Capítulo V
Jonathan y Shi Kwei caminaban por
las siempre transitadas calles de “Villa Carnicero”; ese era el sobrenombre con
el que los lugareños llamaban a aquel inhóspito rincón de San Francisco. El
topónimo venía de varias décadas atrás, cuando se instaló en la zona el primer
matadero público. Ahora existían dieciocho funcionando a plena capacidad en el
barrio, además de corrales para guardar las reses, curtidurías, tratantes de
ganado y toda la industria que acarreaba el negocio cárnico. El olor a animal,
a heces y a muerte bordeaba lo insoportable. Alrededor de los dos caminos que
llevaban a los mataderos se concentraban un buen número de casuchas, hechas en
su mayoría con madera de ínfima calidad. El desagradable hedor de la zona y las
insalubres condiciones hacían que solo los más pobres y desesperados acabasen
en Villa Carnicero.
No era de extrañar
que fuese allí donde se encontraba concentrada la mayor parte de la población
negra de la ciudad. No había escuelas, ni alcantarillado, ni tan siquiera
abasto de agua potable. Jonathan tenía que reconocer para su vergüenza que
jamás había visitado el vecindario. Aunque en teoría los ciudadanos de raza
negra tenían muchos derechos reconocidos, la realidad demostraba estar muy
lejos de lo que decían las leyes.
A pesar de la
miseria reinante y de lo tardío de la hora, el ambiente era bullicioso y
alegre. A Jonathan le sorprendió el buen ánimo y las sonrisas que veía por las
calles. Probablemente había tanto trasiego de gente porque estaban tan
hacinados que debían dormir por turnos.
Buscaban la casa
de Marguerite Dupont, suponían que allí era donde debía encontrarse su
compañero Amos. Gracias a las amables indicaciones de los vecinos no fue
difícil hallarla. Los Dupont eran tristemente célebres por lo que le había
pasado a la pequeña Rosalie, la prima de Marguerite. Llegaron a una choza
insalubre que se mantenía en pie más por costumbre que por otra cosa. Un joven
negro permanecía ocioso apoyado en la destartalada valla que delimitaba la
propiedad. No había espacio entre las casas, simplemente se apiñaban las unas
al lado de las otras. Se aprovechaba cualquier pared construida para adosar
nuevas viviendas y habitaciones, abaratando también los costes.
—Preguntamos por
Amos Cesay. ¿Se encuentra aquí? —preguntó Jonathan al joven que haraganeaba en
la entrada.
Sin hacer visos
de querer responder a la pregunta, el muchacho se dio la vuelta y a pleno grito
avisó al interior de la casa.
—¡Amos! Tu amigo
el blanquito ha venido a verte.
Jonathan lanzó
una mirada de pocos amigos al impertinente mozalbete. Se merecía un buen
cachete, pero lo dejó pasar. Tenía cosas más importantes de las que ocuparse.
Amos apareció por
el quicio de la puerta y recorrió el corto trecho hasta la valla para dar un
frío saludo a sus compañeros.
—¿Qué sucede?
—preguntó al verlos allí.
—Te necesitamos.
Zardi tenía razón, algo horrible está sucediendo. Como no regresabas a casa,
decidimos venir a buscarte.
—Ya
no estoy muy seguro de que esa sea mi casa —dijo con gesto serio.
Jonathan
miró extrañado a su compañero; no entendía el porqué de su hostilidad.
—Vale,
sea lo que sea lo que te pase, ya lo arreglaremos. Ahora nos hace falta tu
ayuda. Alguien ha incendiado un bar en el que solían reunirse reconocidos
miembros de la Suprema Orden Caucásica y debemos…
Amos
no le dejó terminar la explicación.
—Es
por eso que creo que tu casa ya no es la mía. ¿No te oyes hablar? Cuando te
dije que a la pobre Rosalie la había violado en grupo esos malnacidos de la
Orden, y que la habían golpeado hasta casi matarla, me dijiste que no me
metiera en líos. No lo consideraste importante. ¿Y en serio ahora pretendes que
salte a tus órdenes para ayudar a esos hijos de puta?
