Capítulo XI
Derrotar a los
guardianes había sido relativamente sencillo. Shi Kwei había seguido a uno de
los espías de Samedí hasta su guarida y descubrió la presencia de los muertos
vivientes que custodiaban el acceso al lar de la bestia. Cayeron sobre ellos
por sorpresa.
Los cartuchos
rellenos de sal demostraron ser un gran acierto. Amos dijo una blasfemia
bastante gorda al comprobar la efectividad de los proyectiles en los zonbi. Al
recibir la sal caía de inmediato, si la sustancia se introducía en los pulmones
o estómagos, o bien quedaban ralentizados cuando recibían el impacto en otro
lugar de su anatomía. Eso daba tiempo a que las afiladas espadas de Shi y la
letal puntería de McIntire causaran estragos en sus filas. El único
contratiempo que había sufrido Jonathan fueron unas astillas de madera que se
le clavaron en el brazo izquierdo, muy cerca del hombro. Uno de los guardianes
acertó a usar una escopeta recortada. Jonathan corrió a cubrirse tras el hueco
de la puerta en la fachada. Aunque no le acertó directamente, la lluvia de
postas reventó en cientos de pequeños trozos el marco, que salieron volando en
todas direcciones.
Shi Kwei trató de
convencer a Jonathan para que le dejara tratar las heridas, a lo que éste se
negó. Se desató el pañuelo que llevaba al cuello y lo enrolló fuertemente
alrededor del brazo, a modo de torniquete.
―Esto bastará por
ahora.
No tardaron en
descubrir el acceso secreto bajo la mesa. Al levantar la trampilla y ver el
túnel que se hundía en la tierra tuvieron la sensación de que aquel lugar
emanaba oscuridad.
―Yo iré primero
―dijo Shi Kwei.
―No me parece
buena idea ―apuntó Amos.
―Créeme que no lo
hago por una cuestión de valentía. Se trata más bien de estrategia. El túnel es
muy estrecho; eso nos obligará a ir en columna de a uno. Cuando nos encontremos
con el enemigo, mi ayuda será inútil si no estoy en primera fila. Yo, en
cambio, al ser más pequeña no entorpeceré tanto si voy delante. Os daré espacio
para que uséis las armas de fuego.
―Empiezo a odiar
que siempre tengas razón ―dijo Amos mostrando los blancos dientes
Shi Kwei puso su
mano en el pecho de Amos, y antes de entrar a aquel pozo de oscuridad le dijo:
―Es bueno volver
a verte sonreír.
Amos se ruborizó
ante el comentario. Iniciaron, pues, la marcha. El hombretón de color fue
detrás de ella y Jonathan cerró la marcha. Avanzaron por el claustrofóbico
pasadizo unas decenas de metros, hasta llegar a una sala más amplia. El
ambiente era insano, húmedo y sofocante a más no poder. Apenas había luz, tan
solo la que se colaba desde la rendijas de los pesados cortinajes del otro lado
de la estancia. No había otro sitio al que ir, nada más hacia adelante.
De pronto, las
cortinas se abrieron. Ante ellos pudieron ver una escena digna de la peor
pesadilla. Un numeroso grupo de zonbi se les echó encima. Tras ellos, y en el
fondo de la amplia cámara, sentado sobre un trono de huesos, se encontraba un
ser salido del averno. La cara era la de la muerte y la piel negra como la
noche, con un aura que supuraba malignidad. Llevaba puesto un sombrero de copa
que podría haber resultado ridículo a priori, mas no había en él nada que
tomarse a broma. Su imagen era el puro terror encarnado. Un halo de miedo,
probablemente intensificado por las habilidades mágicas de la infernal
criatura, se extendía desde su persona por todo el área. Y a sus pies se
hallaba otro de la maldita estirpe de los vampiros, a juzgar por el tamaño de
sus amenazantes colmillos.
La mera
supervivencia les obligó a centrar la atención en el peligro más inmediato. Los
cadáveres devueltos a la vida por la magia negra de Samedí se acercaban sin
pausa. No llevaban armas, pero sabían que la criaturas poseían gran fuerza, y
que con manos y dientes eran más que capaces de acabar con sus vidas si no
tenían cuidado.
