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martes, 24 de noviembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap. 5

 
 
 
 
 
 
Weird West: Caminante de la piel Cap. 5

Escrito por J.r. Del Rio

                                                                     V
Huxley se adentró en la arboleda, empuñando el rifle con manos sudorosas y arrastrando ligeramente la pierna derecha por culpa de un doloroso tirón provocado al saltar de la montura en movimiento. Ya no era un jovencito y su cuerpo se encargaba de recordárselo, cada vez más a menudo. Sobre él, la techumbre de ramas y hojas bloqueaba la poca claridad que le quedaba al día. Bajo las botas se partían las agujas de pino, provocando crujidos que se le antojaban increíblemente ruidosos. Iba pensando en el piel roja al que acababa de abatir, que había seguido avanzando con un tiro de Winchester en las tripas. En sus más de veinte años de servicio jamás había visto algo así.
El bosque se abrió a un pequeño claro donde encontró a los cuatro potros de los renegados, animales nervudos y fuertes, que mascaban hierba a la espera de sus amos. Al menos tres de ellos no volverían. Uno de los animales alzó la cabeza con indiferencia al ver aparecer al sargento, que pasó junto a ellos casi sin mirarlos, con los ojos puestos en la espesura que tenía delante. Una sombra pasó fugaz entre dos árboles y Huxley abrió fuego, espantando a las bestias. Luego corrió hacia ella, resguardándose detrás de un tronco cuando esta le devolvió el fuego.
Huxley oyó el chasquido del Winchester enemigo al amartillarse y luego otra bala golpeó su refugio, arrancando una lluvia de astillas de corteza. Agachado, se asomó por un costado y disparó a la forma que entreveía tras las ramas; un satisfactorio gruñido de dolor le dijo que había hecho blanco.
—¡Te tengo, cabrón! —Salió del refugio disparando, sus balas atravesando el espacio que un instante atrás había ocupado su enemigo. Pero éste ya no estaba allí y sólo encontró un rifle, abandonado en el suelo junto a un gran charco de sangre.
Ese rastro se internaba todavía más en la arboleda, y Huxley lo siguió. Con su adversario desarmado y malherido, confiaba en no tener más que rematarlo. La forma ensangrentada que cargaba de repente, con los ojos vidriosos y gruñendo como una fiera, hizo que se percatase de su error. Huxley retrocedió, sobresaltado, y apretó el gatillo.
«¡Clic!». El chasquido anunció que se había quedado sin balas, y no le quedó otra que alzar el rifle a la manera de una cachiporra, interponiéndolo entre su cuerpo y el del salvaje. La embestida fue brutal; bastó para derribarlo de espaldas, con su atacante montado encima de él. El piel roja gruñía. Gotas de saliva sanguinolenta se le escurrían de la boca entreabierta, salpicando el rostro de Huxley, que sólo podía empujar el rifle hacia arriba para intentar revolverse y rodar. Pero la fuerza del otro era tremenda y el rifle bajaba cada vez más, amenazando con aplastarle la garganta. Nunca se había enfrentado con alguien tan inhumanamente fuerte.
Huxley se sintió desfallecer. Los brazos le temblaron por el esfuerzo y, para su mayor desesperación, el salvaje se bastaba con sólo una mano para mantenerlo inmovilizado, mientras la otra desenfundaba un cuchillo. Lo vio alzarlo sobre su cabeza. Vio también la mueca triunfal en la boca desmesuradamente abierta, poblada de dientes agudos y afilados. Después sonó un disparo y la cabeza del salvaje se deshizo en una explosión de sangre, sesos y esquirlas de hueso. El cuerpo se desplomó sobre el sargento, quien tras un agotador forcejeo consiguió quitárselo de encima. Se enderezó, sentado sobre el suelo del bosque, embadurnado de sangre y trozos de cerebro. Vio a Curtis, que por fin había logrado desembarazarse del caballo muerto y avanzaba hacia él, con el Winchester humeante en las manos y el sempiterno cigarro colgándole de la boca. Sonreía.
—¿A que hice bien en desobedecerte, sargento?
—Muy bien, Curtis. Convídame a un cigarro y me encargaré de que te asciendan.
La caverna bostezaba desde la pared rocosa de la sierra, al final de un escabroso sendero cuesta arriba. Billy había subido hasta allí con la esperanza de otear por encima del terreno —y de la niebla que lo cubría— en busca de su caballo y del resto de su grupo. Y ahora se encontraba frente a esa gran boca abierta: una invitación a la más inescrutable oscuridad que, por alguna razón, encontraba muy difícil de resistir. Tal vez fueran los cánticos y los tambores, que lo llamaban con insistencia. O tal vez fuese la voz del propio Corre con Lobos, el brujo oscuro, que se sumaba a la llamada:
—Ciervo Ágil… La última vez que te vi eras un niño que corría detrás de su padre y sus hermanos con un pequeño arco, intentando ser un guerrero como ellos. —La voz era profunda, poderosa, y lo llamaba por su verdadero nombre. No entraba por los oídos, sino que vibraba a través del pecho—. ¡Y ahora ellos te ven, desde la tierra de los espíritus, luchando junto a sus enemigos!
—No lucho junto a los rostros pálidos…
—Engáñate a ti mismo, Ciervo Ágil. —La risa del brujo reverberó contra su esternón, haciéndolo estremecerse—. Hasta te han hecho vestir sus ropas.
Billy se arrancó con furia la desteñida casaca azul, como si le quemase, quedando con el fibroso torso al descubierto.
—No lucho junto a ellos —repitió, desafiante y altivo frente a la cueva—. Lucho por mi abuelo, Serpiente Sabia. Lucho por destruirte, Corre con Lobos. A ti y al monstruo que has creado.
—Ven entonces, Ciervo Ágil. ¡Ven y enfréntame como un guerrero!
