Weird West: Caminante de la piel Cap. 6
Escrito por J.r. Del Rio
VI
La galería central hedía a sangre seca y carne rancia; a muerte vieja. Los huesos mondos de al menos una docena de cuerpos cubrían el suelo como una macabra alfombra, crujiendo bajo los mocasines de Billy cuando éste entró. Dio un paso más hacia el interior, murmuró una plegaria al Gran Espíritu para vencer la repulsa que aquel lugar le provocaba y siguió avanzando. La luz de la tea mostró la pared del fondo y las imágenes allí pintadas: dibujos simples, toscos, pero que narraban en su sencillez una historia tan horripilante como cierta. Cuando Billy se acercó para examinarlos, estos cobraron vida de repente, enseñándole el pasado.
Allí se habían refugiado Cuchillo Rojo y su gente durante el invierno; allí, también, era donde habían tomado la elección que los condenó, que los convirtió en pa•psa’lo, en fieras con piel de hombre. Y a su líder en algo todavía peor. Imágenes de pesadilla llenaron el ojo de su mente: carne, sangre y sufrimiento. El sacrificio de unos por la supervivencia de otros, los más fuertes. Y, presidiendo aquella orgía de atrocidades, siempre embozado bajo la piel de lobo, estaba él. El brujo oscuro, el verdadero enemigo: Corre con Lobos.
Cuando Billy parpadeó, lo tenía delante. No como una visión del pasado, sino como una realidad del presente.
—Prepárate, Ciervo Ágil —dijo, soplando sobre su cara un espeso polvo que se le introdujo por la boca y nariz, además de cegarlo—. Estás a punto de emprender tu viaje.
Billy cayó, teniendo arcadas y sacudiéndose como si acabara de picarlo un escorpión. Sentía que se le agarrotaban las extremidades y se le cerraba la garganta. Que el cuerpo dejaba de pertenecerle, a medida que la oscuridad iba enturbiándole la mente.
Ya la niebla se había disipado cuando Huxley y Curtis llegaron al lugar de la emboscada. En el camino se encontraron con las monturas de sus compañeros, y Curtis aprovechó para hacerse con el caballo de Colorado y no fatigar más al del sargento, que venía llevándolos a los dos al galope desde el bosque. Pero al entrar en el paso no encontraron ningún cadáver; sólo numerosas salpicaduras de sangre. Y algo más.
—¡Diablos! Mira esto, Curtis —dijo Huxley, con voz apagada. Ambos habían desmontado para examinar el terreno, donde hallaron casquillos de bala. Pero ni un cuerpo, ya fuera de los suyos o del enemigo. Eso no era normal.
—Joder —exclamó el soldado, al que casi se le escapó el cigarro de la boca al ver lo que el sargento le señalaba. Se trataba de la mano derecha del teniente Chance, rodeada por un espeso charco de sangre, y que reconocieron por el sable que todavía empuñaba.
—¿Dónde están los demás? —preguntó exaltado.
—¿Y dónde está el resto del teniente? —preguntó a su vez Huxley, enarcando las cejas.
Algo se aferró entonces a la pierna derecha de Curtis, tironeando de la pernera del pantalón y haciéndole dar un salto. Al volverse se encontró con una mano ensangrentada, unida a un cuerpo deshecho del que escapó una única y ronca súplica:
—Ayuda…
Los dos tardaron en reconocer, en ese torso destrozado, en esa faz balbuceante, donde echaban en falta un ojo y la mitad de la nariz, al soldado Baker. También le faltaban las piernas, una arrancada a la altura de la ingle y la otra por encima de la rodilla, por lo que reptaba sobre los codos y el vientre, como una babosa que dejara una estela roja a su paso. La visión fue demasiado para Curtis, que se dobló sobre sí mismo, emitió una sorda arcada y echó fuera cuanto tenía en el estómago.
—¡Baker! —exclamó Huxley, logrando a duras penas conservar la entereza—. ¿Quién te hizo esto?
—La niebla…
—¿Y dónde están los demás?
—Se los llevó…
—¿Quién se los llevó, soldado? ¿Quién? —Huxley estaba casi gritando, inclinado sobre el rostro del moribundo, quien le obsequió con una sonrisa manchada de sangre y repitió, antes de expirar:
—La niebla… —Y quedó inerte.
