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martes, 5 de mayo de 2015

Weird West: Esclavos de la Oscuridad Cap. 11

 
 
 
 
 
Capítulo XI
 
Derrotar a los guardianes había sido relativamente sencillo. Shi Kwei había seguido a uno de los espías de Samedí hasta su guarida y descubrió la presencia de los muertos vivientes que custodiaban el acceso al lar de la bestia. Cayeron sobre ellos por sorpresa.
Los cartuchos rellenos de sal demostraron ser un gran acierto. Amos dijo una blasfemia bastante gorda al comprobar la efectividad de los proyectiles en los zonbi. Al recibir la sal caía de inmediato, si la sustancia se introducía en los pulmones o estómagos, o bien quedaban ralentizados cuando recibían el impacto en otro lugar de su anatomía. Eso daba tiempo a que las afiladas espadas de Shi y la letal puntería de McIntire causaran estragos en sus filas. El único contratiempo que había sufrido Jonathan fueron unas astillas de madera que se le clavaron en el brazo izquierdo, muy cerca del hombro. Uno de los guardianes acertó a usar una escopeta recortada. Jonathan corrió a cubrirse tras el hueco de la puerta en la fachada. Aunque no le acertó directamente, la lluvia de postas reventó en cientos de pequeños trozos el marco, que salieron volando en todas direcciones.
Shi Kwei trató de convencer a Jonathan para que le dejara tratar las heridas, a lo que éste se negó. Se desató el pañuelo que llevaba al cuello y lo enrolló fuertemente alrededor del brazo, a modo de torniquete.
―Esto bastará por ahora.
No tardaron en descubrir el acceso secreto bajo la mesa. Al levantar la trampilla y ver el túnel que se hundía en la tierra tuvieron la sensación de que aquel lugar emanaba oscuridad.
―Yo iré primero ―dijo Shi Kwei.
―No me parece buena idea ―apuntó Amos.
―Créeme que no lo hago por una cuestión de valentía. Se trata más bien de estrategia. El túnel es muy estrecho; eso nos obligará a ir en columna de a uno. Cuando nos encontremos con el enemigo, mi ayuda será inútil si no estoy en primera fila. Yo, en cambio, al ser más pequeña no entorpeceré tanto si voy delante. Os daré espacio para que uséis las armas de fuego.
―Empiezo a odiar que siempre tengas razón ―dijo Amos mostrando los blancos dientes
Shi Kwei puso su mano en el pecho de Amos, y antes de entrar a aquel pozo de oscuridad le dijo:
―Es bueno volver a verte sonreír.
Amos se ruborizó ante el comentario. Iniciaron, pues, la marcha. El hombretón de color fue detrás de ella y Jonathan cerró la marcha. Avanzaron por el claustrofóbico pasadizo unas decenas de metros, hasta llegar a una sala más amplia. El ambiente era insano, húmedo y sofocante a más no poder. Apenas había luz, tan solo la que se colaba desde la rendijas de los pesados cortinajes del otro lado de la estancia. No había otro sitio al que ir, nada más hacia adelante.
De pronto, las cortinas se abrieron. Ante ellos pudieron ver una escena digna de la peor pesadilla. Un numeroso grupo de zonbi se les echó encima. Tras ellos, y en el fondo de la amplia cámara, sentado sobre un trono de huesos, se encontraba un ser salido del averno. La cara era la de la muerte y la piel negra como la noche, con un aura que supuraba malignidad. Llevaba puesto un sombrero de copa que podría haber resultado ridículo a priori, mas no había en él nada que tomarse a broma. Su imagen era el puro terror encarnado. Un halo de miedo, probablemente intensificado por las habilidades mágicas de la infernal criatura, se extendía desde su persona por todo el área. Y a sus pies se hallaba otro de la maldita estirpe de los vampiros, a juzgar por el tamaño de sus amenazantes colmillos.
 