El joven nativo recogió la casaca del ejército y la hizo jirones. Con ellos y con una gruesa rama reseca se confeccionó una antorcha, que encendió valiéndose del yesquero que llevaba consigo. Después, con la llama en alto y el rifle colgado en bandolera, empuñado con sólo una mano desde la cadera, entró en la cueva. La oscuridad lo envolvió, buscando atraparlo en su abrazo, pero la luz de la antorcha la ahuyentó y se replegó sobre sí misma para quedar oscilando entre los resquicios de piedra. El interior era más amplio de lo que él esperaba, con un techo que subía hasta perderse en la negrura más absoluta y varias galerías que se bifurcaban a partir de la entrada: un laberinto que atravesaba el corazón de las sierras, y en el que corría el riesgo de perderse sin remedio.
—Ven a buscarme, Ciervo Ágil. —La voz, esta vez estaba seguro, provenía de una de las galerías. Hacia ella se encaminó Billy, despejando las tinieblas con la antorcha y el rifle apuntado al frente, mientras la risa de Corre con Lobos volvía a burlarse de él.
«Hallarás mucho más de lo que has venido a buscar.»
—¡Baker! ¿Ve algo?
—Con esta jodida niebla, apenas la punta de mi nariz, señor.
La densidad de la niebla, sumada a lo accidentado del terreno y a la inquietud cada vez mayor de los caballos —que poco a poco se iba volviendo pavor—, los había obligado a dejarlos atrás y proseguir a pie. Los cuatro marchaban en fila india, con Baker unos metros por delante, seguido por el teniente Chance, Colorado y Rawlins, que iba cerrando la marcha. Tropezaban frecuentemente con las rocas, grietas y raíces que la bruma mantenía ocultas, y las faldas rocosas de las sierras se alzaban a sus flancos, reforzando la ominosa sensación de encerrona. Los nervios estaban al límite; una película de sudor frío cubría los rostros de los hombres y manos tensas sujetaban las armas. A todo esto se sumaban los tambores y los cánticos, que seguían resonando en la distancia.
—¡Ahí! —gruñó el recluta, realizando al tiempo un disparo que repicó contra las rocas de la sierra. Todos se volvieron en su dirección, con las armas prestas, mientras el eco se elevaba por las paredes del barranco hasta desaparecer.
Nada. A través de la bruma ninguno distinguió otra cosa más allá de los irregulares contornos pétreos. Chance lo miró de reojo, sin bajar el revólver.
—¿Qué vio, Rawlins?
—Ua oma…
—¿Qué?
Frustrado, el recluta lanzó un esputo de sangre y repitió:
—Una som… —Iba a decir «una sombra» pero la palabra se quebró en un grito cuando algo (tal vez lo mismo que había visto deslizarse ladera abajo hacía unos instantes) lo atrapó por detrás. Los demás le vieron agitar los brazos, elevarse hasta más de siete pies de altura y luego desaparecer a través de la niebla, arrastrado por un atacante invisible.
—¡No disparéis! —gritó Colorado, por miedo a herir al recluta. El ronco estertor que siguió dio prueba de que eso ya no era una preocupación, así que abrieron fuego.
Tronaron las armas; una descarga cerrada traspasó la niebla, y esta volvió a cobrar vida. Algo golpeó a Colorado, arrancándole el rifle de las manos y arrojándolo por los aires. Cayó de espaldas, desgarrado desde las ingles hasta el cuello, con las entrañas saliéndosele en medio de sangrientos borbotones. Se estremeció en el suelo, dejó escapar algo parecido a un gorjeo húmedo, y quedó inerte.
—¡Fuego! —aulló el teniente, que no daba tregua a su revólver. Baker también gritaba mientras disparaba el Winchester desde la cadera, accionando sin pausa la palanca. Como dotada de vida propia, la niebla se espesó en torno a los dos supervivientes, y brumosos tentáculos se agitaron, ominosos, hacia ellos.
—¡Ven, salvaje hijo de perra! —gritó Baker sin dejar de disparar—. ¡Muéstrate, jodido cobar…!
No llegó a completar la bravata, que se convirtió en alarido al verse atrapado por una fuerza escalofriante. Unas fauces se cerraron sobre su pierna derecha, triturando carne y hueso para luego arrastrarlo hacia lo más denso de la bruma. Chance lo vio soltar el rifle y arrojar manotazos desesperados; lo vio hincar los dedos en la tierra y dejar en ella gruesas marcas antes de desaparecer.
—¡Baker! —gritó; y siguió disparando el revólver, agotando hasta la última bala.
El alarido del soldado se elevó en una nota tan aguda que no parecía provenir de su garganta, y así se prolongó por largos segundos. La niebla había envuelto al teniente, convertido su mundo en un cúmulo fantasmagórico y blancuzco que sólo permitía el paso del sonido. Cuando los gritos de Baker se extinguieron, Chance no perdió tiempo en recargar el Schofield y desenvainó el sable en su lugar. Atacó, cegado por la furia, lanzando tajos que no cortaban nada más sólido que la neblina. Y cuando por fin dio con algo, eso atrapó su brazo por la muñeca y tiró de él. Se resistió con todas sus fuerzas, recurriendo hasta la última fibra de su hercúleo cuerpo. Hubo un ruido de desgarro horrendo y luego Chance retrocedió, tambaleante, mirándose el muñón sangriento en que se había convertido su miembro, mutilado a la altura del antebrazo.
—Dios… —murmuró. Las piernas ya no pudieron sostenerlo y cayó de rodillas. Se preparó para el fin, pero éste no llegó.
Las nieblas se abrieron, dando paso a un verdadero coloso. Un hombre desnudo, casi tan alto como él y dueño de una musculatura impresionante que se advertía tensa bajo la piel roja. Una larga cabellera negra enmarcaba sus facciones. Estaba embadurnado en sangre desde la barbilla al bajo vientre, y también las manos, pringosas hasta los codos.
Chance, aquejado por una oleada de dolor nacida de la mano que ya no tenía y que se prolongaba hasta más allá del hombro, se mordió el labio para no darle el gusto de oírle gritar.
—¿A qué esperas? —jadeó, sin fuerzas—. Acaba de una vez, hijo de…
El pie descalzo del salvaje lo golpeó en el pecho, haciéndolo caer de espaldas. Desde allí vio aparecer a los demás: cuatro renegados que salieron de la niebla para sujetarlo por hombros y piernas. El dolor y la pérdida de sangre le hicieron perder el sentido antes de que se lo llevaran