Amos abrió fuego
contra los zonbi. Como un resorte tiró de la palanca de la escopeta de
repetición Winchester y disparó una segunda vez, dejando a dos de los monstruos
inmovilizados y bastante dañados.
McIntire disparó
a la cabeza de uno de los cadáveres andantes, abatiéndolo al momento. Al
repetir el intento la bala solo rozó el cráneo del objetivo, quedando atontado
por unos momentos, aunque no fuera de combate.
Shi desenfundó
las espadas y se adelantó unos pasos. No cargó, quedó a la espera de que los
muertos que caminan se fueran acercando. Tuvo especial cuidado de no
interponerse en la trayectoria de tiro de sus compañeros.
La Winchester
continuó causando un considerable castigo entre los zonbis. Amos decidió hacer
uso de los cartuchos que le quedaban en la recámara. No iba a tener tiempo de
volver a cargar antes de entrar en el cuerpo a cuerpo, pues ya los tenían casi
encima. No tenía sentido guardar munición. En rápida sucesión disparó los tres
proyectiles que restaban. Consiguió derribar a dos porque el tercer tiro no
logró causar más que daños superficiales.
Jonathan remató
al que había dejado tocado en su anterior andanada y eliminó a otro más, con
dos certeros tiros a la cabeza. No quiso precipitarse a gastar más proyectiles
y arriesgarse a fallar. El revólver todavía podía ser útil en el cuerpo a
cuerpo.
Cuando los
muertos reanimados alcanzaron la melé con la china, se encontraron con una
barrera de cortante metal. Shi Kwei lanzaba estocadas sin fin y, cuando los
enemigos trataban de alcanzarla, los esquivaba de un ágil salto. Caía
grácilmente sobre los pies y volvía a golpear a un nuevo adversario,
aprovechando el impulso de los brincos. Manos, piernas y cabezas resultaban
desmembrados en cada una de las acometidas. El espacio a cubrir era demasiado
amplio y la joven china no pudo impedir que uno de los zonbis la sobrepasara,
cargando contra McIntire.
Jonathan pudo
interponer el brazo izquierdo para cubrirse del ataque, no sin que el engendro
le propinase un fuerte mordisco. Como una bestia, el zonbi se agitaba sin
soltar la presa, tratando de arrancar carne y músculo. Aullando de verdadero
dolor, la reacción de McIntire fue alojarle al no muerto las dos balas que
quedaban en el Colt entre las cejas. Dos chorros brotaron de la parte de atrás
de la cabeza del muerto viviente, esparciendo sesos, sangre y restos de hueso.
Amos empuñó el
Winchester como improvisada maza. Ayudándose de su atlética musculatura, hundió
el cráneo del zonbi más cercano con un desagradable crujir de huesos. El
abominable engendro aún dio unos pasos tambaleantes para terminar cayendo poco
después como un fardo sin vida. No pudo impedir que dos de las monstruosas
criaturas le arañasen el pecho con las uñas, haciendo brotar la sangre y
empapando de rojo su blanca camisa, que también quedó hecha trizas.
Shi Kwei continuó
repartiendo tajos a diestra y siniestra con sus cortas espadas gemelas de
plata. Jonathan desenfundó un nuevo revólver y comenzó a repartir plomo con una
mortal precisión entre los cadáveres andantes. Los monstruos no desfallecían ni
se rendían. Y no parecían tener fin.
― ¡Marcus, acaba
con ellos! ―ordenó el Barón Samedí a su lacayo vampírico.
A Marcus no se le
veía particularmente entusiasmado con aquel plan. Trató de resistirse a
obedecer a su amo. Entonces, el bokor pellizcó con sus afiladas uñas el
contenido de la bolsa que llevaba al cuello y un frío glacial invadió el pecho
de su siervo. La voluntad de éste se hallaba en manos del Barón Samedí,
condenado a ser su eterno esclavo. Marcus maldijo su suerte antes de empezar a
avanzar con cautela hacia la matanza que se desarrollaba ante sus ojos.