Shi
Kwei estaba sorprendida; nunca había visto a Amos de un humor tan siniestro.
Jonathan bufó porque empezaba a perder la paciencia.
—¿Entonces
crees que la solución es quemarlos vivos? —preguntó McIntire, molesto con la
hiriente actitud de su compañero, la cual no terminaba de comprender.
—Yo
no creo nada. Lo mejor que puedo hacer a partir de ahora es preocuparme por mi
gente, como hace Shi Kwei con los chinos.
La
joven china negó con la cabeza.
—No
lo has entendido. Yo no protejo a los chinos. Es posible que por afinidad
acudan más a mí, pero mi misión es luchar contra los enemigos de toda la
humanidad. Y cuando estamos divididos, ellos ganan —explicó Shi Kwei.
—Pues
yo creo que esos bastardos esclavistas se tenían bien merecida la muerte que
recibieron —dijo el joven, que seguía junto a la valla, metiéndose en la
conversación.
—Tendrías
que haberte marchado hace rato, mocoso. Puede que Amos se esté comportando como
un imbécil, pero él se ha ganado el derecho a hablarme como le venga en gana.
En cambio, a ti no te conozco de nada. Si no te he hecho tragar aún un par de
dientes de un mamporro es porque soy una persona muy educada —le advirtió al
insolente muchacho.
El
joven de piel morena se amilanó y no dijo nada al ver la furia en los ojos de
McIntire, pero éste no se detuvo y siguió atosigándolo.
—¿Dónde
has estado esta noche, jovencito? ¿Estuviste cerca del Dixieland?
—¡Ya
basta! —protestó Amos—. Pete ha estado aquí conmigo todo el rato. A menos que
creas que yo también miento y que estoy implicado en lo del incendio.
—No
lo sé. Ya nada parece ser lo que era. ¿Lo estás?
Amos
perdió los nervios y alzó su puño para estrellarlo contra la cara de McIntire.
El golpe cogió a
Jonathan por sorpresa y le partió la comisura del labio. Sin terminar de
creérselo, se tocó donde había sido golpeado y vio los dedos manchados de
sangre. Ciego por la ira, se dispuso a devolver el puñetazo, pero Shi Kwei
gritó:
—¿Qué
estáis haciendo? ¿Os habéis vuelto locos?
Tanto Jonathan
como Amos se quedaron congelados; era la primera vez que la veían gritar de
aquella forma. Siempre era tan formal y callada que les resultó extrañamente
chocante.
Pero las
respuestas a las preguntas de Shi, si es que esperaba alguna, iban a tener que
posponerse.
Unos agudos
gritos rasgaron la tranquila noche. Ponían los pelos de punta al más pintado,
pero para Amos y la gente de su raza era algo mucho peor. Era el terror hecho
sonido. Muchos ya lo habían escuchado con anterioridad, era el grito de guerra
rebelde. La estridente cacofonía de chillidos y alaridos parecía meterse dentro
de la propia alma.
Antes de que se
oyera el ruido de los cascos al galope y antes de que se distinguieran las
primeras antorchas, Amos ya había entrado en la casa. Instantes después estaba
de vuelta con una escopeta Winchester 1887 de cinco cartuchos en la mano, un
arma de cuya posesión pocos podían presumir. Se había jurado a sí mismo que jamás
volvería a ser esclavo de nada ni de nadie, ni siquiera del miedo. Las marcas
de latigazos que veía cada día en el espejo le recordaban que, pasara lo que
pasara, tenía que vivir o morir como un hombre libre. Atravesó el endeble
portón de la verja y se fue al centro de la calle, esperando.