 
Continuará...

 

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martes, 17 de noviembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap. 4


 
 
 
 
 
Weird West: Caminante de la piel Cap. 4

Escrito por J.r. Del Rio
IV
 
 
—¡Arre!
Huxley y Curtis se separaron abruptamente de la columna, dirigiéndose a toda velocidad hacia la espesa arboleda donde, minutos atrás, se habían internado los cuatro renegados. Y desde allí los vieron aparecer, a pie y rifles en mano, con sus rostros feroces asomando entre la espesura.
—¡Cuidado! —Huxley disparó el Winchester desde la silla y una de las cuatro caras explotó en sangre. Los otros tres renegados devolvieron el fuego y los soldados hicieron que sus monturas se separasen, pero una de las balas atravesó el cuello del caballo de Curtis. Mortalmente herida, la bestia se desplomó de lado, aprisionando al jinete y dejándolo expuesto a los enemigos que se acercaban.
El sargento desmontó sin llegar a frenar del todo y volvió a disparar. Curtis se le unió, desde el suelo y con medio cuerpo bajo el caballo muerto. Uno de los renegados cayó, con al menos tres balas en el torso. Huxley avanzó disparando; la palanca del Winchester bajaba y subía en su mano, accionada con frenesí. Otro dio un salto hacia atrás al recibir el plomo candente en las entrañas, pero con un rugido bestial se recompuso y siguió avanzando sin que el sargento pudiese dar crédito a sus ojos. Llegó a abrir fuego una vez más y el disparo hizo volar la hierba junto al cuerpo de Curtis; luego otro disparo de Huxley hizo que le saltase la tapa de los sesos. El cuarto renegado se dio a la fuga y el sargento le disparó, pero falló por muy poco: la bala se incrustó en un tronco mientras su blanco desaparecía en la espesura.
—¡Mierda! —No podían dejar a ninguno atrás, no con vida—. Regresaré. Espérame aquí. —Y se internó en el bosque, detrás del renegado.
Curtis se quedó ahí, luchando por liberar su pie del estribo y salir de debajo del caballo muerto.
—«Espérame aquí»… ¿Y a dónde podría ir? ¡Joder!
El aire azotaba el rostro de Billy y hacía ondear sus cabellos como un negro estandarte. El potro galopaba como nunca antes lo había hecho; él iba de pie sobre los estribos y doblado sobre el cuello de la bestia, a la que susurraba palabras de aliento en su lengua nativa. Palabras de poder para alejar el cansancio de los músculos e insuflar coraje en el corazón. Palabras aprendidas de Serpiente Sabia, el chamán, su abuelo; cuya voz todavía resonaba con insistencia entre las sienes del joven, recordándole su misión:
«Cuchillo Rojo alguna vez fue un bravo guerrero, digno de respeto. Pero durante el invierno que pasó en las montañas, Corre con Lobos le hizo abrazar la oscuridad. A él y a los suyos, pero a él más que a nadie.»
Por eso estaba allí, por eso había acudido ante el sargento, ofreciéndose como voluntario para esa expedición.
«En medio del frío y la desolación, el brujo los moldeó a su retorcido antojo. Les hizo romper el tabú, les hizo comer la carne prohibida, llevándolos por el camino del pa•psa’lo, de la bestia voraz que se nutre de sus hermanos. Pero con Cuchillo Rojo fue más allá.»
Y ahora que se encontraba tan cerca de su objetivo, no podía dejar de escuchar a Serpiente Sabia. El severo eco de la voz que se colaba en sus recuerdos.
«Corre con Lobos le hizo salir en búsqueda de su wé•yekin, su espíritu guardián, para que le diera fuerza en la batalla. Pero en su lugar ató su alma a la de un espíritu maligno, una criatura de la tierra de las sombras. Ahora, él es un Caminante de la Piel, un cambia-formas, una aberración. Y debe ser destruido.»
Billy tampoco podía arrancarse la duda que llevaba clavada en el pecho como una insidiosa espina. ¿Estaría él a la altura de la misión que tenía por delante?
La llanura se había estrechado; ahora era un paso flanqueado por las primeras estribaciones de las sierras. Los soldados habían quedado atrás y tardarían un rato en darle alcance. Tanto mejor. Billy confiaba en la protección del Gran Espíritu y en la poderosa medicina que su abuelo le había dado antes de partir; la que llevaba sujeta a sus arreos, esperando el momento de ser utilizada.
Pasó del galope a un trote acelerado y se desvió allí donde el paso se angostaba aún más, volviéndose tortuoso el sendero. Avanzó, cada vez más lentamente, serpenteando entre rocas y árboles resecos de troncos grises, y ramas retorcidas como viejas zarpas artríticas, nutridos de la misma corrupción que manchaba esas tierras. Y Una corrupción que el joven, aunque todavía no tan sabio ni tan sensible al mundo de los espíritus como su abuelo, ya era capaz de percibir en todo su ser. Iba con las riendas en una mano y el rifle en la otra, los sentidos alerta y el cuerpo en tensión, como un arco listo para ser disparado.