El Barón Samedí
tomó entre las manos un bastón adornado con plumas, que descansaba apoyado en
el trono de huesos y cuyo extremo superior terminaba en un cráneo de bebé.
Señaló a Amos, apuntándole con la siniestra reliquia.
― ¡Arrodíllate
ante mí, perro! ―gritó furioso el hechicero.
Amos notó como
sus articulaciones comenzaban a quedarse rígidas. No era solo la rigidez, había
algo más. Como si alguna fuerza externa tratara de apoderarse del control de su
cuerpo. Sintió náuseas y vértigo, hizo todo lo posible por mantenerse erguido.
Las fuerzas le abandonaban y cayó de rodillas. Tuvo que apoyar las palmas de
las manos sobre el suelo para no acabar tendido de bruces. Un grito de rabia e
impotencia se le escapó de los pulmones; aquello no podía estar sucediendo. Nunca
más ser un esclavo, pero ahí estaba postrado ante aquel maldito vampiro.
Los zonbi
perdieron todo interés por el derrotado Amos y se arremolinaron alrededor de
Shi Kwei. El filo de sus hojas cortaba la carne de los resucitados, pero no
tenía con ellos la misma efectividad que con los vampiros. La única manera que
parecía haber para terminar con ellos era cortarles la cabeza, algo nada fácil
cuando tenía que combatir a tantos enemigos a la vez. Debía mantener a raya más
de una docena de brazos y media docena de bocas que trataban de morderla. Las
posibilidades de victoria se desvanecían con cada nuevo zonbi que se unía a la
refriega.
Jonathan McIntire
se libró del último cadáver andante que le atosigaba con un tiro que le reventó
el cráneo. Cuando se disponía a acabar con uno de los que peleaban contra Shi
Kwei, notó una férrea presa en el cuello que amenazaba con triturarle la
tráquea. Era Marcus; se había movido como un relámpago y ahora le tenía cogido
con la mano izquierda, las afiladas uñas hundiéndose en su carne lentamente. El
dolor era terrible y no podía respirar. Trató de levantar el Colt que aún
empuñaba hacia su captor. Fue inútil porque Marcus lo inmovilizó de inmediato
con el brazo libre, imposibilitando que le apuntara directamente. La fuerza del
vampiro era muy superior a la de McIntire, así que sus forcejeos no
consiguieron debilitar la presa en lo más mínimo.
―Vuestra
reputación está muy sobrevalorada, mes amis ―se burló el Barón Samedí,
saboreando de antemano su triunfo sobre los cazadores.
McIntire hubo de
reconocer que era la peor situación en la que se habían hallado hasta el
momento. Con un Amos derrumbado y balbuceante, el ímpetu de su ataque se había
venido abajo. Sin las balas de sal que frenaban a las tropas de choque zonbi no
tenían ninguna opción para vencer. La ventaja numérica los acabaría aplastando
en breve.
―Quiebra su
cuello como una rama ―ordenó con una mueca maliciosa Samedí a su lacayo.
La mirada de
Marcus a su amo fue de auténtico desprecio y de un rebosante odio. No le
gustaba ser una marioneta en sus manos, aunque estuviera obligado a obedecer
incluso en contra de su propia voluntad.
De todas formas,
no sintió pena por el humano. Merecía la muerte mil veces, era un cazador de
los de su especie. Marcus sintió un especial placer cuando intensificó la
tenaza que ejercía su mano sobre el frágil cuello de McIntire. Qué soberbios
eran los humanos. Creer que podían rebelarse contra los que estaban por encima
en la cadena alimenticia era patético. El rebaño no lucha contra el pastor,
sabe cuál es su lugar y lo único que puede hacer es esperar hasta que sus amos
decidan cuándo ha llegado el momento de convertirse en alimento. Ese era el
único derecho que tenían aquellas miserables criaturas. Y pensar que hasta
hacía bien poco había sido uno de ellos…
Por un momento
llegaron a la mente de Marcus imágenes de cuando aún tenía una vida propia y
todavía podía decidir por sí mismo. Las desechó sobre la marcha, para
concentrarse en la agonía de su víctima moribunda.
Continuará…
Escrito por Raúl Montesdeoca
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