La mera supervivencia les obligó a centrar la atención en el peligro más inmediato. Los cadáveres devueltos a la vida por la magia negra de Samedí se acercaban sin pausa. No llevaban armas, pero sabían que la criaturas poseían gran fuerza, y que con manos y dientes eran más que capaces de acabar con sus vidas si no tenían cuidado.
Amos abrió fuego contra los zonbi. Como un resorte tiró de la palanca de la escopeta de repetición Winchester y disparó una segunda vez, dejando a dos de los monstruos inmovilizados y bastante dañados.
McIntire disparó a la cabeza de uno de los cadáveres andantes, abatiéndolo al momento. Al repetir el intento la bala solo rozó el cráneo del objetivo, quedando atontado por unos momentos, aunque no fuera de combate.
Shi desenfundó las espadas y se adelantó unos pasos. No cargó, quedó a la espera de que los muertos que caminan se fueran acercando. Tuvo especial cuidado de no interponerse en la trayectoria de tiro de sus compañeros.
La Winchester continuó causando un considerable castigo entre los zonbis. Amos decidió hacer uso de los cartuchos que le quedaban en la recámara. No iba a tener tiempo de volver a cargar antes de entrar en el cuerpo a cuerpo, pues ya los tenían casi encima. No tenía sentido guardar munición. En rápida sucesión disparó los tres proyectiles que restaban. Consiguió derribar a dos porque el tercer tiro no logró causar más que daños superficiales.
Jonathan remató al que había dejado tocado en su anterior andanada y eliminó a otro más, con dos certeros tiros a la cabeza. No quiso precipitarse a gastar más proyectiles y arriesgarse a fallar. El revólver todavía podía ser útil en el cuerpo a cuerpo.
 
Fotograma de Kung-fu y los 7 vampiros de oro
 
Cuando los muertos reanimados alcanzaron la melé con la china, se encontraron con una barrera de cortante metal. Shi Kwei lanzaba estocadas sin fin y, cuando los enemigos trataban de alcanzarla, los esquivaba de un ágil salto. Caía grácilmente sobre los pies y volvía a golpear a un nuevo adversario, aprovechando el impulso de los brincos. Manos, piernas y cabezas resultaban desmembrados en cada una de las acometidas. El espacio a cubrir era demasiado amplio y la joven china no pudo impedir que uno de los zonbis la sobrepasara, cargando contra McIntire.
Jonathan pudo interponer el brazo izquierdo para cubrirse del ataque, no sin que el engendro le propinase un fuerte mordisco. Como una bestia, el zonbi se agitaba sin soltar la presa, tratando de arrancar carne y músculo. Aullando de verdadero dolor, la reacción de McIntire fue alojarle al no muerto las dos balas que quedaban en el Colt entre las cejas. Dos chorros brotaron de la parte de atrás de la cabeza del muerto viviente, esparciendo sesos, sangre y restos de hueso.
Amos empuñó el Winchester como improvisada maza. Ayudándose de su atlética musculatura, hundió el cráneo del zonbi más cercano con un desagradable crujir de huesos. El abominable engendro aún dio unos pasos tambaleantes para terminar cayendo poco después como un fardo sin vida. No pudo impedir que dos de las monstruosas criaturas le arañasen el pecho con las uñas, haciendo brotar la sangre y empapando de rojo su blanca camisa, que también quedó hecha trizas.
Shi Kwei continuó repartiendo tajos a diestra y siniestra con sus cortas espadas gemelas de plata. Jonathan desenfundó un nuevo revólver y comenzó a repartir plomo con una mortal precisión entre los cadáveres andantes. Los monstruos no desfallecían ni se rendían. Y no parecían tener fin.
― ¡Marcus, acaba con ellos! ―ordenó el Barón Samedí a su lacayo vampírico.
A Marcus no se le veía particularmente entusiasmado con aquel plan. Trató de resistirse a obedecer a su amo. Entonces, el bokor pellizcó con sus afiladas uñas el contenido de la bolsa que llevaba al cuello y un frío glacial invadió el pecho de su siervo. La voluntad de éste se hallaba en manos del Barón Samedí, condenado a ser su eterno esclavo. Marcus maldijo su suerte antes de empezar a avanzar con cautela hacia la matanza que se desarrollaba ante sus ojos.
El Barón Samedí tomó entre las manos un bastón adornado con plumas, que descansaba apoyado en el trono de huesos y cuyo extremo superior terminaba en un cráneo de bebé. Señaló a Amos, apuntándole con la siniestra reliquia.
 