Frente a él, una monstruosa talla en madera se erguía situada a un lado de la senda. Un mojón para señalar el límite entre el dominio de los hombres y el de aquellas cosas que iban más allá del simple entendimiento. Lo coronaba una terrible cabeza de lobo tallada con espantoso realismo, con las fauces abiertas y los pintados ojos inyectados en sangre. En torno a su base se amontonaban las ofrendas: cráneos y huesos humanos sobre los que podían verse marcas de dientes, algunos demasiado pequeños para haber pertenecido a hombres adultos. Billy apretó los suyos propios hasta hacerlos crujir; su mano izquierda dejó las riendas y acarició instintivamente el amuleto que le colgaba del cuello.
—Gran Espíritu…
Entonces reparó en el redoble lejano, que había empezado unos minutos atrás e iba haciéndose más y más audible. Música de tambores, acompañada de cánticos feroces, como el aullido hambriento de los lobos en una noche de invierno. Los ojos de la talla permanecían fijos en él, siguiéndole con la mirada conforme se iba acercando. Ya todo era irreal, como en un sueño de esos que en cualquier momento pueden trocar en pesadilla. Y los tambores seguían sonando —¿o era su propio corazón el que le martilleaba frenético contra las costillas?— mientras se le erizaba el vello de la nuca y un sudor frío le cubría la piel. La talla estaba cada vez más cerca, la cabeza de lobo era cada vez más real, parecía capaz de cobrar vida y atacarlo en cuanto pasara junto a ella… El caballo debió percibir lo mismo, pues se negó a seguir avanzando.
 —Tranquilo, «Viento». Calma, compañero… —susurró. Pero esta vez sus palabras no bastaron para tranquilizar al animal, que estaba aterrorizado. Hollaba inquieto la tierra con los cascos y corcoveaba hasta que, al final, a unas escasas dos yardas de la efigie tallada, soltó un relincho, se alzó violentamente sobre las patas traseras y derribó a su dueño.
Billy cayó y rodó con agilidad sobre su espalda, pero el caballo se dio la vuelta y emprendió la fuga mucho antes de que él pudiese hacer nada por detenerlo. Los cánticos y tambores sonaban cada vez con mayor intensidad y, cuando quiso salir en busca del caballo, se percató de algo más: la niebla que, al principio, culebreaba fantasmal entre sus piernas, pero que ahora había comenzado a alzarse y a volverse más y más espesa.
La niebla ya había caído entre las sierras como una mortaja fantasmal cuando el teniente Chance y sus hombres se internaron en el paso. El oficial montaba al frente, con Baker en el flanco izquierdo y Colorado y Rawlins, que compartían montura, siguiéndolos desde varias yardas de rezago. Sobre ellos, el cielo se oscurecía a velocidad de vértigo, como si el sol tuviese prisa por hundirse en el horizonte.
—¡Alto! —Chance tiró de las riendas y la yegua se detuvo, resoplando aliviada. El animal presentía el peligro acechante en la niebla, que iba mucho más allá de partirse una pata en el terreno, cada vez más escabroso. Baker se detuvo tras Chance y, unos momentos más tarde, los otros dos se les unieron.
—Esto tiene toda la pinta de una emboscada, teniente —dijo Colorado, que observaba con desconfianza el angosto tramo que tenían por delante, ceñido por las irregulares paredes de piedra e inundado por la neblina—. ¿Y dónde se ha metido nuestro scout?
—¡Ese sucio indio cobarde nos ha abandonado! —escupió con desprecio Baker, junto con una espesa mezcolanza de tabaco y saliva. Pero Chance negó lentamente.
—Nos ha traído a una emboscada. —No hubo variaciones en el tono de voz del teniente, pero contrajo las poderosas mandíbulas y los ojos se estrecharon hasta volverse dos rendijas—. Nunca debimos confiar en un salvaje.
—¿É aeos aoa, eor?
Chance y Baker miraron extrañados al recluta.
—¿Qué?
—Que qué hacemos ahora —tradujo Colorado—. Se mordió la lengua al caer del caballo…
—Ya me di cuenta, soldado —lo interrumpió Chance, que volvió a observar al interior del paso, escrutando la niebla, intentando traspasarla con su la mirada. Tras una pausa dijo: —Vamos a avanzar.
—¿Sabiendo que es una emboscada? —el trampero de las Rocosas no parecía entusiasmado con la idea, pero Chance esbozó una mueca feroz.
—No será una emboscada si la estamos esperando. Y no voy a regresar a Fort Cooke sin la cabellera de Cuchillo Rojo y las de sus renegados. ¡En marcha, señores!
Y se internaron en el paso a través de la niebla que todo lo cubría. Y al hacerlo, creyeron oír el lejano redoblar de unos tambores.
 
