Capítulo II
De vuelta en su hogar, Jonathan
McIntire no pudo evitar recordar las palabras de su difunta esposa Harriet.
"Esto no acabará nunca". Había tratado de convencerla de que la
pesadilla acabaría, pero estaba muy equivocado. Su antiguo mundo había
desaparecido, como si se hubiera abierto una puerta al infierno y fuese incapaz
de volver a cerrarla. Un nuevo horror acechaba en las calles de San Francisco,
según les había dicho Zardi.
Zardi, el anticuario |
Observaba a Shi
Kwei, que se encontraba en la valla exterior de la propiedad. Hablaba con una
señora mayor, también de origen chino. Por su casa desfilaban cada día
numerosos habitantes de Chinatown. Venían buscando consejo, amuletos para
protegerse de los malos espíritus, medicinas naturales y Dios sabría qué cosas
más. Shi Kwei podía ser una desconocida en San Francisco, pero en la pequeña
China era toda una celebridad.
—Han empezado
pronto hoy. Normalmente no suelen venir hasta media tarde. Los chinos tienen
suerte de tener a Shi para que les protejan. Ojalá la gente de mi raza tuviera
también a alguien como ella.
Jonathan se
volvió al oír la voz de Amos Cesay desde la puerta del salón. Iba bastante
elegante, se había puesto el traje de los domingos. Aunque su semblante no era
precisamente de fiesta, algo poco habitual en él.
—¿Qué sucede?
—La prima de
Marguerite...—tuvo que tragar saliva para poder continuar—. Acabo de enterarme.
Anoche fue violada y brutalmente golpeada. Lo más probable es que no vuelva a
andar.
McIntire no supo
qué decir en un principio. Conocía de vista a Marguerite, una hermosa mulata
criolla que traía de cabeza a Amos. Lamentaba mucho el dolor por el que debía
pasar su familia con una tragedia así. No todo el horror de este mundo procedía
de lo sobrenatural, los hombres eran más que capaces de convertirse en
monstruos, sin ayuda de demonios.
—¿Puede que tenga
algo que ver con lo que nos dijo Zardi?
—No estoy seguro,
pero no lo creo. Apesta a la legua a esos malnacidos de la Suprema Orden
Caucásica.
Moviendo la
cabeza de un lado a otro con preocupación, Jonathan le aconsejó.
—Mal asunto.
Intenta no meterte en líos con esa gente. Ahora tenemos trabajo. Un monstruo
anda suelto por la ciudad.
—Creía que
nuestro trabajo era proteger a los inocentes —respondió Amos desafiante, antes
de marcharse.
Las palabras de
su compañero le impactaron y le dejaron confundido. Se notaba el resquemor en
ellas. Nunca le había hablado antes con aquel tono, ni tampoco le había visto
jamás de un humor tan sombrío.
Glover Post salió de su casa poco
antes de la caída del sol. Vivía en las colinas, bastante alejado del centro.
Tenía una caminata de más de quince minutos hasta llegar a la parada más
cercana del tranvía. Su barrio no era tan elegante como para que llegara el
moderno transporte público. Cruzando un pequeño barranco se ahorraba un buen
trecho. Lo hacía habitualmente y nunca había tenido ningún problema, pero hoy
estaba nervioso. Cualquier pequeño ruido le crispaba. Comenzaba a arrepentirse
de haber bajado al centro. Debía haber dejado pasar unos días, hasta que la
cosa se calmara un poco. Lo de la noche anterior se les había ido de las manos.
Toda la ciudad hablaba de ello. No es que a nadie de bien le preocupara
realmente lo que pudiera pasarle a los negros, pero siempre había políticos
oportunistas que podían aprovechar la ocasión para ganar notoriedad. Se
tranquilizó pensando en que si la policía estuviera tras ellos ya le habrían avisado:
muchos agentes eran también leales miembros de la Suprema Orden Caucásica.
Un ruido
proveniente del frente interrumpió sus pensamientos. Algo se arrastraba por el
suelo. No era el sonido ágil y rápido que solían hacer los lagartos al
escabullirse entre la baja maleza. No, se trataba de algo lento y pesado.