Huxley le cerró el ojo que aún conservaba. Curtis se enderezó, enjugó sus ojos y encendió otro cigarro para quitarse el mal sabor del vómito de la boca. Luego se miraron.
—¿Qué te dijo?
—Que se los llevó la niebla.
—¿Y tú le crees?
El sargento se encogió de hombros. Trataba de parecer tranquilo, pero lo cierto es que estaba temblando.
—Algo se los llevó, Curtis. Y no podemos marcharnos sin saber si están vivos. Y si lo están, posiblemente necesitan nuestra ayuda.
—Detesto cada vez más esta misión, sargento.
—Yo también, soldado.
Siguieron avanzando a través del paso a pie, llevando los caballos por las bridas, pues el sol se había puesto y a oscuras, y en un terreno tan accidentado, el riesgo de un accidente era alto. Ya brillaban sobre ellos las primeras estrellas cuando dieron con su segundo hallazgo, uno que se les acercó al trote.
—¡Es «Viento»! —exclamó Huxley, reconociendo al potro de Billy, que venía en sentido contrario y parecía muy nervioso. El sargento avanzó para acariciarle hocico y cuello, y palmearle con afecto los flancos.
—Eso es, muchacho, eso es. Tranquilo —susurró—. ¿Dónde está tu amo, eh?
El inteligente animal no le respondió, pero poco le faltó para hacerlo. Huxley se apartó de él, pensativo.
—¿Y ahora, sargento?
—Seguimos sus huellas. Al final, sabremos qué pasó con Billy y los demás.
—Esta misión se pone cada vez más extraña, ¿sabe?
—Lo sé.
En el fondo del valle, rodeado por las paredes de las sierras, ardía una gran fogata a cuyo alrededor —y bajo la luz espectral de la luna llena— tenía lugar una ceremonia tan milenaria como impía. La iniciación de un guerrero en la senda del pa•psa’lo hími•n, del Lobo Caníbal, el monstruo que se nutre de la carne de sus congéneres.
Sentados cerca de la hoguera, desnudos los torsos y sucias de sangre las manos y los rostros, se hallaban los cuatro guerreros; los cuatro renegados de Cuchillo Rojo. Ellos ya habían comido, como delataban los restos que se apilaban a su alrededor; huesos sanguinolentos a los que habían arrancado la carne a dentelladas. Con la casaca hecha harapos sobre su poderoso torso, el teniente Chance colgaba, amarrado al tronco de un árbol, por la cintura y el brazo que conservaba ileso, pero inconsciente. De pie junto a él estaba el propio Cuchillo Rojo, un gigante silencioso que aguardaba órdenes. Y éstas las daba Corre con Lobos, que permanecía al otro lado de la hoguera, desde donde dirigía los ritos.
Frente a Chance y dándole la espalda a las llamas, con las pupilas dilatadas y la mirada ausente, perdida en algo que sólo él podía ver, se encontraba Billy, a punto de iniciarse en el canibalismo.
—¿Deseas fuerza? —preguntó la voz seductora, cargada de promesas, de Corre con Lobos—. ¿Deseas valor? ¿Deseas poder?
—Tómalos —respondieron los cuatro salvajes en torno al fuego, como en un absurdo aquelarre.
Y una parte dentro de Billy, mal que le pesase, ansiaba esa fuerza. Ansiaba ese valor, ese poder. Él, que había visto a su pueblo pisoteado por la ambición del hombre blanco; humillado, expulsado de sus tierras, recluido en reservas y forzado a aprender la doctrina de un dios que no era el suyo… Ansiaba hallar la manera de recuperar todo aquello que les había sido arrebatado.
—Bebe la sangre y que ésta hierva en tus venas —prosiguió el brujo—. Devora la carne y que ésta inflame tu pecho. ¡Tómalos!
—¡Tómalos!— repitió el coro de salvajes.
Como obedeciendo a una señal implícita, Cuchillo Rojo sacó su puñal y deslizó el filo por el pecho expuesto del teniente, que despertó estremeciéndose y soltando un quejido ronco. El filo del jefe guerrero cortó profundo y con pericia, trazando un semicírculo. Bastó luego un tirón para arrancar el pedazo, una lonja sangrienta de músculo y piel que dejó a su dueño sollozando de agonía.
