Weird West: Caminante de la piel Cap. 3
Escrito por J.r. Del Rio
III
Era pasado el mediodía cuando hallaron los restos de la carreta y de sus ocupantes, aunque los carroñeros habían delatado su presencia mucho antes. Y el hedor, repugnantemente dulzón, se propagaba a media milla de distancia.
—Santo Dios —masculló Rawlins. Sus compañeros se apartaron de él, previendo una nueva vomitona.
La carreta estaba volcada sobre uno de sus costados. Los dos caballos muertos se pudrían bajo el sol, exhibiendo los cuartos traseros despellejados, en los que faltaban gruesas lonjas de carne. Pero el horror, el verdadero, esperaba por ellos del otro lado del carromato, en la forma de tres cadáveres. Un hombre, una mujer y una niña de no más de diez años. Mutilados y despellejados, también echaban en falta la carne de sus cuerpos, exhibiendo en muchas partes el blanco del hueso. Las aves se amontonaban, voraces, sobre ellos, y no se apartaron hasta que Colorado las ahuyentó a base de gritos y ademanes.
—Los conozco —dijo Huxley, quitándose la gorra en respeto por los muertos—. Un predicador y su familia. Hace como diez días que pasaron por Fort Cooke. Creo que iban a probar suerte al Canadá.
—Suerte es lo que les ha faltado —comentó Baker, al que los golpes no le impedían seguir mascando tabaco—. Pobres diablos…
Rawlins no vomitó, para sorpresa de todos. Sólo se limitó a descubrirse y agachar la cabeza. Lloraba en silencio, sin disimular las lágrimas.
—¡Scout! —llamó el teniente, que permanecía a lomos de su yegua, tan distante como ajeno al infernal espectáculo—. ¿Qué puede decirnos de esto?
—Atacaron ayer noche, mientras acampaban. —Billy ya había desmontado, y caminaba entre los despojos con la vista fija en el terreno—. Mataron a cuchillo. Comieron aquí mismo.
Fueron estas últimas palabras, su horrendo significado, las que ocasionaron el frío que recorrió las espaldas de los hombres a pesar del intenso sol.
—Malditas bestias —gruñó Curtis, con el cigarro apretado entre los dientes, mientras intentaba no mirar el hueso mondo de lo que había sido una pierna.
—Animales, son animales… —repetía con voz quebrada el recluta. Colorado le puso una mano sobre el hombro.
—¿Tenemos un rastro?
Billy ignoró la pregunta del teniente, dio una vuelta alrededor de los restos de la fogata y fue examinando ramas partidas, hierbajos pisoteados y tierra revuelta; nimios detalles invisibles para el ojo del hombre «civilizado». Se puso en cuclillas, arrancó un puñado de hierba y se lo llevó a la nariz. Chance estuvo a punto de repetir la pregunta, pero Huxley lo detuvo.
—Déjelo hacer, teniente.
Pasados unos minutos, el scout señaló, con el dedo extendido, en dirección noreste, allá donde crecían unas arboledas que eran casi bosques y, más allá de éstas, surgían unas sierras de aspecto irregular, como dientes mellados.
—¡En marcha, señores! —exclamó el teniente, azuzando su montura.
—¿Y los cuerpos, señor? —preguntó Curtis, que no tenía ganas de volver a hacer de enterrador, pero menos aún de dejar los restos de tres inocentes como bocado para las alimañas.
—Poco podemos hacer por ellos, más que vengar sus muertes. ¡Vamos!
Chance ya se alejaba al trote. Billy volvió a montar de un salto. Huxley y los cuatro soldados se miraron.
—¿Vamos a dejarlos ahí tirados? —La pregunta la hizo Rawlins, el recluta, mientras se restregaba los ojos enrojecidos.
—No hay tiempo para nada más —dijo, resignado, el sargento, e hizo volver grupas a su caballo—. Ya oísteis al teniente, en marcha.
Colorado se santiguó.
—Que Dios nos perdone a todos.
—Dios no tiene nada que ver con esto —señaló, con un escupitajo, Baker.
—Santo Dios —masculló Rawlins. Sus compañeros se apartaron de él, previendo una nueva vomitona.
La carreta estaba volcada sobre uno de sus costados. Los dos caballos muertos se pudrían bajo el sol, exhibiendo los cuartos traseros despellejados, en los que faltaban gruesas lonjas de carne. Pero el horror, el verdadero, esperaba por ellos del otro lado del carromato, en la forma de tres cadáveres. Un hombre, una mujer y una niña de no más de diez años. Mutilados y despellejados, también echaban en falta la carne de sus cuerpos, exhibiendo en muchas partes el blanco del hueso. Las aves se amontonaban, voraces, sobre ellos, y no se apartaron hasta que Colorado las ahuyentó a base de gritos y ademanes.
—Los conozco —dijo Huxley, quitándose la gorra en respeto por los muertos—. Un predicador y su familia. Hace como diez días que pasaron por Fort Cooke. Creo que iban a probar suerte al Canadá.