Volvió a escucharlo de nuevo. La luz del sol ya casi había desaparecido del
cielo y se hacía difícil poder ver si había alguien oculto. Pensó en darse la
vuelta y regresar a casa. No se oía nada, podía haber sido su imaginación. Se
sintió ridículo asustándose de su propia sombra, así que continuó caminando.
Unos metros más adelante le pareció ver dos siluetas que esperaban junto a la
vereda. Glover se llevó la mano al interior del gabán y sacó el revólver que
siempre llevaba encima, por si las moscas.
—¿Quién anda ahí?
Se notaba el
miedo en su voz. No hubo respuesta alguna. Las dos sombras se pusieron en
movimiento.
—Ni un paso más.
Atrás —amenazó, apuntándoles con el arma.
Trataba de ver en
la escasa luz del crepúsculo quiénes eran aquellos tipos. No se detuvieron,
siguieron avanzando en el más absoluto silencio. Entonces pudo verlos: eran dos
negros bastante altos y delgados. Sus rostros eran como máscaras talladas,
inmutables. ¿Cómo demonios se habían enterado? Alguien debía haberse chivado y
aquellos mugrientos venían en busca de venganza. Pues iban a quedarse sin ella,
ningún negro de mierda iba a acabar con él.
Tiro dos veces
del gatillo contra el que estaba más próximo. Una bala le atravesó el hombro
izquierdo y la otra fue a alojarse en el centro del pecho. El hombre,
trastabillando, dio unos pasos hacia atrás por la fuerza de los proyectiles.
Pero eso fue todo. De inmediato continuó acercándose a su objetivo. Glover Post
sintió miedo como nunca lo había sentido antes. Aquel negro acababa de encajar
dos balas, y de sus labios no había brotado el más mínimo sonido. Un escalofrío
le recorrió de arriba abajo, mientras un sudor helado comenzaba a cubrirle el
cuerpo. Todavía tuvo tiempo a realizar otro disparo contra el segundo de los
asaltantes, que resultó igual de inútil que los dos primeros. Se le echaron
encima, golpeando con fuerza y sin piedad con unas piedras de buen tamaño que
llevaban en las manos. Glover trató de defenderse, pero un golpe seco y
contundente lo volvió todo oscuro. Cayó al suelo como un fardo.
Cuando recuperó la consciencia lo
primero que llegó a sus sentidos fue el sonido de los tambores y los cánticos.
Resultaba abrumador, y la cabeza le dolía como si fuera a explotar en cualquier
momento. Abrió los ojos y la escena que encontró se le antojó como el infierno.
Poco a poco fue dándose cuenta de que colgaba boca abajo de un árbol, cuyas
ramas parecían unas manos cadavéricas que trataban de agarrar algo. Estaba
atado de pies y manos, completamente inmovilizado. A su alrededor un buen
número de hombres y mujeres de raza negra bailaban frenéticos, como en trance.
Un poco más allá, otros golpeaban extasiados las tensas pieles de los tambores,
cuyo ritmo vertiginoso hablaba de la oscura y lejana África.
De pronto el
infernal ruido se detuvo. El silencio resultante tampoco era tranquilizador, ni
mucho menos. Los hombres y mujeres, que hasta hacía apenas unos instantes
bailaban a su alrededor, comenzaron a apartarse para dejar paso a una siniestra
figura. Glover no alcanzaba a verlo muy claramente. El recién llegado
despertaba un temor reverencial entre los presentes. Nadie se atrevió a
pronunciar palabra, y ni siquiera miraban directamente al enorme negro, que
llevaba un sombrero de copa y un largo abrigo oscuro.
—Os lo dije. Nada
debéis temer a partir de ahora. Todos estáis bajo la protección de Marie
Laveau, la única y gran reina del vudú. Muchos de los nuestros no creen aún en
su poder. Esta noche os demostraré que no estáis solos. En el futuro nadie se
atreverá a levantar una mano contra nosotros, porque sabrán que su castigo
llegará rápido como el rayo —exclamó, con un marcado acento francés.
Cuando el extraño
personaje detuvo su discurso, todos los que allí se encontraban estallaron en
unos terribles chillidos, mezcla de rabia y venganza. Los gritos taladraban su
alma, o eso le pareció a Glover.
