vitrinas, en las que se encontraban expuestos
todo tipo de objetos, a cada cual más raro. Un bastón con un pomo que imitaba a
una cabeza de gato, un pequeño cubo de color negro con sus caras ornamentadas
con distintos tipos de grabados dorados y una sencilla copa de madera muy
antigua. Esos fueron algunos de los que alcanzaron a ver, antes de ser
invitados a la trastienda por su misterioso anfitrión. Una vez estuvieron todos
cómodamente sentados, Zardi se dirigió nuevamente a ellos.
—Es
un placer conocerles en persona. Teniendo en cuenta su línea de acción, era
cuestión de tiempo que nos acabáramos conociendo.
—¿Nuestra
línea de acción? —preguntó McIntire intrigado.
—¿No
son ustedes acaso los cazadores de vampiros que acabaron con los Drácula y con
Shaitan, el señor de la corte vampírica china? —respondió Zardi con una nueva
pregunta.
—Perdone mi
desconfianza. ¿Cómo ha sabido de nosotros? No es que hayamos hecho mucha
publicidad, más bien ninguna —dijo McIntire.
—Soy
un hombre muy bien informado. Necesito urgentemente de sus servicios. Estoy
dispuesto a contratarles, el precio no importa.
—No
perdemos nada escuchando la oferta del caballero —dijo Amos a Jonathan
McIntire.
—Sí,
yo también creo que deberíamos oír lo que tiene que decir.
Las
palabras pronunciadas por Shi Kwei parecían dejar traslucir que la joven china
sabía algo que sus compañeros ignoraban. McIntire seguía mostrándose bastante
reticente, aunque no podía negar la lógica de lo dicho por Amos y Shi.
El gato tuerto
saltó de los brazos de Zardi al suelo y se marchó, como si su trabajo allí ya
hubiese terminado.
—Parece que Hades
no se quedará con nosotros el resto de la reunión —dijo Zardi.
—Sí, es una pena.
Echaremos de menos su grata conversación. Y ahora si fuese usted tan amable de
contarnos por qué nos ha llamado —le recordó Jonathan al presunto anticuario.
Continuará....
Escrito por Raúl Montesdeoca/ Portada: Néstor Allende
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si quería intriga la he conseguido, pendiente de la próxima entrega!
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