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martes, 10 de noviembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap.3


 
 
 
 
 

Weird West: Caminante de la piel Cap. 3
Escrito por J.r. Del Rio


 
III
Era pasado el mediodía cuando hallaron los restos de la carreta y de sus ocupantes, aunque los carroñeros habían delatado su presencia mucho antes. Y el hedor, repugnantemente dulzón, se propagaba a media milla de distancia.
—Santo Dios —masculló Rawlins. Sus compañeros se apartaron de él, previendo una nueva vomitona.
La carreta estaba volcada sobre uno de sus costados. Los dos caballos muertos se pudrían bajo el sol, exhibiendo los cuartos traseros despellejados, en los que faltaban gruesas lonjas de carne. Pero el horror, el verdadero, esperaba por ellos del otro lado del carromato, en la forma de tres cadáveres. Un hombre, una mujer y una niña de no más de diez años. Mutilados y despellejados, también echaban en falta la carne de sus cuerpos, exhibiendo en muchas partes el blanco del hueso. Las aves se amontonaban, voraces, sobre ellos, y no se apartaron hasta que Colorado las ahuyentó a base de gritos y ademanes.
—Los conozco —dijo Huxley, quitándose la gorra en respeto por los muertos—. Un predicador y su familia. Hace como diez días que pasaron por Fort Cooke. Creo que iban a probar suerte al Canadá.
—Suerte es lo que les ha faltado —comentó Baker, al que los golpes no le impedían seguir mascando tabaco—. Pobres diablos…
Rawlins no vomitó, para sorpresa de todos. Sólo se limitó a descubrirse y agachar la cabeza. Lloraba en silencio, sin disimular las lágrimas.
—¡Scout! —llamó el teniente, que permanecía a lomos de su yegua, tan distante como ajeno al infernal espectáculo—. ¿Qué puede decirnos de esto?
—Atacaron ayer noche, mientras acampaban. —Billy ya había desmontado, y caminaba entre los despojos con la vista fija en el terreno—. Mataron a cuchillo. Comieron aquí mismo.
Fueron estas últimas palabras, su horrendo significado, las que ocasionaron el frío que recorrió las espaldas de los hombres a pesar del intenso sol.
—Malditas bestias —gruñó Curtis, con el cigarro apretado entre los dientes, mientras intentaba no mirar el hueso mondo de lo que había sido una pierna.
—Animales, son animales… —repetía con voz quebrada el recluta. Colorado le puso una mano sobre el hombro.
—¿Tenemos un rastro?
Billy ignoró la pregunta del teniente, dio una vuelta alrededor de los restos de la fogata y fue examinando ramas partidas, hierbajos pisoteados y tierra revuelta; nimios detalles invisibles para el ojo del hombre «civilizado». Se puso en cuclillas, arrancó un puñado de hierba y se lo llevó a la nariz. Chance estuvo a punto de repetir la pregunta, pero Huxley lo detuvo.
—Déjelo hacer, teniente.
Pasados unos minutos, el scout señaló, con el dedo extendido, en dirección noreste, allá donde crecían unas arboledas que eran casi bosques y, más allá de éstas, surgían unas sierras de aspecto irregular, como dientes mellados.
—¡En marcha, señores! —exclamó el teniente, azuzando su montura.
—¿Y los cuerpos, señor? —preguntó Curtis, que no tenía ganas de volver a hacer de enterrador, pero menos aún de dejar los restos de tres inocentes como bocado para las alimañas.
—Poco podemos hacer por ellos, más que vengar sus muertes. ¡Vamos!
Chance ya se alejaba al trote. Billy volvió a montar de un salto. Huxley y los cuatro soldados se miraron.
—¿Vamos a dejarlos ahí tirados? —La pregunta la hizo Rawlins, el recluta, mientras se restregaba los ojos enrojecidos.
—No hay tiempo para nada más —dijo, resignado, el sargento, e hizo volver grupas a su caballo—. Ya oísteis al teniente, en marcha.
Colorado se santiguó.
—Que Dios nos perdone a todos.