El hombre del
sombrero de copa se giró hacía él y se acercó, quedando sus rostros frente a
frente. Si es que a aquello se le podía llamar rostro. Su cara era la de una
calavera y, donde debían hallarse los ojos, no había más que dos huecos negros
e insondables. Quizás fuera por el miedo o quizás estaba bajo los efectos de
alguna sustancia, pero para Glover no podía ser más real. De haber podido
contarlo a alguien, habría jurado que estaba mirando a la cara de la misma Muerte.
El siniestro
personaje fumaba de manera ansiosa y echaba el humo del enorme puro en la cara
a Glover, riendo histérico al ver la expresión de pánico de su prisionero. Pudo
ver, entre la espesa humareda que dejaba el cigarro, que llevaba colgadas del
cuello varias bolsitas de cuero, las cuales pendían de un collar formado por
pequeños huesos engarzados.
Bebió un buen
trago de ron de la botella que llevaba en su mano derecha, escupiendo parte de
la bebida encima del hombre blanco. Hizo señas a dos mujeres, que se acercaron
presurosas. Una de ellas llevaba un gran cuenco, y la otra portaba entre los brazos
un gallo negro que aleteaba asustado y trataba de escapar. Glover se sentía
exactamente igual que el ave de corral.
El hombre con el
rostro de la muerte dejó la botella de ron en el suelo y agarró al gallo por la
cabeza. Dio un lascivo beso a una de las mujeres y le pasó el apestoso cigarro.
Con la otra mano cogió al gallo por la base del cuello y lo estiró, dejándolo
completamente expuesto. El hombre sonrió maliciosamente y Glover pudo ver sus
afilados colmillos, como los de un enorme lobo... o como los de los demonios
que recordaba de las vidrieras de la iglesia.
La cabeza del
gallo fue arrancada de un único y feroz mordisco. La sangre comenzó a manar de
inmediato y el hombre vertió el rojo torrente en el cuenco que sostenía una de
las mujeres. Cuando la sangre paró de manar, arrancó de cuajo una de las patas
y luego arrojó a un lado el cuerpo sin vida del animal. Tomó el cuenco entre las
manos y dio un buen sorbo al contenido, para luego levantarlo sobre su cabeza,
ofreciéndolo al cielo nocturno. Sus acólitos gritaban al borde del frenesí,
coreando su nombre.
—¡Samedí, Samedí,
Samedí! —repetían en una excitada letanía.
El rojo de la
sangre se derramaba por encima del blanco cadavérico de la pintura que le
cubría el rostro. Glover creyó morir de terror, y el contenido de su vejiga se
vació.
Siguiendo con el
macabro ritual, el bokor hundió la
pata del gallo negro en el cuenco, que salió teñida de escarlata. Comenzó a
trazar extraños símbolos sobre la cara y el torso desnudo de Glover.
—¡No quiero
morir! ¡Por favor, no quiero morir! —gritó Glover Post, completamente
aterrorizado.
Una risa
sobrenatural surgió de su torturador.
—¿Morir? No, monsieur. No será tan fácil como eso.
Volvió a lanzar su
antinatural carcajada, riéndose de su propio chiste. Abrió una bolsa atada al
cinturón y vació el contenido sobre la mano izquierda. Cerró el puño y lo
levantó hasta dejarlo frente a la cara de Glover. Entonces lo abrió, mostrando
la palma de la mano y un polvillo blancuzco que la cubría.
—¿Sabe usted qué
es esto? —le preguntó.
Glover Post negó
frenético con la cabeza.
—Es polvo zonbi,
un potente veneno. Pero no se preocupe; como le prometí, no morirá. No del todo
—explicó con una sonrisa que helaba la sangre en las venas.
El hombre del
rostro cadavérico sopló y una pequeña nube blanca se esparció por todo el
rostro de Glover Post, que tosió como si fuera a echar los pulmones por la
boca. Su cuerpo se balanceaba por los espasmos, y la cuerda de la que colgaba
por los pies se mecía de un lado a otro. Poco a poco, el movimiento pendular se
fue deteniendo, hasta que quedó completamente inmóvil.
—Bajadlo de ahí.
Tengo que acelerar el proceso de resurrección. Lo necesitaremos esta misma
noche —ordenó el hombre al que llamaban Samedí a dos de sus musculosos y
silenciosos ayudantes.
Continuará…
Escrito por Raúl
Montesdeoca/ Imagen Zardi: Néstor Allende
queremos más
ResponderEliminar