Fotograma de American Horror History
 
― ¡Arrodíllate ante mí, perro! ―gritó furioso el hechicero.
Amos notó como sus articulaciones comenzaban a quedarse rígidas. No era solo la rigidez, había algo más. Como si alguna fuerza externa tratara de apoderarse del control de su cuerpo. Sintió náuseas y vértigo, hizo todo lo posible por mantenerse erguido. Las fuerzas le abandonaban y cayó de rodillas. Tuvo que apoyar las palmas de las manos sobre el suelo para no acabar tendido de bruces. Un grito de rabia e impotencia se le escapó de los pulmones; aquello no podía estar sucediendo. Nunca más ser un esclavo, pero ahí estaba postrado ante aquel maldito vampiro.
Los zonbi perdieron todo interés por el derrotado Amos y se arremolinaron alrededor de Shi Kwei. El filo de sus hojas cortaba la carne de los resucitados, pero no tenía con ellos la misma efectividad que con los vampiros. La única manera que parecía haber para terminar con ellos era cortarles la cabeza, algo nada fácil cuando tenía que combatir a tantos enemigos a la vez. Debía mantener a raya más de una docena de brazos y media docena de bocas que trataban de morderla. Las posibilidades de victoria se desvanecían con cada nuevo zonbi que se unía a la refriega.
Jonathan McIntire se libró del último cadáver andante que le atosigaba con un tiro que le reventó el cráneo. Cuando se disponía a acabar con uno de los que peleaban contra Shi Kwei, notó una férrea presa en el cuello que amenazaba con triturarle la tráquea. Era Marcus; se había movido como un relámpago y ahora le tenía cogido con la mano izquierda, las afiladas uñas hundiéndose en su carne lentamente. El dolor era terrible y no podía respirar. Trató de levantar el Colt que aún empuñaba hacia su captor. Fue inútil porque Marcus lo inmovilizó de inmediato con el brazo libre, imposibilitando que le apuntara directamente. La fuerza del vampiro era muy superior a la de McIntire, así que sus forcejeos no consiguieron debilitar la presa en lo más mínimo.
―Vuestra reputación está muy sobrevalorada, mes amis ―se burló el Barón Samedí, saboreando de antemano su triunfo sobre los cazadores.
McIntire hubo de reconocer que era la peor situación en la que se habían hallado hasta el momento. Con un Amos derrumbado y balbuceante, el ímpetu de su ataque se había venido abajo. Sin las balas de sal que frenaban a las tropas de choque zonbi no tenían ninguna opción para vencer. La ventaja numérica los acabaría aplastando en breve.
―Quiebra su cuello como una rama ―ordenó con una mueca maliciosa Samedí a su lacayo.
La mirada de Marcus a su amo fue de auténtico desprecio y de un rebosante odio. No le gustaba ser una marioneta en sus manos, aunque estuviera obligado a obedecer incluso en contra de su propia voluntad.
De todas formas, no sintió pena por el humano. Merecía la muerte mil veces, era un cazador de los de su especie. Marcus sintió un especial placer cuando intensificó la tenaza que ejercía su mano sobre el frágil cuello de McIntire. Qué soberbios eran los humanos. Creer que podían rebelarse contra los que estaban por encima en la cadena alimenticia era patético. El rebaño no lucha contra el pastor, sabe cuál es su lugar y lo único que puede hacer es esperar hasta que sus amos decidan cuándo ha llegado el momento de convertirse en alimento. Ese era el único derecho que tenían aquellas miserables criaturas. Y pensar que hasta hacía bien poco había sido uno de ellos…
Por un momento llegaron a la mente de Marcus imágenes de cuando aún tenía una vida propia y todavía podía decidir por sí mismo. Las desechó sobre la marcha, para concentrarse en la agonía de su víctima moribunda.
 
Continuará…
 

 

 



 



Escrito por Raúl Montesdeoca 



 



 



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