—Dios no tiene nada que ver con esto —señaló, con un escupitajo, Baker.
Faltaba poco para el atardecer cuando les dieron alcance. Diez jinetes que montaban a pelo, y a los que avistaron a un par de millas de distancia. Chance picó espuelas, lanzándose al galope, y los demás lo imitaron. Hubo un breve intercambio de disparos conforme se acercaban, pero la distancia era aún excesiva para los rifles, que igualmente perdían gran parte de su precisión al ser disparados desde la silla y a galope tendido. Luego, los renegados se retiraron, con los soldados tras ellos. Lanzaban chillidos al aire mientras huían, de burla y desafío. Huxley acercó su montura a la de Billy.
—El más alto es Cuchillo Rojo —dijo el scout, señalando una de las formas ecuestres en la distancia. El sargento entornó los ojos.
—Veo a uno con manto de piel.
—Es Corre con Lobos, el brujo. Él hizo a Cuchillo Rojo.
—¿Qué quieres decir?
—Lo convirtió en lo que es hoy.
—¿Y qué es?
—Una bestia con piel de hombre.
Entonces, Rawlins voló por encima de la silla y fue a dar de bruces contra la tierra por culpa de una madriguera de conejo, que atrapó una de las patas delanteras de su caballo, partiéndosela como una rama seca. Aturdido y con la boca llena de sangre, se empezó a incorporar, y a desesperarse ante la perspectiva de ser dejado atrás. Pero Colorado volvió para recogerlo.
—¡Sube! —le gritó, ofreciéndole el brazo. El recluta trepó tras él.
—…acia —masculló. Quiso decir «gracias», pero el haberse mordido la lengua hasta casi cortarse un trozo se lo impedía. El otro lo entendió, de todos modos.
—Dispárale a tu caballo, chico —le dijo—. No puedes dejarlo así.
Rawlins oyó los relinchos lastimosos del pobre animal. Le apuntó con el rifle a la cabeza y disparó sin mirar. Después salieron a la zaga de sus compañeros.
Desde la distancia —que se acortaba cada vez más— vieron separarse a los pieles rojas en dos grupos. Cuatro se internaron con los caballos en una densa arboleda, mientras que los otros seis —entre los que Huxley distinguió la alta figura del líder y, cabalgando a su lado y con el manto ondeando tras él, la del brujo— seguían rumbo a las sierras. Eso los puso en una disyuntiva.
—Si seguimos tras Cuchillo Rojo, nos exponemos a una emboscada de los que quedaron atrás —dijo el sargento, junto al teniente—. Si paramos para ocuparnos de ellos…
—Nos arriesgamos a perder a su líder. Entiendo, Huxley: esos cuatro están dispuestos a sacrificarse para que Cuchillo Rojo pueda escapar. ¡No les seguiremos el juego!
—¿Entonces?
—Usted y su indio deberán bastar para limpiar esa arboleda. Yo y el resto de los hombres seguiremos tras ellos.
—¡No! —intervino Billy, retrocediendo un poco para unírseles—. Yo debo ir a por Cuchillo Rojo.
Huxley lo miró, sorprendido. Chance no estaba dispuesto a discutirlo.
—Ya está decidido y es una orden, scout.
—¡No! —exclamó Billy de nuevo. Y tras azuzar a su montura, salió disparado en un galope que ninguno pudo igualar. Ni siquiera el teniente con su briosa yegua, quien, furioso, desenfundó el revólver.
—¡Maldito indio sedicioso!
Pero Huxley desvió el arma de un manotazo, antes de que pudiera ponerla en línea de tiro.
—¿Qué demonios cree que hace, Huxley? —Los ojos de Chance echaban chispas—. ¿Proteger a un desertor? ¡Puede costarle ser fusilado!
—El scout se enfrentará a las consecuencias cuando esto acabe, señor. Y yo también. Pero ahora lo necesitamos para que nos lleve hasta Cuchillo Rojo.
El teniente guardó el revólver. Parecía estar librando una lucha consigo mismo.
—Escoja a un hombre para ir a limpiar esa arboleda —gruñó al fin.
—Me llevaré a Curtis.
—Bien. Cuando volvamos a Fort Cooke, su indio responderá por esto. Y usted también.
—Entendido, señor. —Y en voz baja añadió—: Si es que volvemos.
 


