martes, 12 de mayo de 2015

Weird West: Esclavos de la Oscuridad Cap. 12


 
 
 
 
 
 
Capítulo XII

 

La vida se le escapaba por momentos. Jonathan McIntire podía notar los crujidos de sus propias vértebras. La presión de las garras del vampiro se intensificaba y los pulmones le ardían por dentro, debido a la falta de oxígeno. No podía esperar ninguna piedad ni clemencia en su captor. No había espacio para sentimientos de ese tipo en la faz del muerto viviente. Con las neblinas de la inconsciencia bordeando el campo de visión, Jonathan intentó nuevamente liberar el brazo en el que portaba el colt. Una vez más resultó imposible, era como tratar de mover una montaña.

            Amos continuaba postrado, luchando para intentar recuperar el control del cuerpo, que parecía negarse a obedecer. Sudaba copiosamente y los dientes le rechinaban por el esfuerzo. No era una pugna únicamente a nivel físico, el duelo de voluntades contra el Barón Samedí era titánico. Incluso inclinado ante su enemigo, una chispa de rabia le ardía en el corazón. Se negaba a rendirse definitivamente. No estaba dispuesto a ceder hasta que hubiera echado el último aliento.
 
 

            Shi Kwei todavía conseguía mantener a los zonbi a raya, mas no sin tener que ir cediendo terreno palmo a palmo. El muro detrás de ella estaba cada vez más cerca, y entonces ya no habría ningún lugar al que retirarse.
 

            McIntire giró la cabeza a la derecha, uno de los pocos movimientos que podía permitirse hacer estando inmovilizado por la presa del vampiro Marcus. Se percató de que tenía al Barón Samedí en línea de tiro. Era un intento desesperado. Corrigió como pudo la trayectoria del cañón con la muñeca, a pesar de que sentía que de un momento a otro los huesos iban a astillarse.

            Disparó dos veces e impactó en pecho y cuello del hechicero no muerto, que dio un respingo por la sorpresa y el dolor que causaban los proyectiles.

            ―¡Maldito idiota! ―gritó enfurecido Samedí―. ¿Realmente pretendías acabar conmigo? Ni siquiera has usado balas de plata. Ha sido un gesto muy estúpido y me aseguraré de que pagues por ello.

Marcus aflojó momentáneamente la presión ante la inesperada reacción del humano. Miró en dirección a Samedí y los ojos se le abrieron como platos, al contemplar un detalle que hubiese pasado inadvertido para cualquier otro. Uno de los impactos de McIntire había hecho trizas el collar de huesos de su amo y yacía ahora en el suelo, a escasos metros de donde se encontraba. Engarzado en el collar estaba la pequeña bolsa de cuero, el gris―gris a través del cuál Samedí tenía control sobre él.

En un solo segundo, miles de pensamientos y posibilidades cruzaron por el cerebro de Marcus. La decisión fue rápida, era una ocasión única. Pasaría una eternidad hasta que tuviera la libertad tan al alcance de la mano. El Barón no parecía haberse dado cuenta de que había perdido sus abalorios y Marcus tenía la ventaja de su parte.

Dejó caer como un guiñapo a McIntire, el cual agradeció como nunca el dulce aire que trataba de inspirar a grandes bocanadas. Marcus hizo uso de su inhumana velocidad y se abalanzó sobre el amuleto, que asió con fuerza entre sus manos.

―¡Estúpido! ¿Por qué has abandonado tu puesto? ―le recriminó el Barón Samedí.

El hechicero se llevó de manera inconsciente la mano al cuello, como hacía siempre que ordenaba algo a su siervo. Una mueca de preocupación se dibujó en su rostro cuando no encontró más que aire en el lugar donde debía estar el collar. El gesto se fue tornando en auténtica rabia cuando vio la sonrisa desafiante de Marcus, con el amuleto gris aferrado en su puño.

―¡Traidor! ¡Lo echarás todo a perder! ―gritó henchido de odio.
 
 

El Barón Samedí se lanzó sobre el rebelde lacayo y comenzó la lucha entre los dos no muertos. Se hacía difícil ver qué era lo que estaba sucediendo realmente, para el ojo humano no era más que una maraña de garras y colmillos que se movían a una velocidad asombrosa. Una horrenda cacofonía de gruñidos inhumanos llenó la estancia. Se revolvían como dos fieras salvajes, hincando mordiscos allí dónde alcanzaban y rasgando la carne de su adversario con las afiladas uñas que poseían. Eran la misma furia desatada del infierno.

Para Amos fue como si le hubiesen quitado una losa de encima. Notó un agradable hormigueo y como el calor le iba volviendo a las extremidades. Comenzaba a recuperar el movimiento. El Barón Samedí no podía mantener la concentración del hechizo vudú, enzarzado en un combate a muerte con Marcus. Tenía otras preocupaciones más urgentes. Sin perder más tiempo del estrictamente necesario, volvió a coger la escopeta Winchester. Con manos aún temblorosas cargó cinco cartuchos especiales de sal en el arma. Puso una rodilla en tierra y apoyó el codo en la otra pierna para ganar algo de estabilidad al apuntar, ya que los músculos no terminaban de responder del todo. Descargó sin pausa una lluvia de sal sobre los zonbi que comenzaban a rodear a Shi Kwei. Muchos de ellos cayeron fulminados. Los que no lo hicieron, quedaron aturdidos, con movimientos torpes y lentos. Para Shi no fue un gran problema acabar con los que quedaban en pie.

En aquel instante un rugido de triunfo atrajo la atención de los cazadores.

Era el Barón Samedí. Celebraba con el gutural aullido su victoria sobre el traidor Marcus, que se hallaba tendido a sus pies, con el cuello tan destrozado que la cabeza seguía unida al cuerpo por meros jirones de carne.