Entonces llegaron
los Jinetes Nocturnos. Fue como si el infierno hubiese vomitado sus pesadillas
sobre la tierra. La luz de las antorchas que portaban les confería un aire
irreal, las capuchas blancas que les cubrían los rostros acrecentaban la
sensación. Se acercaban como una estampida de búfalos, arrasando con todo y
todos a su paso. Un pequeño de unos ocho años de edad, que trataba de huir, fue
engullido bajo los cascos de los caballos, y no fue el único. En el caos que se
originó, varios más corrieron la misma suerte. El suelo parecía temblar bajo la
fantasmal carga de caballería. Los vecinos corrían por sus vidas, intentando
buscar un refugio ante el horror que se había desatado. Era alrededor de una
veintena, por los puntos de luz que se veían. Una vez llegados al cruce de
caminos de los mataderos se dividieron en dos grupos, rodeando el barrio para
que no escapase nadie.
Un puñado de
ellos enfiló calle abajo hacia donde se encontraba Amos, Jonathan y Shi. A mitad
de trayecto detuvieron las monturas y arrojaron las antorchas sobre los techos
de varias humildes casas. De una de las casuchas salió un hombre de mediana
edad, portando un cubo en las manos. Su intento de atajar las llamas le costó
bien caro; uno de los jinetes nocturnos le descerrajó un tiro en pleno
estómago. Quedó tendido en el suelo, observando con los ojos muy abiertos cómo
se le escapaba la vida poco a poco, mientras las llamas comenzaban a devorar su
hogar.
—¡No! ¡Nunca más!
El grito
pertenecía a Amos, que observaba la escena en la distancia. Con paso firme
comenzó a acercarse a los jinetes. Apuntó la escopeta contra uno de los
asaltantes enmascarados y disparó. La lluvia de postas pasó a escasas pulgadas
de la cabeza del más cercano de ellos. El disparo atrajo la atención del resto
de la infame cuadrilla, que al ver que un negro los amenazaba, desenfundó sus
armas y se lanzó de nuevo al galope.
Jonathan se dio
cuenta de la desventajosa situación de Amos. Su compañero se había dejado
llevar por la rabia, sin pensar en su propia seguridad. Buscó con la mirada a
Shi Kwei, pero la joven ya había desaparecido. Por suerte para Amos, la calle
no era muy ancha y solo cabían dos caballos a la vez. Los Jinetes Nocturnos más
adelantados apuntaron los revólveres contra él.
Antes de que el
primero pudiera apretar el gatillo, un borrón azulado le cayó encima desde el
tejado de una cercana chabola. Era Shi Kwei. El encontronazo fue terrible para
el jinete; la joven china aprovechó la inercia que le daba la caída y golpeó
con el pie derecho como si fuera un látigo, impactando en el pecho del
adversario. Shi rodó con el impacto, evitando lo peor del choque frontal; pero
el jinete no tenía, ni de lejos, la agilidad de la china. El golpe fue tal que
lo envió al suelo, arrastrando con él a la montura. Caballo y jinete rodaron,
dando varias volteretas en su caída. El que venía inmediatamente detrás de él
no tuvo tiempo a detenerse; el caballo tropezó con el del compañero caído y
salió catapultado hacia delante, volando varios metros por los aires. La
mayoría de los encapuchados tiraron fuertemente hacia atrás de las riendas de
sus monturas, para evitar sufrir el mismo destino que su impulsivo compañero.
Uno de ellos, el que iba más rezagado, continuó la carga. Trataba de aprovechar
el hueco dejado por los compinches derribados y tener una línea de tiro clara
contra Amos. Jonathan se dio cuenta de sus intenciones y con la velocidad del
relámpago desenfundó. Desenfundar y disparar fue un único movimiento; la bala
atravesó el hombro derecho del Jinete Nocturno, deteniendo en seco su carrera.
Su puntería era magnífica; acertar a aquella distancia a un objetivo en
movimiento y con la pobre luz que había era un logro al alcance de muy pocos.
Llegaban sonidos
de disparos de otros lugares de Villa Carnicero. En las calles laterales y por
todo el barrio probablemente se estaban repitiendo escenas similares. O mucho
peores incluso, porque no habría nadie para defender a los residentes.
Continuará…
Escrito por Raúl Montesdeoca
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