—¡Tómalos! —insistió Corre con Lobos. A la par, en una bárbara parodia de la Comunión, Cuchillo Rojo acercó la roja rodaja de humanidad recién cortada a la boca entreabierta de Billy.
—¡Tómalos! —repitieron los cuatro.
El olor embriagador de la sangre asaltó las fosas nasales de Billy, despertando el instinto más básico. Desde el fondo de su ser, más allá del corazón y las entrañas, una fiera voraz empezó a desperezarse, a roerlo por dentro. El cántico se intensificó.
—¡Tómalos! ¡Tómalos! ¡Tómalos!
El joven abrió la boca cuando la sangre goteó sobre sus labios. Los salvajes junto al fuego, el brujo y Cuchillo Rojo empezaron a aullar a un tiempo; una manada de lobos humanos que festejaba triunfal la llegada de un nuevo cazador a sus filas. Entonces sonó el primer disparo y uno de los renegados cayó hacia delante, con los brazos abiertos y traspasado de parte a parte. Otro intentó volverse, ya con el rifle en las manos, y el segundo disparo le arrancó la mitad inferior del rostro, maxilar incluido. Eran Huxley y Curtis, que abandonaban las rocas donde habían permanecido ocultos para irrumpir en el valle disparando sus Winchesters, confiados en la ventaja de la sorpresa contra la superioridad numérica.
—¡Billy! —gritó el sargento al reconocer a su joven amigo. Y volvió a disparar, acercándose al fuego y obligando a los dos renegados restantes a retroceder.
Billy cerró los ojos un momento. Cuando volvió a abrirlos brillaban despejados, libres de la bruma del hechizo, igual que su mente. Cuchillo Rojo tardó un segundo de más en advertirlo, que él aprovechó para sorprenderlo con un puñetazo que lo hizo rodar por tierra. Después desenvainó el cuchillo y corrió junto al teniente.
—Sabía… que eras… un salvaje traidor… como toda tu sucia raza —masculló éste, que aún mutilado y maltrecho permanecía fiel a sus convicciones. Billy torció el gesto.
—Mejor deje de retorcerse, teniente —dijo, cortándole las ligaduras—. No querría lastimarlo.
Alcanzó a liberarlo justo a tiempo para ver al corpachón de Cuchillo Rojo que, recuperado del golpe, se arrojó sobre él, derribándolo. Rodaron por el suelo, trabados como dos panteras, cada uno armado con un puñal y luchando por clavarlo en la piel del otro. Billy era más joven y estaba en la cúspide de sus capacidades físicas, pero la fuerza del caudillo renegado era sobrehumana y no tardó en quedar encima de él. Con una mano aplastó la muñeca armada del scout contra el suelo, inmovilizándola, mientras la otra alzaba el puñal, listo para dejarlo caer sobre el pecho desnudo de su enemigo. Billy se retorció inútilmente y estiró con desesperación el brazo libre hasta aferrar una piedra, asestando luego en un terrible golpe contra la cabeza de su adversario.
Cuchillo Rojo cayó, sangrando en abundancia por una brecha recién abierta en la sien. Con un grito de guerra, Billy se le echó encima. Hundió el cuchillo hasta el mango en el musculoso vientre, retorciéndolo y dejándolo ahí clavado. Después se incorporó resoplando como un fuelle. Al hacerlo, se encontró con la mirada aterrorizada del teniente Chance, clavada en algo que sucedía detrás de Billy. Algo imposible.
—¿Crees que puedes matarme como a cualquier hombre, Ciervo Ágil?
Billy se volvió, sin dar crédito a lo que oía, y menos aún a lo que vio. Cuchillo Rojo había vuelto a levantarse y acababa de arrancarse el cuchillo del estómago. La herida, que llegaba hasta las tripas, se cerró por sí sola en cuestión de segundos, sin dejar cicatriz o marca alguna. Billy pensó en las palabras de su abuelo y en la poderosa medicina que éste le diera para enfrentarse a las fuerzas de la oscuridad. La misma que él había perdido por el camino.
—Soy mucho más que eso… ¡soy un caminante de la piel! —La voz del caudillo trocó en un gruñido animal, los ojos relucientes como un par de ascuas amarillas.
Después, empezó a cambiar.
Continuará...
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