―No necesito sirvientes, no necesito zonbi, no me hace falta nadie para acabar con vuestra patética existencia ―amenazó con un tono que helaba la sangre en las venas.
 
 

Shi Kwei no se dejó amedrentar. Desde que tenía uso de razón había sido entrenada para enfrentarse a las fuerzas oscuras. Poseía el conocimiento de muchas generaciones de cazadores de vampiros, miembros de su familia que la habían precedido en la sagrada misión. Cargó contra la criatura del infierno, embistiendo con la hoja derecha al frente. El vampiro esquivó hacia el lado contrario y la muchacha descargó un tajo con la izquierda, anticipándose a su reacción. Consiguió abrir una buena brecha en uno de los costados del monstruo, que aulló nuevamente, aunque esta vez no fue de triunfo sino de dolor.

El Barón Samedí lanzó un manotazo tratando de ahuyentar la fuente de su tormento. Shi Kwei intentó bloquear el barrido. Aunque no se llevó el golpe de lleno, resultó derribada por la increíble fuerza que poseía aquella monstruosidad. Samedí ya no hablaba ni profería amenazas. Su mente se había retrotraído a un estado prácticamente animal. Apenas quedaban en él más que instintos y una furia y una violencia desatadas.

Jonathan McIntire disparó desde el suelo. La bala atravesó el hombro derecho de la bestia con forma de hombre. Una picadura de mosquito para aquel engendro, pero lo suficiente como para que centrara la atención sobre él. El odio que había en la mirada del monstruo superaba toda descripción. Quizás los últimos restos de humanidad que quedaban en su consciencia se preguntaban porqué seguía luchando aquel ser débil y a las puertas de la muerte, a sabiendas de que no podía herirlo.

El Barón Samedí llegó a ver como Amos se le echó encima demasiado tarde. El joven supo ver la ventaja que le proporcionó el disparo de McIntire. Blandiendo una afilada estaca de madera con ambos brazos, a modo de la lanza corta, la clavó en el pecho del vampiro. El monstruo abrió los ojos de forma desmesurada y por unos momentos pareció que se le iba a romper la mandíbula, de tanto que la estiró por el gesto de agónico dolor que sintió. De inmediato comenzó a lanzar zarpazos para defenderse y alejarse de Amos. El muchacho de piel de ébano iba a tener unas cuantas nuevas cicatrices de las que presumir, si lograba sobrevivir a este día, cosa que aún estaba por ver.

La estaca de madera seguía incrustada en el pecho del Barón Samedí, pero no había conseguido atravesar del todo el corazón del monstruo. Aunque le ardía el pecho como si una lanza al rojo vivo le atravesara, todavía se mantenía en pie. Su ferocidad parecía haberse esfumado. Miró a su alrededor y vio como McIntire volvía a disparar contra él. Para su tranquilidad solamente se oyó el ruido del mecanismo del arma, pero no detonó ningún proyectil. Se había quedado sin munición. Amos estaba malherido pero no derrotado, y la china ya intentaba volver a ponerse nuevamente en pie. El vampiro comenzó rápidamente a considerar la posibilidad de una retirada por primera vez.

Reuniendo las fuerzas que le quedaban, se dirigió renqueando hacia el túnel de salida. Debía huir para vivir y poder luchar otro día. Planearía su venganza y les haría pagar todos los inconvenientes que había sufrido, con creces.

Cuando ya casi podía alcanzar con las manos el inicio de su vía de escape, notó una ligera vibración en el aire detrás de él. Momentos después cayó hacia delante como un saco de patatas, con una de las espadas cortas de plata de Shi Kwei profundamente enterrada en su espalda. Su inhumana resistencia no pudo soportar más castigo y abandonó la existencia como no muerto sin proferir un triste sonido.

 

Marie Laveau se agitó inquieta en su lecho. Se incorporó y quedó sentada sobre el cómodo colchón, descansando los brazos sobre sus rodillas. A pesar de que las ventanas y contraventanas de su lujoso dormitorio se encontraban cerradas, podía notar el sofocante efecto del calor y de la bochornosa humedad de Nueva Orleans en la habitación. Sus movimientos despertaron a Pierre, un hermoso joven de raza negra que dormía a su lado.

―¿Qué ocurre madame? Aún es de día ―preguntó extrañado.

―Jacques ha muerto.

―¿Quién es ése?

―El que envié como mi representante para que se hiciera con el control de San Francisco ―explicó la sensual mulata.

―Oh, lo siento. ¿Teníais un especial apego por él?

―En realidad no. Jacques era un advenedizo que me apoyó contra Salomé porque le convenía. Creí ver en él las cualidades para ser un buen general, pero está visto que me equivoqué. Si hay algo que lamentar, es que no haya cumplido su objetivo. En esa ciudad hay mucho poder. Drácula lo sabía, por eso la eligió para regresar del infierno. Las balanzas de poder están cambiando entre los clanes vampíricos, quién se haga con el control de San Francisco dispondrá de una enorme ventaja respecto al resto.

Pierre asintió, comprendiendo.

―Tendremos más oportunidades. Al fin y al cabo, nos sobra el tiempo. ―dijo Laveau, mostrando sus afilados colmillos con una impúdica sonrisa dibujada en sus carnosos labios.

La conversación hizo que Ferdinad también se despertara en el otro lado de la cama.

―¿Qué sucede? ―preguntó somnoliento.

―Nada que deba preocuparte, mon amour ―respondió mientras le acariciaba lascivamente la entrepierna bajo las sábanas.

 

 

¿FIN?

 
Escrito por Raúl Montesdeoca 



 





 





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