—Suerte es lo que les ha faltado —comentó Baker, al que los golpes no le impedían seguir mascando tabaco—. Pobres diablos…
Rawlins no vomitó, para sorpresa de todos. Sólo se limitó a descubrirse y agachar la cabeza. Lloraba en silencio, sin disimular las lágrimas.
—¡Scout! —llamó el teniente, que permanecía a lomos de su yegua, tan distante como ajeno al infernal espectáculo—. ¿Qué puede decirnos de esto?
—Atacaron ayer noche, mientras acampaban. —Billy ya había desmontado, y caminaba entre los despojos con la vista fija en el terreno—. Mataron a cuchillo. Comieron aquí mismo.
Fueron estas últimas palabras, su horrendo significado, las que ocasionaron el frío que recorrió las espaldas de los hombres a pesar del intenso sol.
—Malditas bestias —gruñó Curtis, con el cigarro apretado entre los dientes, mientras intentaba no mirar el hueso mondo de lo que había sido una pierna.
—Animales, son animales… —repetía con voz quebrada el recluta. Colorado le puso una mano sobre el hombro.
—¿Tenemos un rastro?
Billy ignoró la pregunta del teniente, dio una vuelta alrededor de los restos de la fogata y fue examinando ramas partidas, hierbajos pisoteados y tierra revuelta; nimios detalles invisibles para el ojo del hombre «civilizado». Se puso en cuclillas, arrancó un puñado de hierba y se lo llevó a la nariz. Chance estuvo a punto de repetir la pregunta, pero Huxley lo detuvo.
—Déjelo hacer, teniente.
Pasados unos minutos, el scout señaló, con el dedo extendido, en dirección noreste, allá donde crecían unas arboledas que eran casi bosques y, más allá de éstas, surgían unas sierras de aspecto irregular, como dientes mellados.
—¡En marcha, señores! —exclamó el teniente, azuzando su montura.
—¿Y los cuerpos, señor? —preguntó Curtis, que no tenía ganas de volver a hacer de enterrador, pero menos aún de dejar los restos de tres inocentes como bocado para las alimañas.
—Poco podemos hacer por ellos, más que vengar sus muertes. ¡Vamos!
Chance ya se alejaba al trote. Billy volvió a montar de un salto. Huxley y los cuatro soldados se miraron.
—¿Vamos a dejarlos ahí tirados? —La pregunta la hizo Rawlins, el recluta, mientras se restregaba los ojos enrojecidos.
—No hay tiempo para nada más —dijo, resignado, el sargento, e hizo volver grupas a su caballo—. Ya oísteis al teniente, en marcha.
Colorado se santiguó.
—Que Dios nos perdone a todos.
—Dios no tiene nada que ver con esto —señaló, con un escupitajo, Baker.
Faltaba poco para el atardecer cuando les dieron alcance. Diez jinetes que montaban a pelo, y a los que avistaron a un par de millas de distancia. Chance picó espuelas, lanzándose al galope, y los demás lo imitaron. Hubo un breve intercambio de disparos conforme se acercaban, pero la distancia era aún excesiva para los rifles, que igualmente perdían gran parte de su precisión al ser disparados desde la silla y a galope tendido. Luego, los renegados se retiraron, con los soldados tras ellos. Lanzaban chillidos al aire mientras huían, de burla y desafío. Huxley acercó su montura a la de Billy.
—El más alto es Cuchillo Rojo —dijo el scout, señalando una de las formas ecuestres en la distancia. El sargento entornó los ojos.
—Veo a uno con manto de piel.
—Es Corre con Lobos, el brujo. Él hizo a Cuchillo Rojo.
—¿Qué quieres decir?
—Lo convirtió en lo que es hoy.
—¿Y qué es?
—Una bestia con piel de hombre.
Entonces, Rawlins voló por encima de la silla y fue a dar de bruces contra la tierra por culpa de una madriguera de conejo, que atrapó una de las patas delanteras de su caballo, partiéndosela como una rama seca. Aturdido y con la boca llena de sangre, se empezó a incorporar, y a desesperarse ante la perspectiva de ser dejado atrás. Pero Colorado volvió para recogerlo.
—¡Sube! —le gritó, ofreciéndole el brazo. El recluta trepó tras él.
—…acia —masculló. Quiso decir «gracias», pero el haberse mordido la lengua hasta casi cortarse un trozo se lo impedía. El otro lo entendió, de todos modos.
—Dispárale a tu caballo, chico —le dijo—. No puedes dejarlo así.
Rawlins oyó los relinchos lastimosos del pobre animal. Le apuntó con el rifle a la cabeza y disparó sin mirar. Después salieron a la zaga de sus compañeros.
—El más alto es Cuchillo Rojo —dijo el scout, señalando una de las formas ecuestres en la distancia. El sargento entornó los ojos.
—Veo a uno con manto de piel.
—Es Corre con Lobos, el brujo. Él hizo a Cuchillo Rojo.
—¿Qué quieres decir?
—Lo convirtió en lo que es hoy.
—¿Y qué es?
—Una bestia con piel de hombre.