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martes, 3 de noviembre de 2015

Weird West: Caminante de la Piel Cap. 2

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Weird West: Caminante de la piel Cap. 2

Escrito por J.r. Del Rio
 
No era mucho lo que quedaba para enterrar, en efecto, pero eso no impidió a los soldados quejarse —entre ellos y por lo bajo— mientras cavaban la fosa común y bebían furtivos tragos de una petaca de aguardiente.
—Como si no tuviésemos bastante con los renegados asesinos de Cuchillo Rojo —mascullaba Baker, con la boca llena de tabaco—, que también podemos acabar en el estómago de un jodido oso grizzly.
—Que fueron lobos —insistió Colorado, sudando copiosamente bajo el sol de media mañana—. Esto ha sido obra de una jauría de lobos muertos de hambre.
—¡Eh, Rawlins! —llamó Curtis, con el cigarro colgando de la boca—. ¿A qué esperas para traerlo?
El joven recluta venía dando tumbos, arrastrando por el brazo lo poco que había quedado de McCullins.
—Creo que voy a volver a enfermar…
—¡Venga, recluta, si ya no debe quedarte nada en las tripas!
—No digas esa palabra, Curtis…
—¿Cuál, «tripas»?
Una ruidosa arcada fue la respuesta. Colorado resopló.
—A este paso no acabaremos nunca.
—¿Sabéis qué es lo que me toca las bolas? —Baker escupió hacia un lado y entrecerró los ojos bajo el sol, dando un largo beso a la petaca—. Que nosotros estemos aquí, haciendo de enterradores, mientras ese indio roñoso descansa a la sombra.
Miraba en dirección a Billy, el scout, que seguía alejado del grupo, con la vista perdida hacia lontananza. Y que así permaneció, hasta que el sargento Huxley le dijo, acercándose por detrás:
—Algo te inquieta.
El nativo asintió con un gruñido, sin volverse. El sargento se paró a su lado. Componían una curiosa pareja: tan altivo y espigado el primero, regordete y algo encorvado el suboficial nacido en Maryland, veterano de las guerras Indias y la Civil. Un hombre que no había conocido otra familia que el ejército, ni otro medio de vida que la guerra.
—¿No crees que hayan sido animales? —No obtuvo respuesta, y eso lo animó a proseguir—: Billy, sé que Cuchillo Rojo y su banda han hecho cosas terribles, pero esto…
—Has oído lo que se cuenta sobre Cuchillo Rojo, sobre él y el brujo que lo aconseja.
Huxley asintió.
—Que él y los suyos se ocultaron en las montañas, después de la derrota en Bear Paw. Dos docenas de guerreros, heridos y medio muertos de hambre. Nadie pensó que sobrevivirían al invierno.
—Pero lo hicieron. —Billy se volvió y Huxley retrocedió, impresionado por la negra intensidad de su mirada—. Apenas un puñado, menos de la mitad de los que huyeron, bajaron de las montañas con el deshielo. A sembrar el horror y la muerte. Mucho más fuertes y feroces.
—¿Estás diciendo que esta masacre fue cosa de ellos?
Antes de que Billy pudiese responderle, algo atrajo su atención.
—¿Qué porquerías indias llevas aquí? —Se trataba de Baker, que había dejado a sus compañeros echando las últimas paladas de tierra sobre la fosa para acercarse a la montura de Billy, que ahora revisaba con descaro—. ¡Creí que ya te habíamos civilizado!
 —Deja mis cosas.
El corpulento soldado no se dio por aludido: miró dentro de las alforjas, adornadas con símbolos tribales, y manoseó el asta de una larga lanza que llevaba colgada de los arreos, con la punta envuelta en una funda de piel. El scout fue hacia él con el ceño fruncido, seguido de cerca por Huxley, quien ya preveía problemas.
—¿Y qué me dices de esto? —se burló—. ¿Cuántas guerras tenemos que ganarles para que aprendan que un palo con punta no puede hacer nada contra una bala?
—Deja mis cosas —repitió Billy, y esta vez apartó a Baker de un empellón. Éste retrocedió dos pasos, sorprendido por el ímpetu del joven nativo. Luego lo miró con los ojos entornados, y una sonrisa de desprecio.
—Oblígame, salvaje.
—Baker, me parece que has pasado demasiado tiempo al sol —intervino el sargento, que ya había visto ese brillo en los ojos del scout y sabía que no presagiaba nada bueno para quien tuviese delante—. Ve al río a refrescarte las ideas, ¿vale?
—Como digas, sargento.
Pero al pasar junto a Billy, Baker se volvió para sorprenderlo con un puñetazo a traición, derribándolo. Después le soltó una patada en las costillas.
—¡A mí ningún jodido y sucio indio me dice qué hacer! —exclamó; y acompañó el insulto con otra patada que hizo rodar por tierra a Billy, que quedó hecho un ovillo. Pero cuando una tercera patada salió buscando su cabeza, logró detenerla. Atrapó la pierna de Baker entre las manos y, con un rápido giro, lo derribó de espaldas. El soldado gritó y Billy se le fue encima con la agilidad de un puma y descargó una lluvia de puñetazos sobre él.
—Suficiente, Billy —dijo Huxley cuando, tras el quinto puñetazo, la cabeza de Baker rebotaba contra la tierra sin que éste pudiese hacer nada por protegerse—. ¡Billy!
Éste dejó de golpear. Bajo él, la faz rubicunda de Baker aparecía salpicada de sangre, que manaba de la nariz y también de un corte en un pómulo. Ya estaba por quitarse de encima cuando la diestra del soldado se movió, en busca del Colt. Baker no llegó a sacarlo de la funda. Una fría sensación en el cuello lo hizo detenerse: era el cuchillo de Billy, aparecido como por arte de magia en la mano, y cuya hoja apretaba ahora contra su piel.
—¿Qué me decías de las balas, blanco idiota? —le susurró, enseñando sus dientes en una mueca feroz.
Sonó el estampido de un disparo, que acabó en la tierra junto a los dos combatientes. El teniente Chance avanzaba a lomos de su imponente yegua blanca, al paso y con el revólver humeando en la mano. Baker apartó la mano del suyo, Billy se separó de él y envainó el cuchillo.
—¡Vuelvan al trabajo! —ordenó el sargento al resto de los hombres, atraídos por la pelea como moscas por la mierda fresca—. Se acabó el espectáculo. ¡Vamos!
—¿Qué ha pasado aquí, sargento? —preguntó con calma el teniente, devolviendo el Schofield a su funda. Sus ojos fueron del maltratado rostro del soldado al del scout, que le sostenía la mirada en actitud desafiante.
—Sólo un malentendido, teniente. Nada más que eso.
—Ya veo. ¡Baker!
—¡Señor! —El soldadote se envaró lo mejor que pudo, mareado como estaba por la paliza.
—La próxima vez que empiece una pelea, más le vale ganarla. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Vaya a lavarse. Avergüenza al uniforme en ese estado.
—Sí, señor. —Y se dio la vuelta, dirigiéndose al río. Billy permaneció donde estaba, sin apartar la vista.
—Scout.
—Teniente.
—La próxima vez que amenace a uno de mis hombres con su cuchillo, me encargaré de hacerlo azotar. ¿Entendido?
A Huxley le impresionó la transformación sufrida por su oficial superior: los rasgos aparecían tirantes, desfigurados por una emoción mucho más poderosa que el simple desprecio exhibido por Baker. En sus ojos, normalmente fríos, ardía el odio.
—Sí, teniente —respondió Billy, obviando el «señor».
—Ahora fuera de mi vista. Prepárense para seguir viaje.

—¿Cuáles son sus órdenes, teniente? —preguntó el sargento Huxley cuando ya estaban todos montados y listos para continuar.
—Seguir adelante con la misión.
—Pero parte de la misión era reunirnos con los hombres de McCullins…
—Obviamente, eso no podrá ser. Seguiremos solos.
Huxley dio un vistazo a su espalda donde, unas yardas más atrás, aguardaban Baker, Colorado, Curtis, Rawlins —que seguía pálido— y, algo apartado de ellos, Billy.
—Con el debido respeto, teniente… Sin la gente de McCullins somos apenas siete.
—Un buen número. Los renegados de Cuchillo Rojo no son muchos más que nosotros. Y confío en que cada uno de mis hombres vale por al menos tres de esos salvajes semidesnudos.
Huxley se guardó de decirle que esos «salvajes semidesnudos» conocían el terreno mejor que cualquier blanco, que habían sobrevivido a uno de los inviernos más crudos de los que se tenía memoria —posiblemente, devorándose entre ellos mismos— y que, de las tres expediciones militares que salieran en su búsqueda desde principios de año, ninguna había regresado. Tomando su silencio como confirmación a sus palabras, el teniente ordenó:
—Dígale al indio que empiece a buscar rastros, que es la única razón por la que está aquí. ¡No regresaré a Fort Cooke sin la cabellera de Cuchillo Rojo!
Unos momentos más tarde, la partida volvía a ponerse en marcha. Seguían cabalgando hacia el norte, cada vez más lejos del territorio civilizado.
 
 
 
Continuará...
 
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