Entonces, Rawlins voló por encima de la silla y fue a dar de bruces contra la tierra por culpa de una madriguera de conejo, que atrapó una de las patas delanteras de su caballo, partiéndosela como una rama seca. Aturdido y con la boca llena de sangre, se empezó a incorporar, y a desesperarse ante la perspectiva de ser dejado atrás. Pero Colorado volvió para recogerlo.
—¡Sube! —le gritó, ofreciéndole el brazo. El recluta trepó tras él.
—…acia —masculló. Quiso decir «gracias», pero el haberse mordido la lengua hasta casi cortarse un trozo se lo impedía. El otro lo entendió, de todos modos.
—Dispárale a tu caballo, chico —le dijo—. No puedes dejarlo así.
Rawlins oyó los relinchos lastimosos del pobre animal. Le apuntó con el rifle a la cabeza y disparó sin mirar. Después salieron a la zaga de sus compañeros.
Desde la distancia —que se acortaba cada vez más— vieron separarse a los pieles rojas en dos grupos. Cuatro se internaron con los caballos en una densa arboleda, mientras que los otros seis —entre los que Huxley distinguió la alta figura del líder y, cabalgando a su lado y con el manto ondeando tras él, la del brujo— seguían rumbo a las sierras. Eso los puso en una disyuntiva.
—Si seguimos tras Cuchillo Rojo, nos exponemos a una emboscada de los que quedaron atrás —dijo el sargento, junto al teniente—. Si paramos para ocuparnos de ellos…
—Nos arriesgamos a perder a su líder. Entiendo, Huxley: esos cuatro están dispuestos a sacrificarse para que Cuchillo Rojo pueda escapar. ¡No les seguiremos el juego!
—¿Entonces?
—Usted y su indio deberán bastar para limpiar esa arboleda. Yo y el resto de los hombres seguiremos tras ellos.
—¡No! —intervino Billy, retrocediendo un poco para unírseles—. Yo debo ir a por Cuchillo Rojo.
Huxley lo miró, sorprendido. Chance no estaba dispuesto a discutirlo.
—Ya está decidido y es una orden, scout.
—¡No! —exclamó Billy de nuevo. Y tras azuzar a su montura, salió disparado en un galope que ninguno pudo igualar. Ni siquiera el teniente con su briosa yegua, quien, furioso, desenfundó el revólver.
—¡Maldito indio sedicioso!
Pero Huxley desvió el arma de un manotazo, antes de que pudiera ponerla en línea de tiro.
—¿Qué demonios cree que hace, Huxley? —Los ojos de Chance echaban chispas—. ¿Proteger a un desertor? ¡Puede costarle ser fusilado!
—El scout se enfrentará a las consecuencias cuando esto acabe, señor. Y yo también. Pero ahora lo necesitamos para que nos lleve hasta Cuchillo Rojo.
El teniente guardó el revólver. Parecía estar librando una lucha consigo mismo.
—Escoja a un hombre para ir a limpiar esa arboleda —gruñó al fin.
—Me llevaré a Curtis.
—Bien. Cuando volvamos a Fort Cooke, su indio responderá por esto. Y usted también.
—Entendido, señor. —Y en voz baja añadió—: Si es que volvemos.
—Si seguimos tras Cuchillo Rojo, nos exponemos a una emboscada de los que quedaron atrás —dijo el sargento, junto al teniente—. Si paramos para ocuparnos de ellos…
—Nos arriesgamos a perder a su líder. Entiendo, Huxley: esos cuatro están dispuestos a sacrificarse para que Cuchillo Rojo pueda escapar. ¡No les seguiremos el juego!
—¿Entonces?
—Usted y su indio deberán bastar para limpiar esa arboleda. Yo y el resto de los hombres seguiremos tras ellos.
—¡No! —intervino Billy, retrocediendo un poco para unírseles—. Yo debo ir a por Cuchillo Rojo.
Huxley lo miró, sorprendido. Chance no estaba dispuesto a discutirlo.
—Ya está decidido y es una orden, scout.
—¡No! —exclamó Billy de nuevo. Y tras azuzar a su montura, salió disparado en un galope que ninguno pudo igualar. Ni siquiera el teniente con su briosa yegua, quien, furioso, desenfundó el revólver.
—¡Maldito indio sedicioso!
Pero Huxley desvió el arma de un manotazo, antes de que pudiera ponerla en línea de tiro.
—¿Qué demonios cree que hace, Huxley? —Los ojos de Chance echaban chispas—. ¿Proteger a un desertor? ¡Puede costarle ser fusilado!
—El scout se enfrentará a las consecuencias cuando esto acabe, señor. Y yo también. Pero ahora lo necesitamos para que nos lleve hasta Cuchillo Rojo.
El teniente guardó el revólver. Parecía estar librando una lucha consigo mismo.
—Escoja a un hombre para ir a limpiar esa arboleda —gruñó al fin.
—Me llevaré a Curtis.
—Bien. Cuando volvamos a Fort Cooke, su indio responderá por esto. Y usted también.
—Entendido, señor. —Y en voz baja añadió—: Si es que volvemos.
Continuará...
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Bonita portada :)
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